Lope de Vega construyó un oxímoron perfecto y Lluís Homar ha dirigido una puesta en escena poniendo el foco en lo verdaderamente importante, el texto y la presencia. El ritmo, el conflicto y la intensidad barroca combinados con un acertado casting, la particular solvencia y capacidad de cada uno de sus integrantes y la excelencia creativa del equipo artístico que les acompaña.

Cuatro siglos después no tiene sentido ponernos a debatir el nivel de la literatura de Lope de Vega. El paso del tiempo lo ha dejado bien claro. Esto hace que lo verdaderamente relevante de la adaptación de un texto suyo es si lo que se construye sobre el escenario está a la altura de su escritura, al igual que si llega a sus espectadores teniendo en cuenta la dificultad de procesar un lenguaje con una sintaxis tan diferente de la actual. Esto último sería fácil de resolver con monitores en los laterales del escenario del Teatro de la Comedia en los que se sucedieran los diálogos, a la par que se escenifican, y así pudiéramos apoyar nuestra capacidad auditiva en nuestra comprensión lectora. Tal y como se hace en el cine en versión original, en las óperas en otros idiomas, o incluso en espacios también teatrales como el Hospital de San Juan en el Festival Internacional de Almagro.
Cuestión reivindicativa y secundaria aparte, lo importante es lo que, siguiendo el dictado de Homar, representa un elenco conformado por quince actores al que no se le puede poner ni un solo pero, ni como grupo ni a nivel individual a ninguno de ellos. En un escenario prácticamente desnudo, con una escenografía firmada por José Novoa, fundamentada en la diafanidad de la caja escénica, entran y salen como si fueran ciudadanos de a pie de hoy en día.
Así les ha vestido, con su punto de provocación y sensualidad, Pier Paolo Alvaro para significar la atemporalidad del texto. Lo que allí sucede no solo es propio de 1620, cuando este fue publicado, o del siglo IV antes de Cristo, cuando está ambientado, también podría ocurrir en la actualidad. El mensaje y la trama principal son claros. La vida es un gran teatro, el presente una farsa y nuestro día a día una ficción en la que, quizás, ni siquiera somos conscientes del rol que desempeñamos.
La experiencia dramatúrgica -no la de la platea, sino la que tiene lugar sobre las tablas- como manera de trascender. Un misticismo en el que el actor principal -un siempre eficaz Israel Elejalde- que pretendía vacilar y reírse del cristianismo ante el mismísimo emperador resulta converso por la llamada de Dios, devoto de sus mandamientos y mártir por su nueva y convencida fe. Un proceso en el que se suceden las individualidades de cada personaje, así como el alboroto que son las combinaciones entre ellos y las idas y venidas entre caracteres únicos y otros más tipificados.
Un enjambre que fluye, sirviéndose muy apropiadamente de la primera fila del patio de butacas, y en el que brillan intervenciones como las de Álvaro de Juan por la viveza de su movimiento y el arrojo de su mirada. O la solemnidad, sin dejar de lado un punto pertinente de humor cuando es necesario, con que se desenvuelve Arturo Querejeta en su papel como emperador, la frescura con que atrae la atención Silvia Acosta cada vez que toma la palabra y la picardía y gracejo con que lo hace Aisa Pérez cuando le corresponde a ella. Todos ellos, al igual que los aquí no nombrados, pero sí recordados, dejan claro cuán verdadero puede llegar a ser lo fingido.

Lo fingido verdadero, en el Teatro de la Comedia (Madrid).