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10 montajes teatrales de 2020

El teatro es como ese navegante que, cueste lo que cueste, siempre se mantiene a flote. Te hace reír, llorar y pensar. Te abstrae, te incomoda y te sacude. Te saca de tus coordenadas y te arroja a las vicisitudes de mundos que ignoras, esquivas o desconoces. Te aporta y te da vida, te engrandece.  

«Prostitución». De la comedia cabaretera a la verdad del teatro documento y la exposición de la denuncia política. Un recorrido por historias, testimonios y situaciones que hemos escuchado, leído, comentado y banalizado muchas veces.

«Carmiña». Tras «Emilia» (Pardo Bazán) y «Gloria» (Fuertes), la tercera entrega de la Mujeres que se atreven de Noelia Adánez en el Teatro del Barrio puso el foco en otra gran escritora, Carmen Martín Gaite. Un personaje tan solvente como los anteriores, respetando su carácter único y dándole una solvente entidad dramática.

«Los días felices». Un texto que se esconde dentro de sí mismo. Una puesta en escena retadora tanto para los que trabajan sobre el escenario como para los que observan su labor desde el patio de butacas. Un director inteligente, que se adentra virtuosamente en la complejidad, y una actriz soberbia que se crece y encumbra en el audaz absurdo de Samuel Beckett.

«Curva España». El muy peculiar humor gallego de Chévere. Un particular “si hay que ir se va” que les sirve para elucubrar, imaginar y ficcionar la Historia (con mayúsculas) para dar con las claves que explican y ejemplifican muchas de nuestras incompetencias y miserias.

«Traición». Israel Elejalde convierte la construcción literaria y psicológica entre el silencio, los monosílabos, las interjecciones y las frases hechas de Harold Pinter en un sólido montaje con buenas dosis de amor y humor, pero también de corrosión y dolor.

«Con lo bien que estábamos». Qué arte, qué lujo y despiporre el de la Ferretería Esteban. Un espectáculo que suma esperpento, absurdez y espíritu clown. La atemporalidad de la tradición, de los clichés, los recursos y los guiños que si se manejan bien siguen funcionando.

«El chico de la última fila». Multitud de capas y prismas tan bien planteados como entrecruzados en una propuesta que juega a la literatura como argumento y como coordenadas de vida, como guía espiritual y como faro alumbrador de situaciones, personajes y aspiraciones.

«Un país sin descubrir de cuyos confines no regresa ningún viajero». La muerte es una etapa más, la última de la materialidad, sí, pero también la del paso a la definitiva espiritualidad, que en el caso del que se va no se sabe en qué consiste, pero para el que se queda adquiere denominaciones como legado, recuerdo, homenaje y honramiento.

«Talaré a los hombres de sobre la faz de la tierra». Activismo feminista y ecologista, dramaturgia, plasticidad, danza, crítica social y notas de humor en un montaje que va del costumbrismo al existencialismo en una historia que recorre nuestras tres últimas décadas.

«Macbeth». La obra maestra de William Shakespeare sintetizada en una versión que pone el foco en la personalidad y las motivaciones de sus personajes. Dos horas de función clavado en la butaca, sin aliento, ensimismado, seducido e hipnotizado por un elenco dotado para la palabra y la presencia.

«Los días felices» de Beckett, Messiez y Orazi

Un texto que se esconde dentro de sí mismo. Una puesta en escena retadora tanto para los que trabajan sobre el escenario como para los que observan su labor desde el patio de butacas. Un director inteligente, que se adentra virtuosamente en la complejidad, y una actriz soberbia que se crece y encumbra en el audaz absurdo de Samuel Beckett.

Abusamos del término surrealista, cuando en realidad debiéramos usar muchas veces el de absurdo. Confundimos como onírico e irracional aquello cuya lógica no entendemos o no conseguimos captar por mucho que nos empeñemos. El autor de Esperando a Godot fue un genio en este sentido, usando las palabras no solo para contarnos algo, sino también para estrujar nuestro estómago, presionar nuestro corazón y aporrear nuestra cabeza cuando nos exponemos a sus neuróticas y aparentemente incomprensibles propuestas.

Una enmarañada complejidad que Pablo Messiez trabaja -desde la escenografía, el sonido y la iluminación- hasta convertir en una experiencia tan inmersiva y sugerente -lo que importa es el trayecto, no el origen ni el destino- como la montaña de cascotes que cubre a Winnie, primero hasta el pecho, después hasta el cuello.

