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“¿Qué es la calidad en el arte?” de Alejandro Vergara Sharp

Cuestión delicada que despierta suspicacias según el gusto, la experiencia y la formación de cada observador. Pregunta difícil de responder, pero asunto definible si se sigue un procedimiento reflexivo como el que propone su autor. Un ensayo breve sobre estética, apto tanto para entendidos sobre arte como para aficionados deseosos de dotar de razón a sus argumentos.

Unos dirán que la tiene si les atrae o no lo que ven. Otros se basarán en criterios ajenos como la cotización del autor, el prestigio de la entidad que atesora sus creaciones o los adjetivos con que los medios de comunicación divulgan su obra. Pero tras todo ello, tal y como afirma el Jefe de Conservación de Pintura Flamenca y Escuelas del Norte hasta 1700 del Museo Nacional del Prado, debe haber algo observable que, consensuado, nos permita tener un criterio común sobre qué es bueno y qué no. Su disertación no pretende establecer una regla estricta, matemática, pero sí una hoja de ruta con la que argumentar convincentemente porqué consideramos que una pintura, escultura o edificio tiene ese algo que lo hace valorado y, por tanto, digno de ser preservado, estudiado y divulgado.

Vergara Sharp inicia su reflexión advirtiendo sobre un concepto anterior al de calidad, el de cualidad. Primero qué ha de tener una obra de arte. Y segundo, en qué medida, no basta si no tiene el nivel suficiente. Ahora bien, ¿cuáles son esas cualidades? Depende del momento y el lugar. Respuesta que ejemplifica situándose en el período que domina, en la Europa que va desde el siglo XV hasta el XVIII, largo período sintetizado bajo el término de neoclasicismo.

Mas una vez trasladados allí lanza varios interrogantes. ¿Cuál era la cultura visual del común de los ciudadanos? ¿Cómo se formaban entonces los creadores? ¿Qué papel cumplían las distintas disciplinas artísticas en la sociedad que alumbraba sus producciones? Eso es lo que determina las cualidades en que nos hemos de fijar. Y tratando sobre pintura, él propone dos, idealismo y verosimilitud. Lo que se solicitaba y observaba debía estar conectado con la realidad, pero siendo más excelso que ella sin que esa sublimación afectara a su credibilidad. Aunque se fuera consciente de que lo que se contemplaba era una ilusión, los espectadores habían de sentir, percibir e interpretar lo que veían como verosímil.

Un resultado que no surgía sin más y que tiene que ver tanto con el papel del arte en la sociedad de aquel momento como con la capacidad de percepción e interpretación inherente al hombre, pero que también se moldea con la experiencia y se educa según los círculos de los que se forme parte. Asunto sobre el que, como bien apunta Vergara Sharp, le dedicaron escritos y reflexión nombres de la Grecia clásica como Platón, Aristóteles o Sócrates o del Renacimiento italiano como Leonardo da Vinci o Leon Battista Alberti.

Hoy somos capaces de detectar los mecanismos por los que conseguían sus logros grandes autores como Caravaggio, Mantegna, Tiziano o Rubens. Un reto que exigía dominio técnico, intuición y sensibilidad para llegar a unas cotas que sorprendían y hasta abrumaban, y que en la actualidad seguimos admirando. Una buena manera y ejemplificación de cómo se puede detectar y valorar la calidad de las piezas de un determinado período y, en consecuencia, un método extrapolable y aplicable a las creaciones de otros tiempos, producto de otros condicionantes y objetivos, que es necesario conocer, para así realizar un juicio justo de las mismas.

¿Qué es la calidad en el arte?, Alejandro Vergara Sharp, 2022, Editorial Tres Hermanas.

El amor, la belleza y la maestría de “Cyrano de Bergerac” de Edmond Rostand

El amor romántico, la belleza interior y un héroe quijotesco son los tres pilares de esta dramaturgia en verso que produce hilaridad y asombro continuo y sin par por las cómicas e ingeniosas respuestas de su protagonista. Un texto que juega con la pompa y boato de mediados del s. XVII francés en que está ambientado, pero con la fluidez narrativa y la hondura en el retrato de sus personajes propia de la literatura de finales del XIX en que fue escrito.  

