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«Los años dorados» de Arthur Miller

Escrita con tan solo veinticinco años, su autor ya dejaba ver en ella los asuntos que le seguirían preocupando y el punto de vista desde que los observaría a lo largo de toda su carrera. El encaje del hombre en su sociedad, sus principios de gobierno y cómo estos hacen factible, o no, su bienestar individual y la convivencia con sus semejantes. Un análisis que se hace aún más incisivo al situarlo en el encuentro entre los conquistadores españoles y el imperio azteca a principios del siglo XVI.

Cuenta Arthur Miller en el prólogo que en el momento de escribir este texto, probablemente se vio influido por la postura que adoptaban el gobierno y la sociedad norteamericana en los primeros meses de la II Guerra Mundial. Como si no fuera con ellos, incluso con un punto de atracción ante el argumentario, la actitud y los logros que cada día transmitía, mantenía y conseguía el régimen nacionalsocialista. Pero como buen observador, lo que al autor de Después de la caída (1964) le llamaba la atención de esta situación no era qué hacía sugerentes a los nazis, sino qué vacío vital o falta de ética podría estar cubriendo su atractivo entre sus conciudadanos.

Años después entraría más de lleno en este tipo de cuestiones en títulos como Todos eran mis hijos (1947) o The archbishop’s ceiling (1977), pero en esta ocasión llevó su imaginación hasta un lugar y un tiempo anteriores. Hasta la llegada en 1519 de los conquistadores españoles, con Hernán Cortés a la cabeza, al imperio azteca, liderado por Moctezuma II. Dos civilizaciones que nunca antes se habían encontrado y entre las que rápidamente se desató un conflicto que le sirve a Arthur Miller para interrogarse sobre los límites de la libertad de culto y las imposiciones ideológicas. También para indagar sobre las excusas que utilizan en toda contienda los atacantes para ejercer la violencia y la barbarie, y las razones ocultas que pueden provocar que los asaltados no sean capaces de defenderse, tal y como podrían y deberían hacer en semejante situación.

Moralidad, existencialismo y búsqueda de propósito y sentido en un texto nunca llevado a escena. Su producción debe ser costosa, cantidad de personajes, vestuarios para trasladarnos a cientos de años atrás y elaboradas escenografías con las que simular suntuosos interiores de templos y palacios y los majestuosos exteriores de templos de la ciudad de Tenochtitlan. En el momento de su escritura la situación económica y política no lo permitió y después, tras el éxito aliado en la contienda, la moral del gigante yanqui anuló cualquier posibilidad de ver representadas historias en que los que encarnaban la cristiandad se comportaran como tiranos sanguinarios.

Hasta ahora Los años dorados tan solo ha podido ser escuchada en un montaje radiofónico de BBC Radio en 1987. No me consta siquiera que esté traducida al español (yo me hice con ella en una librería de segunda mano en Dublín en una edición que incluye otra obra, Un hombre con suerte, que Miller también escribió en 1940). Pero considerando las lecturas que se hacen hoy en día de la conquista de América, no sería descartable que alguien pusiera en marcha su primera producción. ¿La llegaremos a ver?

Los años dorados, Arthur Miller, 1940, Methuen Books.

“Los nombres del fuego” de Fernando J. López

Dos mundos separados por quinientos años, dos protagonistas unidas por un mismo deseo vital. Una historia de intriga y misterio en un escenario habitado por personajes sólidos y completos gracias al tratamiento de igual a igual que su creador establece con ellos. Un relato protagonizado por adolescentes llenos de ganas de vivir y de deseos por cumplir, un espejo en el que pueden verse reflejados todos los públicos.

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El desarrollo de la ciencia empírica en sus múltiples vertientes nos ha hecho creer que tenemos un conocimiento de la realidad tan sumamente exhaustivo que apenas permite margen alguno para proponer puntos de vista o aproximaciones diferentes a los acontecimientos que suceden a nuestro alrededor. Uno de estos es el discurrir del tiempo, ¿y si este no transcurriera linealmente como creemos? Esta es una de las interrogantes de fondo que sobrevuelan de continuo en la doble historia, que acaba siendo una única, de Xalaquia y Abril. Una cuestión entre lo metafísico y lo esotérico en una trama de intriga y misterio que se combina con gran habilidad con la ficción histórica sobre la llegada de los conquistadores españoles, Hernán Cortés a la cabeza, a Technotitlan. Una narración paralela y hábilmente entremezclada con un relato costumbrista del presente de los más jóvenes de nuestra sociedad, con diálogos frescos y naturales enmarcados en situaciones que fluyen tan vivas como auténticas.

La primera clave para este logro son los personajes que habitan y viajan por sus páginas. A la cabeza de todos ellos, dos protagonistas con la osadía que da la falta de experiencia y las expectativas de futuro vírgenes de desilusión, decididas a no aceptar el destino silencioso y sumiso que sus mayores, bajo la excusa del destino, les quieren imponer. Un futuro de negación, ciego de posibilidades, al servicio de una sociedad teocrática en el México azteca de principios del s. XV en el caso de Xalaquia. En el de Abril, un tiempo por escribir en el que sus padres divorciados –inmersos en su sensación de fracaso vital- proyectan un guión concebido únicamente para silenciar su intranquila conciencia, en lugar de dejarle crear su propio y libre relato.

La segunda es la posición que Fernando J. López adopta como narrador de una historia de la que es creador, pero en la que al tiempo –presumo- sabe que es vehículo de todas esas pequeñas anécdotas y confesiones que, en su faceta de profesor y educador, le han contado muchos adolescentes. Y así es como las refleja en Los nombres del fuego, trasladando la empatía que –supongo- puso en práctica con aquellos que se las contaron, no considerándose ni más ni menos, sino tan solo diferente en un mundo de tantas individualidades como personas.  Su estilo no tiene nada que ver con la condescendencia habitual con que en muchas ocasiones los adultos justifican (rehuyendo) las preguntas y situaciones que les plantean sus menores. Un punto de vista lejos del juicio soberano y dogmático de quien se coloca magnánimo para defender su inexistente superioridad.

Fernando J. López se pone en los zapatos, la piel, el corazón y la mente de sus protagonistas y, con prosa fluida, canaliza su frustrante diálogo con el silencio y la imposición de sus mayores, la inseguridad y el proceso de exploración y conocimiento de las nuevas emociones (el amor, el deseo), el esfuerzo de la auto aceptación en un entorno cero amistoso con las diferencias (homosexualidad), el descubrimiento y la natural integración de las posibilidades de las redes sociales y las nuevas tecnologías,… Una completa disección y muestra de la realidad, que despectivamente habrá quien considere juvenil (por ser tales sus personajes), pero que resulta tan o más completa, profunda y sólidamente construida y contada que muchas ficciones y vivencias consideradas adultas.