Una mujer de mediana edad, vestida con un palabra de honor, acompañada de su bolso y sin movilidad posible, pero dotada de una locuacidad sin par. De una oralidad que Fernanda Orazi convierte en un derroche de discurso y retórica que viaja libremente entre el psicoanálisis, el lacanismo y la elaboración gestáltica, entre la expresión libre, la indagación introspectiva y la búsqueda de un sentido que quizás no exista, o sí, pero que en cualquier caso no puede ser fijado en un concepto, un proceso o un objetivo con el que el hombre se sienta realizado.

Esta adaptación de Los días felices (obra escrita en 1960) embauca, atrae y conquista. Por la verborrea sin fin con que Winnie ahuyenta el silencio y absorbe el oxígeno. Por la manera en que retuerce la supuesta sencillez de su argumentario, llevándolo hasta un extremo en el que confluyen el vacío, la nada, la angustia y la ansiedad. Por la explosión gestual, tonal y la capacidad de trascenderse físicamente de la Orazi (“la” de diva, de grande, de ama, de dueña y señora del escenario). Por la barbaridad de lograr que durante la hora y media de función sus manos y su rostro -y después solo su rostro- nos atraigan e hipnoticen embaucándonos en una narrativa más vertical que horizontal, más de caída y descenso existencial que de progresión y avance.

Una lógica perturbadora marca Samuel Beckett perfectamente orquestada por Messiez, alcanzando y manteniendo a lo largo de toda la función ese difícil y delicado punto de equilibrio en el que es fiel al autor al que está adaptando, al tiempo que deja impreso su propio sello como director y cocreador de la representación a la que estamos asistiendo. Parece que no hay genio de la dramaturgia que se le resista a Pablo, ya sea Lorca (Bodas de sangre), Chejov (La otra mujer) o ahora Beckett. Quién iba a decir que después de la explosión corporal que fueron Las canciones, iba a llevarnos tan arriba, pero esta vez sin hacernos mover un ápice de la butaca.  

Los días felices, en el Teatro Valle Inclán (Madrid).

«La vida a ratos» de Juan José Millás

Surrealista, onírico, ¿irreal?, sincero, absurdo, neurótico y hasta un poco paranoico. Diario, autobiografía, transcripción psicoanalítica e, incluso, un poco de juerga y fiesta daliniana. En primera persona como manifiesto de sí mismo, para comprobarse en el reflejo del papel, para liberar al yo que nunca permite mostrarse en público. Tres años de terapia y escritura automática, pero también de juegos con el lenguaje y el sentido de la realidad.

Juan José Millás no es solo el autor de esta novela, también es su protagonista. Pero aunque ambos tienen el mismo nombre y apellido, quizás no sean la misma persona. Puede que el Millás personaje no sea más que un recurso del Millás autor para liberarse y practicar una escritura menos narrativa, aunque sin dejar de serlo, y más estilística de la que se podría esperar de un novelista. O quizás el altavoz Millás sea el Millás escritor que quiere seguir en la ficción pero esta vez se ha dado el capricho de emplear horas y horas gastando tinta o aporreando el teclado pensando en un único lector, él mismo.

O quién sabe, lo mismo lo que ha hecho en La vida a ratos es tratarnos como si fuéramos la psicoanalista a la que visita todas las semanas y contarnos todo aquello que ha supuesto nos relataría si estuviera tumbado en el diván de nuestra consulta. El resultado es algo que aúna el absurdo de lo que no siempre guarda una lógica que lo explique y mecanismos surrealistas como la irracionalidad de muchas de sus situaciones, la excusa onírica en que se encuadran otras tantas y la escritura automática con que se hilvanan.

Un cruce en el que no está claro dónde quedan la credibilidad, la verosimilitud y el realismo a la hora de contarnos lo que supuestamente le pasa en su día a día. De entrada sorprende, provocando incluso una amalgama de reacciones hasta enfrentadas por no tener la certeza de qué pretende Millás. Si mostrarse naif como resultado de su falta de pudor y de haberse liberado, con humor y sin miedo a rozar el patetismo, del filtro de las formalidades. Si liberarse de las convenciones y avanzar sin rumbo definido y dejarse sorprender por lo que le surja en el camino. Cabe pensar incluso si está construyendo un gran relato a base de microrrelatos en los que combina vivencia y reflexión, recuerdo e introspección, proyección y reinterpretación.