Como lector, Cyrano me ha parecido maravilloso, divertido, ocurrente, inteligente, una obra maestra. No es lo mío la producción teatral, pero supongo que desde ese punto de vista, sus múltiples, profusas y detalladas propuestas escenográficas (un teatro, un frente de guerra, un convento, una tienda de comestibles, un jardín y una casa con balcón,…), llenas de personajes secundarios manejando toda clase de atrezo (comidas, medios de transporte,…) y vistiendo de manera acorde a sus papeles (soldados, marqueses, burgueses, monjes y monjas,…) debe ser consideradas una locura, algo imposible, poco menos que un suicidio económico.

Imagino que Edmond Rostand pensaba tan a lo grande mientras escribía esta obra que quiso dar a su protagonista cuanto requiriera para hacerle brillar. La realidad es que el nivel literario que alcanzó es tan excelente que hace que las indicaciones técnicas se entiendan más como una prolongación del alto nivel de su historia que como un soporte de la misma, ya que en ningún momento le hacen sombra a la arrogancia y la sensibilidad de Cyrano, los dos elementos en torno a los cuales giran cuanto acontece. Dos pilares que dicen también mucho sobre su personalidad y su comportamiento. Altivo, sarcástico y retador cuando está en ambientes públicos, fundamentalmente entre hombres. Cercano, empático y atento en todo lo que tiene que ver con el único capítulo de su intimidad, Roxana, su prima y la mujer de la que está enamorado.

De igual manera que Cyrano le cede sus palabras a Christian para que este consolide la atracción recíproca que siente por Roxana, Rostand pone a su disposición una retórica en verso que no solo es siempre recurrente y divertida, sino también vivaz y fluida, que encandila, gusta y asombra tanto por la formalidad de su métrica y sus rimas como por lo que dice y sugiere. En ningún momento presenta fisura alguna e hila los cambios de ritmo y atmósfera haciendo crecer la intensidad y alcance de su relato. Algo en lo que supongo tiene mucho que ver la traducción del francés al castellano de Jayme y Laura Campmany de la edición que he tenido entre mis manos (Espasa Calpe, Colección Austral, 2000).

La bravuconería, testosterona y alarde de violencia con que se rigen los ambientes masculinos contrastan con la admiración por la belleza, la multitud de las emociones y la búsqueda estética cuando se trata de acercarse y ganarse el afecto de aquella por la que ambos hombres se sienten atraídos. Dos mundos enfrentados entre los que hace puente –casi de manera real- la nariz de Cyrano, poniendo sobre la mesa la cuestión de la apariencia física y el papel que esta puede determinar a la hora de relacionarse tanto para los agraciados con el don de una buena prestancia, como para los que se encuentran en sus antípodas. Un plano en el conviven sin un orden determinado la belleza interior con la fealdad exterior, el eufemismo de las apariencias, los cánones físicos y una sinceridad pocas veces verbalizada.

No tengo claro si esto hace de Cyrano de Bergerac una obra atemporal, pero lo que está claro es que a pesar de los casi cuatro siglos de vida que aparenta (cuatro de sus actos se sitúan en 1640 y el último en 1655) y de los 120 años reales que tiene (su estreno fue el 27 de diciembre de 1897) su lectura resulta tan fresca y estimulante como seductora y apasionante.

Cyrano de Bergerac, Edmond Rostand, 1897, Ediciones Austral.

«Julio Romero de Torres» de Fuensanta García de la Torre

Su peculiar estilo –al margen de las vanguardias de las primeras décadas del siglo XX y de la pintura oficial- le forjó un reconocimiento popular en vida que hizo que buena parte de la crítica y del mundo académico no le considerara como merece ni entonces ni posteriormente. Sin embargo, la calidad técnica de sus obras, la capacidad para unir lo profano y lo sagrado y el impacto visual de sus imágenes hace que su producción y su nombre vuelvan a ser desde hace años un referente artístico de la España de su tiempo.

