Escrita en 1950, su autor parece meterle un gol por la escuadra a la censura, el inmovilismo y el miedo de su época. Tras los adolescentes ciegos que habitan el internado en el que tiene lugar la acción se vislumbra una sociedad que se niega a aceptar que hay otra realidad posible. Personajes bien definidos, diálogos ágiles y una historia muy bien evolucionada entre la frescura de la juventud y el rigor de las formas y los valores del primer franquismo.

La intención de Buero Vallejo (1916-2000) en su tercer texto no parecía ser realista. Dudo mucho que cualquier centro escolar de su tiempo, menos aún si estaba dedicado en exclusiva a un colectivo tan concreto como el de los discapacitados visuales, dispusiera de los medios y comodidades que propone en el aquí ideado. Presenta a la mayoría de sus personajes como adolescentes que están realizando el curso preparatorio para entrar en la universidad, pero al tiempo da a sus palabras y comportamientos entidad adulta. Y aunque hay divisiones y etiquetas distribuidas por sexos, también hay una proximidad física entre chicos y chicas, incluyendo besos, abrazos y manos entrelazadas, que resulta muy espontánea, casi inverosímil en el fragor del nacionalcatolicismo.
¿Qué se proponía Antonio y cómo consiguió que Luis Escobar estrenara esta obra en el Teatro María Guerrero? La respuesta es su simbolismo. Crea un mundo tan convincente, profundo y bien entramado, con una solidez que resulta difícil concebir que tenga otra dimensión, otras coordenadas en la que se desdobla. Su propuesta no es decidir entre buenos o malos, necios o inteligentes, sino si se tiene la capacidad para considerar o aceptar que, aunque se esté satisfecho o se asuma como suficiente lo que se tiene, hay coordenadas más completas.
Pero de igual manera, expone los límites morales que debe respetar aquel que pretenda convencer a sus conciudadanos. Por muy lógicos que sean sus argumentos, ha de entender que no todo el mundo está dispuesto a salir de su zona de confort, que no todos somos capaces de tolerar y convivir con cuanto conlleva la verdad.
Todo ello en un discurrir narrativo con buenas dosis de almíbar y naftalina, las exigidas por la anestesia del régimen, pero también con una atmósfera dramática muy lograda. Por el conflicto que plantea sobre tener o no el sentido de la vista y el uso que hacemos del lenguaje – ¿ciegos o invidentes? -. La duda existencialista de si quien ve entiende al que no ve, y viceversa. Y, sobre todo, si el mundo tal y como está planteado y gobernado permite la convivencia y el diálogo entre personas con visiones, intereses y actitudes diferentes.
Las siete décadas transcurridas desde su escritura nos permiten responder sin necesidad de instrucciones, pero ¿quién y cómo se daría cuenta de ello entonces? Probablemente solo aquel que se viera reflejado o que, además de ser suspicaz, tuviera la suficiente habilidad como para saber leer entre líneas. Algo así como estar a la altura de Buero Vallejo, difícil reto para quien contara con la extorsión de la fuerza, pero no con la empatía de la inteligencia.
En la ardiente oscuridad, Antonio Buero Vallejo, 1950, Austral Ediciones.
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