Pero según se suceden las jornadas de los algo más de tres años que abarca La vida a ratos, si nos liberamos de nosotros mismos como hace él, de nuestras exigencias de saber dónde estamos y a dónde vamos, qué se nos pide y qué se nos dará, qué tenemos y qué seremos. Si cuando nos surgen cualquiera de esas interrogantes optamos por ignorarlas, su lectura fluye de manera tan libre, alegre y espontánea como lo hace lo que le da título a su narración, la vida. Es entonces cuando comenzamos a ver que no hay diferentes Millás, sino distintas capas de uno mismo entre las que nos podemos adentrar para estar igual de cerca del hombre que es y siente que del que piensa y escribe y del que vive y se relaciona con su mujer, sus alumnos y sus amigos.

La vida a ratos, Juan José Millás, 2019, Editorial Alfaguara.

«Tebas Land», matar al padre

De la realidad de un asesinato a su interpretación literaria y posterior representación teatral. De lo que sucedió entre un padre y un hijo a su génesis familiar y sus consecuencias individuales. El texto de Sergio Blanco presenta una inteligente complejidad de planos temporales y conceptuales eficazmente expuesta por Natalia Menéndez en un viaje emocional en el que Israel Elejalde y Pablo Espinosa se desplazan con suma eficacia.

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El término parricidio lleva en sí mismo los procesos de acusación, juicio y sentencia. Implica un imputado al que presuponemos injusto con su progenitor y al que deseamos ver por siempre encerrado, alejado de nuestra sociedad, que no vuelva a tener posibilidad alguna de interactuar con nosotros. Un tema atemporal, como bien plantea Sergio Blanco con sus explícitas menciones a la tragedia de Edipo Rey, a la saga literaria de Los hermanos Karamazov y a la figura de Freud. De la misma manera que nos asusta y nos aterra, hay algo en la brutalidad del asesinato de un padre por su hijo que nos induce a asomarnos a sus coordenadas para intentar entenderlo y sentirnos libres de creer que podemos llegar a comportarnos de manera semejante.

Ese es el proceso que se vive en múltiples dimensiones en Tebas Land. Una muy obvia, la de los espectadores en el patio de butacas, aunque salpicada de instantes en que se nos hace saber que la acción puede saltar a nuestro espacio. Y otra totalmente poliédrica, la interpretada por Israel Elejalde y Pablo Espinosa, siendo en ocasiones el autor teatral que visita en la prisión a Martín, el joven que asesinó a su progenitor, y en otras el dramaturgo que junto a Federico pone en escena esta impactante, mediática y morbosa tragedia de nuestros días. Un cubismo dramático que hace del escenario un lugar en el que vemos simultáneamente cómo se gesta el teatro, los hechos que le inspiran, la intervención intelectual que le da forma textual y la puesta en juego de los recursos que hacen que tome dimensión artística.

Esos son los dos apasionantes viajes que se realizan de manera entrecruzada en este texto y función a medida que discurren las líneas del primero y los minutos de la segunda. Un recorrido de espejos, paralelismos y conexiones entre los progresivos niveles de conocimiento –de hechos y circunstancias- que vamos ganando y las cada vez más profundas dimensiones de la conciencia humana en las que somos inmersos. Haciéndolo no solo en el momento presente, sino tomando como referencias las bases del mito que sentó en su día Sofocles, la actualización que hizo siglo y medio atrás Dostoievsky demostrando su vigencia y el campo de batalla en que lo convirtió el psicoanálisis en su intento por explicar el funcionamiento de la mente humana.

Lo primero nos permite ver cómo la realidad es sintetizada, conceptualizada, modificada y transformada en el intento humano de comprenderla, comunicarla, representarla y retransmitirla, audiovisualmente incluso. Lo segundo nos demuestra que no debemos opinar sin saber, que antes de juzgar hemos de entender y que para llegar a comprender tenemos que conocer las claves que expliquen cómo se llegó al momento en que el ya adulto dio muerte a quien le engendró. Una catarsis que tiene también algo de místico y espiritual, de un gran movimiento energético, como es la experiencia teatral de asistir a la representación de este montaje de Tebas Land.

Tebas Land, en El Pavón-Teatro Kamikaze (Madrid).