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Julio Romero de Torres (1864-1930) hizo mucho más que pintar a la mujer española que señala la copla. La ensalzó como protagonista en multitud de ocasiones de unos lienzos con los que sacudió los límites de aquellos que querían seguir el dictado de la moral conservadora. Obras con las que también demostró que la historia de la pintura permitía seguir innovando sin necesidad de romper con los grandes nombres que habían configurado su evolución desde hacía siglos.

Ligado al arte desde bien niño, su padre era pintor y conservador del Museo de BB.AA. de Córdoba, su día a día estuvo siempre enmarcado en coordenadas artísticas. Rápidamente se inició en la práctica del dibujo y de ahí pasó al óleo, el temple y la aguada sobre papel, tabla, lienzo o mural. Siguiendo inicialmente las tendencias de su tiempo, el modernismo y la luz de Sorolla, pero poco a poco fue creando su propio lenguaje combinando la estética del simbolismo y las composiciones de nombres como Leonardo da Vinci, Tiziano, Valdés Leal o Goya, combinadas con elementos culturales de su tierra natal (el imaginario religioso, la narrativa y el sentimiento del flamenco o el urbanismo y la historia de su ciudad).

Fue reconocido y valorado por sus convecinos, siendo muchos de ellos los primeros que le hicieron encargos, ya fueran carteles para sus ferias, murales para las paredes de sus lugares de encuentro o retratos para sus residencias privadas. Una producción que junto a los títulos que presentó a distintas Exposiciones Nacionales -premiadas unas veces, rechazadas otras por la naturalidad con que mostraba cuestiones como la prostitución- le catapultaron hacia una gran fama y alta demanda desde lugares como Buenos Aires o Santiago de Chile.

Tal y como explica Fuensanta García de la Torre, Julio contó con la valoración y amistad de muchos de sus coetáneos –pintores, escritores, intelectuales…- , como Valle Inclán, Unamuno o Rusiñol, además de personajes de la alta sociedad o del mundo del espectáculo a los que recibía en su estudio de la calle Pelayo en Madrid. Un acompañamiento de su persona, figura y creación que, sin embargo, desapareció en gran medida tras su fallecimiento en mayo de 1930. Un alejamiento que se intensificó, aún más en los círculos intelectuales, por la apropiación que el régimen franquista hizo de su iconografía, ligándola a una visión regionalista de lo que suponía ser andaluz y, por extensión, español.

La que fuera entre 1981 y 2012 directora del Museo en el que se crió Romero de Torres  completa su ensayo sobre la producción y evolución del estilo del pintor con dos interesantes capítulos. Uno sobre las relaciones de influencia que tuvo con sus contemporáneos y otro en el que repasa cómo su imaginario ha seguido vivo hasta nuestros días, gracias sobre todo a la interpretación que de su obra, estilo e iconografía ha hecho, y sigue haciendo, la publicidad en sus múltiples formatos y soportes.

Julio Romero de Torres, Fuensanta García de la Torre, 2008, Arco Libros.

“Perro semihundido” (Goya, 1820-1823)

La modernidad comienza aquí, nunca antes la subjetividad había sido tan protagonista como en esta obra”, afirmación catedrática con la esta imagen se quedó grabada en mi memoria décadas atrás y vuelve una y otra vez a primer plano cuando dialogo y discuto conmigo mismo.   

Aparentemente, nadie se atreve a afirmar qué representa esta escena ni el rol que el mejor amigo del hombre desempeña en ella. Tampoco qué quería transmitir, expresar o reflejar el de Fuendetodos. A lo mejor no lo sabía ni él. O sí. Sabe Dios qué pensamiento existencial, asociación surrealista o necesidad expresionista bramaba en su cabeza, cuál de todas las emociones que dieron pie al conjunto de las Pinturas negras tomó protagonismo en esta. Si fue la esperanza, la ansiedad, la aceptación, la depresión, el optimismo o el más absoluto pesimismo.

