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«No sé decir adiós»

Un triángulo familiar auténtico, creíble de principio a fin, gracias a un guión muy bien trazado y una dirección eficaz que podrían haber sido conseguido una historia aún más profunda si hubieran afinado matices e indagado en detalles en los que no entran. Por el lado positivo tres personajes, dos hermanas y un padre, muy planteados, tanto individual como relacionalmente, como brillantemente interpretados por Nathalie Poza, Lola Dueñas y Juan Diego.

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La cara es el espejo del alma y eso es lo que tiene esta cinta de Lino Escalera. Los rostros de Poza, Dueñas y Diego son el verdadero elemento conductor, más allá de lo que se esté narrando, son sus miradas las que nos transmiten qué está ocurriendo en el mar de fondo del interior de cada uno de ellos. En el momento en que se vislumbra el fin de la vida del padre queda patente que ese terreno no es tan individual como ellas se creen, los lazos biológicos, los paterno-filiales y los fraternales están ahí, haciendo que se tengan en cuenta mucho más de lo que se creen.

Nathalie y Lola son diferentes, pero no tan opuestas como podría parecer. La primera marchó a Barcelona y se convirtió en una ejecutiva agresiva e independiente, la segunda se quedó en el pueblo almeriense natal formando una familia que convive y comparte negocio con su padre. El aviso de la muerte lo trastoca todo y lo que hasta un segundo antes parecía que había sido construirse su propio camino ahora se asemeja más una huida en falso; de igual manera que haber permanecido en el hogar familiar quizás no fue la opción cobarde y conservadora que cabría interpretar después de tantos años. Y entre ellas, junto a ellas y por encima de ellas un padre a la antigua usanza, árido y agrio, pero inexpresivamente aferrado y silenciosamente comprometido con aquello con lo que se siente unido.

Esta es la sólida base sobre la que se construye No sé decir adiós. De mar de fondo la cuestión existencial de cómo afrontar la muerte, unida a otra más cercana y con la posibilidad de planteárnosla cada día, la de qué estoy haciendo con mi vida, qué sentido le estoy dando y, sobre todo, ¿me hace feliz? Preguntas que en ningún momento se verbalizan, pero que es patente que están ahí, encerradas, ebullendo en el pecho de estas dos mujeres y este hombre incapaces de verbalizar y compartir los sentimientos que se provocan.

En la traducción de ese universo interior es donde se echa en falta que el guión y la dirección hubieran afinado un poco más. Lo convierten en momentos de silencio formal de gran potencia, dando como resultado unos austeros y magnéticos primeros y medios planos de los tres intérpretes, pero que en ocasiones resultan más estéticos –los encuadres de cámara son siempre de lo más certero- que expresivos. Sin embargo, no se perciben como vacíos, gracias al soberbio trabajo protagonista de Nathalie Poza, extensible a la labor como secundarios de Lola Dueñas y Juan Diego, y a la total y absoluta química entre ellos cuando comparten plano.