Impresiones vienesas (II): en busca de sentido

Hace más de un año que leí “La libertad última”, novela de Michael F. Ryan en la que se cuenta el viaje que un periodista realiza a Viena a mediados de la década de 1990 con el encargo de entrevistar al psiquiatra y neurólogo Viktor Frankl. En un momento del relato se cuenta que una parada de muchos de los tours organizados por la ciudad es justo frente a su casa. Hasta ahí quieren llegar personas de muchos lugares del mundo para conocer el lugar en el que reside el autor de “El hombre en busca de sentido”, título en el que Frankl expone cómo sobrevivió varios años en un campo de exterminio nazi siendo capaz de verle aspectos positivos a lo que le ocurría allí cada día. Imitando ese momento de turistas de ficción, hoy he comenzado la jornada dirigiéndome al número 1 de Mariannengasse.

Apenas he tenido que caminar unos 10 minutos en dirección oeste desde el Ringstrasse –el anillo que rodea el centro histórico y cultural de Viena- para llegar a la que fuera su vivienda y despacho hasta su muerte en 1997. Mariannengase ha resultado ser una calle como cualquier otra en la que el número 1 tan solo destaca por contar junto a su puerta de entrada con dos placas, una que le recuerda y otra con el distintivo del Viktor Frankl Zentrum, lugar dedicado a dar a conocer su obra e impartir formación en logoterapia. Esta es la corriente psicológica iniciada por él y cuyos pilares son –reproduzco las palabras exactas de la web del Viktor Frankl Zentrum– “freedom to will, will to meaning and meaning in life”.

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Unos metros más allá, en el número 10 de la misma calle, me he acercado a ver la fachada de la “Clínica Alemana de Viena” de la que el doctor Frankl fue Jefe de Neurología desde 1946 hasta 1971. Confesaré que experimentar in situ a Viktor Frankl tal y como querían hacerlo los turistas en “La libertad última” ha sido uno de los motivos para venir hasta Viena. Han sido apenas unos minutos, vividos con sosiego, saboreados, sintiendo de manera concentrada lo que me sugirió la lectura hace ya casi dos años de “El hombre en busca de sentido” y la reflexiones a las que dio lugar, así como a las que ya tenía y que ayudó a evolucionar un poco más.

Intentaré sintetizar en unas líneas lo que me sugiere Viktor Frankl. Que la vida somos lo que sucede entre las personas, el contacto humano es lo que nos hace personas, y que la individualidad –cada uno en su grado- existe solo como preparación para el contacto colectivo positivo o como refugio de las interacciones negativas. Que todo lo que ocurre, por horrible e inhumano que sea o parezca –difícil matiz-, tiene su lado positivo, te enseña que a pesar de ellas la fuerza y las ganas de vida que cada uno llevamos dentro son casi siempre mayores que aquello que aparentemente va en contra de nuestro respeto y dignidad. Y esa fuerza de la vida no se debilitará sin mantenemos el respeto y la dignidad que nunca podemos perder, el que nos tenemos y sentimos por nosotros mismos.

Que también las vivencias positivas son fuente de crecimiento y no solo de deleite, te enseñan a través de aquellos que te las hacen sentir nuevos aspectos de la vida que hasta ahora no habías experimentado o no habías reparado. Que esta posibilidad de descubrir nuevos enfoques enriquecedores de lo que ahora mismo puedes estar viviendo en positivo es continua, no se agota. Si estás dispuesto y no te cierras a esta posibilidad, la vida te seguirá sorprendiendo y enriqueciendo en positivo.

Que la vida es hoy, que no se puede cambiar el pasado y hay que escucharlo para no dejarse atrapar por él, y que no podemos escapar del presente para ir a un futuro aún inexistente ya que este se construye en el presente, lo construyo yo en mi ahora. Un presente que algún día llegará a su fin, será el día de la muerte, acontecimiento que vivido en presente será un momento de sosiego y serenidad, de aceptación y recepción.

Probablemente no sea este un resumen muy preciso de los principios de la psicología de Viktor Frankl, pero hasta aquí soy capaz de llegar con mis habilidades redactoras en mi propósito por compartir estas ideas con vosotros. Abierto queda el debate de si son pautas con las que poder conseguir, alcanzar y/o mantener el equilibrio y el bienestar interior en los modos, formas y maneras de vivir la vida tan dispares que cada uno de nosotros tenemos.

Mirando atrás: Sigmund Freud

A unos quince minutos paseando desde allí está Bergasse 19, el lugar en el que durante muchos años pasó consulta Sigmund Freud y hoy museo para el conocimiento de su figura y sus propuestas –¿o debemos decir descubrimientos?- sobre el funcionamiento de la mente y el comportamiento -¿es lo mismo?- humano.