Los académicos y los historiadores dicen que Goya estaba harto. De todo y de todos. De los desastres y horrores de los que había sido testigo durante la Guerra de la Independencia, así como de esa otra guerra diaria, sin más motivación que el control social y el poder político, en la que resultaban perdedores la mayoría de sus compatriotas. De haber visto comportarse a los hombres y las mujeres de su tiempo como animales, como seres primarios y viscerales, violentos, asesinos y miserables, poseídos por la lujuria, la gula y la avaricia, también por la pereza, la envidia, la soberbia y la ira. Quién sabe, lo mismo este último pecado capital fue el que le inspiró, le impulsó a la acción y le marcó el trazo en la realización de esas catorce obras.

Pintadas sobre las paredes de su casa, esa Quinta del Sordo en la que se recluyó, refugiándose tanto en ella como en su sordera del ruido y los estragos del absolutismo. Arrancadas y trasladadas a lienzo décadas después para convertirse en parada, estación y pasaje del recorrido de obras maestras del Museo del Prado. Convertidas por obra y gracia de la labor divulgativa de la institución museística que las alberga, y de la educativa de nuestro sistema del bienestar, en icono, símbolo, ejemplo y muestra de nuestra historia, cultura e identidad, de quienes fuimos y somos, de como pensamos y actuamos, de lo que nos describe y nos define.

Por eso este Perro semihundido está fijado en mi pensamiento desde aquel momento en que lo vi proyectado en una clase de Estética en la Facultad de Ciencias de la Información. Desde aquel día posterior en que mi mirada, ya con otros ojos, se volvió a fijar en él en el edificio Villanueva. Impresión renovada cada vez que vuelvo a la bicentenaria pinacoteca y me acerco, según marque mi estado de ánimo, a recordarlo, observarlo o a seguir descubriéndolo. Recurso al que acudo mentalmente cuando establezco diatribas con las que reflexionar e intentar alcanzar algún tipo de lucidez.

La sobriedad y austeridad de su cromaticidad me resulta árida, adusta, castellana, interior, seca, como si ya hubiera transitado por ella o siguiera haciéndolo. La simplicidad de su composición va más allá de lo visible. Impacta, desnuda, trasciende lo físico hasta llegar a lo espiritual, lo esencial, lo nuclear, allí donde ya no hay refugio ni posibilidad de esconderse, donde no hay otra opción más que la de mostrarse o morir. Un anclaje a la tierra y una infinitud en la que asoma inquietantemente ese perro que somos todos y cada uno nosotros, espectadores, protagonistas, víctimas y figurantes, como él, a medio camino entre el anhelo de la supervivencia y la abnegación por un sueño, una ilusión o una realidad imposible ya de alcanzar.

Perro semihundido, Francisco de Goya, 1820-1823, Museo del Prado (Madrid).

“Bill Viola. Espejos de lo invisible”

La combinación de tecnología, espiritualidad y estética del máximo exponente del videoarte no solo lleva un paso más allá la evolución de las bellas artes, sino también su papel como medio con el que expresarnos e indagar en esas eternas interrogantes, quiénes y cómo somos, a las que no conseguimos dar respuesta.

Más de cuarenta años de trayectoria le han permitido a Bill Viola (Nueva York, 1951) desarrollar una carrera y una obra única en sentido estricto. Basta con ver unos cuantos fotogramas de cualquiera de sus piezas para identificarlas con él y con su muy particular concepción y búsqueda de nuevos registros y sentidos de la imagen, uniendo al uso de la composición, la luz y el color de lo pictórico, el movimiento y el imponente silencio de la dimensión audiovisual.

Tecnología. Espejos de lo invisible es una síntesis de la producción de Viola (desde The reflecting pool, 1977-1979) y de su capacidad para aprovechar las posibilidades artísticas y técnicas de los distintos medios de grabación y reproducción con los que ha trabajado.

Desde lo analógico -con su correspondiente grano y afectación en la calidad de la luz y los colores- y lo digital -dejando atrás la postproducción artesanal para pasar a convertirla en un código de ceros y unos-, desde la reproducción mediante proyección a los terminales con memoria integrada y desde los monitores catódicos hasta las pantallas de alta definición de la serie de los martirios (Earth, Air, Wind, Fire, 2014).

Espiritualidad. A Bill Viola le interesa la esencia del ser humano, aquello que somos antes y después de los códigos sociales, las reglas morales y los valores espirituales. El nacimiento y la muerte. El principio y el fin (Heaven and earth, 1992) frente a frente, combinándose, uniéndose y solapándose en dos imágenes que se miran, pero que también se reflejan, hasta el punto de contenerse mutua y recíprocamente.  

Y entre uno y otro punto, ¿qué media? ¿Por qué etapas pasamos? ¿Qué tienen en común y qué diferente la infancia, la juventud y la madurez que reflejan las mujeres de Three Women (2006)? ¿Qué nos dice que ha llegado nuestro momento y qué que debemos esperar o pasar a un segundo plano? ¿Qué nos enlaza? ¿El hecho humano en sí o el biológico entendido como la genética que nos vincula emotivamente?

La ausencia de palabras, el silencio de sus proyecciones, hace que nos planteemos bajo qué filtro nos acercamos a sus propuestas y, por extensión, al mundo en el que vivimos. ¿Por qué Ablutions (2005) nos hace pensar en un ritual de pureza de religiones como el Islam o el catolicismo? ¿Dónde situaríamos los seis minutos de Basin of Tears (2009)? ¿En la filosofía zen por la indumentaria de sus protagonistas? ¿En el valle de lágrimas del cristianismo al que podríamos derivar por su título?

Estética. La oscuridad y la carnalidad del barroco está en muchas de sus piezas, especialmente en aquellas en las que la luz, a la manera de Caravaggio, tiene como único fin destacar, perfilar y tridimensionalizar la figura humana. Un logro aumentado tanto por la estaticidad de sus modelos -apenas el parpadeo de su mirada en casos como el de The Quintet of the Astonished (2000)- como por la proyección a cámara lenta y por un fondo que más que sugerido, es intuido.

También hay lugares, escenografías y decorados que remiten a la delicada humildad de los interiores de Zurbarán (Catherine’s room, 2011), con detalles y recursos en los que podemos presuponer, imaginar o antojar a la madre de James Whistler, la cotidianidad de Vermeer o, incluso, las ramas de los almendros en flor de Van Gogh.

Las dos mujeres y el hombre de Anima (2000) evocan la manera de analizar y destacar a los retratados en el Renacimiento, estilo que enmarca también el pódium y la triada protagonista de Study for Emergence (2009) sobre un azul que nos permitiría enlazar con las madonas de Rafael, con la Capilla Sixtina de Miguel Angel o con tantos otros.

Pero más allá del óleo, Viola fija también su ojo en los paisajes infinitos, en horizontes que se pierden en un más allá que lo mismo pueden ser el inicio de un encuentro (The Encounter, 2012) que de una separación de rumbos (Walking on the Edge, 2012). Miradas que más que al óleo, remiten en lo pictórico a la acuarela, a las aguadas que sobre el papel -o la pantalla en su caso- convierten en una experiencia emocional la sobrexposición lumínica de visiones desérticas como la de Chott el-Djerid (A Portrait in Light and Heat, 1979).

Bill Viola. Espejos de lo invisible, en Espacio Fundación Telefónica (Madrid), hasta el 17/05/2020.

«Sombra»

Una historia ambientada en tiempos pretéritos y construida con una estética aguada, como si se tratase de una acuarela, en blanco y negro, aunque esté rodada en color. Una poesía se unen las imágenes y los sonidos, lo lírico y lo narrativo para relatar el conflicto por el poder tanto entre dos ciudades enfrentadas como entre dos hombres del mismo bando.