¿Cuánto sabemos de Sigmund Freud, sus ideas y el método del psicoanálisis? A la cabeza no me vienen más que generalidades escuchada en multitud de ocasiones: tumbarte en un diván y dejarte hablar sobre tu pasado hasta llegar a tu infancia, que todo está en el subconsciente y tiene relación con el sexo, que tus sueños lo dicen todo acerca de ti y que los demás pueden saberlo si saben interpretarlos correctamente,… ¿Es así? La verdad, yo no lo sé, no tengo ni idea, apenas he leído sobre él, y nunca uno de los títulos de los que él es autor. ¿Entonces? Supongo que algo de verdad habrá en todo lo que se dice, pero creo que muy mal interpretado por aquellos que lo hacen. Error de interpretación que –y aquí soy yo el que sin criterio alguno conjetura- quizás sea motivado por una ignorancia escudo de aquellos aspectos de su personalidad que no quieren poner sobre el tablero de la búsqueda de sentido y origen propuesto por Freud.

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Si 75 años después de su muerte (23 de septiembre de 1939 en Londres) y más de un siglo tras su primera obra (“La interpretación de los sueños”, 1899) sigue estando tan en boca de todos, por algo será. Y mientras a Viktor Frankl le he buscado para sentirle tras haberle leído, quizás a Sigmund he buscado sentirle primero antes de leerle y entender de qué se trata la división de toda persona en “el ego, el yo y el superyo” o en “consciente, preconsciente e  inconsciente”, o cuál es el papel que a su juicio representan las pulsiones sexuales en la vida y desarrollo de todos y cada uno de nosotros, de mí mismo o de ti que me lees, por ejemplo.

La visita al Museo Sigmund Freud, al piso en el que trabajaba, es un espacio reducido: el recibidor, la sala de espera (foto), la consulta y el estudio en el que escribía y leía. En la hora y media que allí he pasado he conocido algunos aspectos de su carrera como que en sus inicios como médico se quería dedicar a la investigación sobre los desórdenes de comportamiento –las llamadas “histeria”- o le dedicó tiempo a tratar de encontrar posibilidades sanadoras a la cocaína –lo que me recuerda lo comentado en la entrada de ayer en este blog sobre Sissi Emperatriz-. También he descubierto algunas aspectos de su personalidad que no conocía como que era apasionado de la arqueología (a su muerte dejó una colección de más de 4.000 piezas), entusiasta de los viajes (Reino Unido, Italia, Holanda, Francia, Croacia, Grecia y hasta EE.UU.) o que tuvo que dejar la ciudad en 1938 tras la anexión de Austria por el régimen nazi y que pudo hacerlo gracias a la intermediación de altas personalidades.

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A propósito de Freud, dos anécdotas del día de hoy. Desde primera hora han estado sonando insistentemente en mi cabeza unos segundos de la letra “Die another day”, canción de Madonna, esos en que dice “…Sigmund Freud, analyze this, analyze this…”. Y la segunda, me ha despertado una sonrisa ver en la pequeña librería del museo “El día que Nietzsche lloró” de Irvin D. Yalom, ficción sobre el supuesto psicoanálisis que Freud practicó con el filósofo alemán. De Yalom, también psicológo además de novelista, he visto en las estanterías otro título más que me anoto, “Lying on the couch” para seguir así conociendo su obra (en este mismo blog he hecho mención a “El problema Spinoza», “La cura Schopenhauer” o “Verdugo del amor. Historias de psicoterapia”).

Música

El resto del día lo he pasado guiado por la música. Antes de llegar a la casa de Viktor Frankl pasé por una de las ¡80! casas en que residió Beethoven durante los 35 años en que vivió en Viena. Y al final del día la fachada que miré fue la de la vivienda ocupada por Mozart durante dos años y medio de los once que aquí pasó. Entre medias vi la estrella en el suelo de la plaza Karajan dedicada a Richard Strauss y conocí el busto de Gustav Mahler realizado por Rodin durante el recorrido por las diferentes áreas del majestuoso edificio de la Ópera (1861-1869) construido en pleno momento de esplendor arquitectónico vienés.

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¿Se puede imaginar más sentido –llámese felicidad- que el que pudiera sentir, por ejemplo, Johann Strauss (hijo) al escuchar su vals “El Danubio azul” interpretado por una orquesta de hasta 150 intérpretes para los 2.200 ocupantes de esta sala entre su patio de butacas, tres pisos de palcos, uno de balconada y otro de paraíso? Solo se me ocurre recordar la primera vez que yo lo escuché hace ya muchos años y soñar con estar sentado en una de las butacas de esta ópera la próxima vez que lo interpreten.