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Sombra tiene aires de superproducción, todo lo técnico es a lo grande en sus dos horas de duración. Zhang Yimou ha contado con un despliegue soberbio -escenografía, fotografía, vestuario, efectos especiales…- para plasmar un guión que parece más una sucesión de poemas audiovisuales que de secuencias cinematográficas. El conflicto entre las ciudades de Jing y Pei se produce en paralelo al que existe entre el rey y el jefe militar de esta última. Una lucha en la que el comandante cuenta con un hombre sombra que actúa como su doble para preservar su integridad física.

Intrigas palaciegas, absolutismo monárquico y devoción al líder marcan las coordenadas -al son de una banda sonora llena de cuerdas y unas imágenes tan impactantes como bellas- en las que se desarrollan estas dos guerras paralelas. Una narración en cuyo guión pesa más la corrección de su estructura y la belleza de su formalidad de ambientación medieval que el desarrollo de su historia. Aunque esto es precisamente por lo que merece la pena ver Sombra -y por lo que quizás sea recordada-, por la capacidad sugestionadora de sus fotogramas, especialmente de aquellos en los que la lluvia -combinada con la coreografía de luchas y batallas- juega un papel estético fundamental.

«La casa de los pintores» de Rodrigo Muñoz Avia

Un ensayo doble. El de un testigo privilegiado de la trayectoria y evolución de dos de los artistas españoles más importantes de la segunda mitad del siglo XX, y el de uno de sus hijos, que creció, se educó y formó al abrigo de un padre y una madre afectivos, generosos y cuidadores de los suyos. Una simbiosis que tiene más de homenaje que de ensayo biográfico y que se disfruta gracias a su rítmica, clara y muy bien estructurada redacción.

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Lucio Muñoz era informalista, Amalia Muñoz realista. Aparentemente contrarios en lo pictórico, resultaron ser perfectamente complementarios en lo personal desde que se conocieron a principios de la década de 1950. Algo que se puede ver también en su obra si el espectador se libera de prejuicios estéticos y de la necesidad de etiquetas. Ambos enfocaban el trabajo artístico de manera distinta, con objetivos intelectuales y expresivos diferentes, pero tanto se entendían en el terreno humano que se comprometieron y crearon una familia.

Una unión que se mantuvo hasta el fallecimiento de ambos -1998 él, 2011 ella- y de la que nacieron cuatro hijos, el menor de los cuales, Rodrigo, se encarga desde entonces de gestionar su legado. Una labor que implica estar en contacto diario con lo que dejaron dicho a través de sus imágenes, creaciones tan fuertes y poderosas que siguen generando impacto, diálogo y recuerdo a pesar del tiempo transcurrido desde que fueron ideadas y materializadas. Un trabajo que supongo intensifica en Ricardo el recuerdo de quiénes fueron Amalia y Lucio y de lo que compartió con ellos. Padres guía primero, adultos espejo después y mayores de los que estar pendiente en la última etapa.

Artistas, cónyuges, padres, todos esos planos y facetas de vida de Lucio y Amalia son los que Rodrigo expone en La casa de los pintores. Una propuesta cronológica que se va enriqueciendo no solo con el paso de los años, sino también con la capacidad de observación, hondura analítica y participación activa que pone en práctica en ese universo familiar el pequeño de los Muñoz Avia. Un relato cuyo valor está en su posición privilegiada como testigo continuo de la introspección del proceso creativo de sus mayores y de la intimidad que crearon, alimentaron y mantuvieron tanto entre ellos como con sus hijos y su círculo más cercano.

El reparto de roles en los asuntos de familia y los códigos con que se comunicaban. Las rutinas que seguían en su día a día y la organización espacial y logística de la residencia en la que vivían y trabajaban. Los escritores y los compositores a los que acudían para evadirse o estimularse intelectualmente. Los amigos con los que compartían comidas y sobremesas. Su respuesta ante los acontecimientos políticos de los que fueron testigo. La excitación generada por la preparación y recepción de cada exposición. Los asuntos que les llamaban la atención y los detalles que tenían en cuenta a la hora de crear.

Un punto de vista subjetivo, y como tal, editado por la memoria y la pátina que el tiempo deja sobre los recuerdos. Un relato afectivo y agradecido de un hijo, pero también una narración de gran interés por lo que tiene de privado, exclusivo y complementario a lo que se puede encontrar tanto en las hemerotecas como en las secciones de historia, crítica y teoría del arte de cualquier biblioteca.

La casa de los pintores, Rodrigo Muñoz Avia, 2019, Alfaguara.

“¿Qué estás mirando? 150 años de arte en un abrir y cerrar de ojos” de Will Gompertz

Desde el Impresionismo, Gauguin y Cézanne hasta el streetart de Bansky y el activismo político de Ai Weiwei pasando por todos los movimientos artísticos del último siglo y medio. Un entretenido e instructivo viaje por las motivaciones, retos y logros de cada período a través de lo expresado en sus manifiestos, lienzos, esculturas o instalaciones por figuras hoy ya indiscutidas y otras aún pendientes de ser reconocidas por algunos segmentos del público (artístico, académico o generalista).   

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Rara es la subasta en la que no se pagan decenas de millones por las obras de los autores impresionistas,  artistas a cuyas exposiciones acudimos en masa en cualquier lugar del mundo. Pero en su día tuvieron que buscarse un local para conseguir que sus óleos fueran vistos por el público ya que todas las instancias oficiales del París de la década de 1870 les negaban tal posibilidad por no seguir la pauta del estricto academicismo imperante. Los pocos que fuera de su círculo más íntimo vieron sus lienzos, consideraron a Van Gogh un loco inútil que malgastaba el óleo que aplicaba sobre sus telas. Poco tiempo después, la furia expresiva que manifestaban esas pinceladas se convirtió e uno de los motivos por los que el holandés ha sido desde entonces una de las figuras más destacadas e importantes de la historia de la pintura.

Son solo dos ejemplos con los que Will Gompertz  nos muestra cómo lo que hoy consideramos pasos consolidados de la evolución del arte, fueron en su momento ignorados, discutidos o despreciados. Una tónica que se ha seguido repitiendo cada vez que un artista proponía algo diferente, ya fuera innovando en cuanto a aspectos técnicos (integrando en las obras elementos de la vida cotidiana a la manera del arte conceptual), inspiracionales (tomando como propios los principios de la ciencia de la física como hacía el futurismo, o indagando en la antropología, he ahí el cubismo), intencionalidad (no solo estética, sino también política, valga como ejemplo el posmodernismo) o punto de vista (buscando otras caras de la realidad y no únicamente la de su lado más bello y socialmente amable, tal y como se propuso el expresionismo alemán).

Siglo y medio intenso, prolífico y enriquecedor, lleno de nombres –Picasso, Duchamp, Brancusi, Kandinsky, Pollock, De Kooning, Warhol, Lichtenstein,…- que admiramos, valoramos y respetamos hasta que llegamos a un hoy en que el arte no es una historia pasada, sino que es también un relato que sigue evolucionando y se está escribiendo en tiempo real.  Llegados a este punto, el que fuera director de la Tate Gallery se aventura a responder en qué momento de la historia del arte estamos. Con el mismo enfoque directo, divulgativo y relacional con que nos ha llevado hasta este último capítulo de ¿Qué estás mirando?, y sin las petulancias que muchas veces encontramos en escritos sobre este mundo, Gompert explica cómo hemos ido más allá del posmodernismo hasta situarnos en un punto en que muchas veces tenemos la sensación de que todo vale.

La combinación de capitalismo sin límites y ruido mediático en que vivimos ensucia y maquilla el presente a partes iguales haciéndonos creer que la creación e investigación artística se mueve hoy en día en base a las cotizaciones que consigue en las subastas y por su capacidad para generar titulares. Aspectos que tienen algo de cierto, pero que también son utilizadas por los autores actuales para llegar un poco más allá, ofrecer lo nunca conseguido antes e impactarnos tanto visual como intelectualmente. He ahí el transgresor Damien Hirst (el de los animales en formol), el certero Sheperd Fairey (universal su cartel de Barack Obama) o el siempre descarado Jeff Koons (aunque también despierte sonrisas amables con su Puppy a las puertas del Guggenheim de Bilbao). El arte sigue vivo y actuando como un perfecto espejo de quiénes y cómo somos y quizás por eso no nos gusta la imagen de paradoja, manipulación y sensacionalismo que nos devuelve.

La corrosión de “The square”

Esta película no retrata el mundo del arte, sino el de aquel que nos dice y cuenta qué es el arte. Dos horas y media de ironía, sarcasmo y humor grotesco en las que se expone la falsedad de esas personas que se suponen sensibles y resultan ególatras narcisistas.  Una historia que muestra entre situaciones paradójicas y secuencias esperpénticas el lado más ruin de nuestro avanzado modelo de sociedad.

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¿Qué es arte y cuál es su papel social? Generar placer estético, agitar conciencias, mostrar las múltiples realidades y puntos de vista del mundo en el que vivimos,… Pero, ¿quién decide lo que es arte? ¿Y con qué criterio? ¿Y por qué tenemos la impresión de que estos intermediarios resultan tan o más importantes que los creadores y los espectadores?  Quizás tenga que ver el hecho de que los primeros se alían con ellos para conseguir el dinero de los segundos –de la misma manera que estos lo hacen como peaje para conseguir estatus social- en un juego de parafernalias y personajismos que se engloban bajo términos como los de élite o filantropía.

Esas interrogantes que se responden con más preguntas son las que muestra The Square con sibilina precisión. Acercándose lo suficiente para hacernos ver todos los elementos que forman parte de la industria de las relaciones públicas y el marketing cultural y social, pero manteniendo también una distancia prudente para no caer en el dogmatismo de sentar cátedra. Un espacio en el que Ruben Östlund despliega una ácida inteligencia que lo mismo nos hace reír por lo absurdo y banal de lo que nos cuenta que en cuestión de segundos nos incomoda haciendo que nos planteemos si, a pesar de ser tan inteligentes como nos creemos, no somos, igualmente, tan absurdos, cínicos e interesados como los personajes que vemos en pantalla.

Un juego en el que el lujo y la elegancia presumen de autenticidad y falta de prejuicios cuando resultan ser todo lo contrario, son amigos del esnobismo que conlleva la autocensura que solo permite el ejercicio de las libertades individuales cuando éstas están dentro de los márgenes del status quo del grupo. Mientras tanto, buena parte del resto de la humanidad vive al margen de este mundo, preocupado por cuestiones como no pasar frío, tener algo que llevarse a la boca o contar con un techo bajo el que dormir. Personas que son utilizadas materialmente e ignorados espiritualmente por aquellos y que han de escuchar cómo estos dicen que su ánimo promocional de las artes tiene fines democráticos. Múltiples prismas de un guión que se mueve con el mismo equilibrio y tempo de un péndulo entre tres dimensiones, entre lo banal y lo trascendente, lo exquisito y lo vulgar, lo selecto y lo popular.

Un ritmo sosegado que permite que los acontecimientos hablen por sí mismos, exhibiendo el artificio de aquello que no es lo que dice ser y haciéndonos ser espectadores privilegiados de lo que puede haber tras la fachada de los templos del arte moderno y formatos como el happening, la performance, el videoarte o la instalación. Un “así se hizo” en el que sí que se visualizan los límites y se generan los debates que el lado oficial promulga pero que debido a su actitud burguesa, no solo no se atreve a proponer sino que los elimina de raíz cuando la situación se escapa de su control.

Un sabio navegar entre dos aguas –lo que es y lo que parece o se le niega ser- que The square realiza con mucha sutileza con tramas como la del teléfono móvil de Christian, secuencias como la cena de gala en el museo o los diálogos de la rueda de prensa, y contando en todo momento con la estupenda interpretación de Claes Bang.