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«El sexo de los ángeles» y el exceso de Terenci Moix

La leyenda dice que en la Barcelona de finales de la década de los 60 tuvo lugar una eclosión literaria que rompió las reglas y tradiciones del régimen y dio lugar a un movimiento no solo cultural y social, sino también político e identitario. Con ese mar de fondo, Terenci Moix escribió con su extraordinario verbo, fina pluma y ácido espíritu una ficción –excesiva, inconmensurable, casi indigesta- en torno a un misterioso escritor que le sirve para poner patas arriba a la industria editorial y no dejar títere con cabeza en el repaso de los personajes que la pueblan.

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Lleonard Pler era rubio, aunque hay quien le recuerda como moreno. Para unos era apuesto, elegante y formal, otros dicen que exhibicionista, carnal y provocador. Su fallecimiento ha sido el paso que necesitaba para convertirse en un mito, justo lo contrario que le hubiera pasado de haber seguido viviendo, según los más críticos con su figura que le consideraban indigno de la atención y el reconocimiento que habían hecho de él el icono de la Barcelona literaria del cambio de década. Adorado por las mujeres y venerado por los hombres, deseado por las heterosexuales y suspirado por los homosexuales. Él se dejaba querer y se acercaba a todos, provocando calor, envidias y comentarios de todo tipo, no dejando a nadie indiferente.

Pudiera ser que Pler fuera un alter ego de Terenci o una recreación de sus más diversas fantasías (literarias, eróticas, sexuales,…), pero en cualquier caso es mucho más que eso. Es el epítome de un tiempo y un lugar, una ciudad y un momento de totum revolutum y una efervescencia de pasado gris, presente colorido y futuro psicodélico en el que la ciudad Condal -y por extensión, Cataluña- estaba empeñada en encontrar su sitio político, social y cultural en el mundo. Viéndose lejos de la gris y rancia Madrid, admirando la modernidad y atrevimiento de Londres y sintiéndose hermana de referentes estéticos y espirituales como Venecia.

Y a todo esto, ¿cuál es entonces El sexo de los ángeles? ¿Qué hace que lo que leamos sea literatura o un libro sin más? ¿Qué hace de un escritor un artista, un creador, o un simple trabajador de la palabra? ¿Por qué los hay que se ganan la vida con ello, siendo admirados por el público y alabados por la crítica y otros que a pesar de ser buenos no pasan de pobres y muertos de hambre? ¿De qué lado estaba Lleonard? ¿Y por qué? ¿Dónde acababa la persona y comenzaba el personaje?

Preguntas, cuestiones, interrogantes, adivinanzas y dilemas a lo largo de 550 páginas que se sienten como callejones sin salida, carreteras sin dirección o claustrofóbicas composiciones visuales de Escher, de las que sales para volver a entrar una y otra vez. Metáforas socorridas para definir una narrativa que se hace apabullante por su falta de señales que te indiquen cuál es el retrato que se está construyendo. Su lectura es como el símbolo del infinito, una elipse que vuelve una y otra vez al punto de inicio, convertida en un bucle de verborrea que a la par que irónica y sarcástica resulta casi demente por su abigarrada saturación, excesiva intensidad e hipérbole continua. Eso que fue su seña de identidad en títulos como Garras de astracán, Chulas y famosas o Venus Bonaparte, aquí, querido Terenci Moix que estás en los cielos, se te fue de las manos.

«Tiny Alice» de Edward Albee

La oferta de una gran cantidad de dinero a la iglesia pone al descubierto un doble entramado de relaciones en el que no queda claro cuáles son los propósitos ni los motivos. Poder, juego, fé espiritual, dominación y sometimiento a merced y espaldas de la verdad y las convicciones personales en una propuesta escenográfica digna de Escher y unos diálogos intrigantes a caballo entre el misterio y la filosofía existencial.

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La provocación es continua desde la primera escena. De fondo dos pájaros machos, dos cardenales, encerrados en una jaula en total compenetración. Delante de ellos dos hombres, antiguos compañeros de clase, que se desprecian hoy –el uno como autoridad eclesiástica y el otro como abogado- al igual que entonces. A continuación una casa en la que su protagonista femenina simula ser primero una anciana y después revela que hubo un tiempo que tuvo una relación íntima con el que hoy es su mayordomo y que ahora la mantiene en calidad de amante con su gestor.

El personaje que falta es Julián, un religioso no ordenado, célibe, fiel cumplidor de su papel y convicción como siervo de Dios al servicio de aquellos que le reclaman, primero el Cardenal y a continuación los habitantes de la residencia a la que es enviado a recibir una donación de millones de dólares. El será el elemento del que todos se servirán y al que todos utilizarán, tanto para atacarse entre ellos como para su propia satisfacción personal.

Ese es el peligroso juego de relaciones y exposición de valores que Edward Albee despliega a lo largo de tres actos en los que la tensión aumenta sin parar hasta poner en riesgo la vida de sus habitantes. Cuando las conversaciones se tornan crípticas, los comportamientos abandonan la corrección de las formalidades y son ellos los que nos demuestran cuál es el verdadero leit motiv de cuanto está ocurriendo. Hay en el ambiente más elementos de los que se ven, pero no se muestra la verdadera naturaleza de la relación existente entre ellos, lo que hace que el desconocimiento del lector/espectador torne en inquietud y este mute posteriormente en angustia y ansiedad.

Un proceso también individual y cuyo mayor exponente es el mencionado Julián. El hombre que se retiró durante un tiempo de la vida cotidiana porque el Dios que le decían existía en ella era una entelequia y no una realidad espiritual, una búsqueda que le generó la paradoja de desconectar con lo que era real para poder encontrarle.  Por eso ahora duda de en qué plano existencial está, si en ese en el que existe Dios y los hombres y mujeres actúan incoherentemente o aquel en el materialismo se camufla tras una falsa espiritualidad.

Tiny Alice fue la primera obra que Albee estrenó tras el éxito de ¿Quién teme a Virginia Woolf? Y al igual que en sus primeros textos (The zoo story o The american dream), profundiza en ella sobre cuáles son los motivos que unen a las personas, la diferencia entre las complementariedades y las dependencias, así como la caída al abismo cuando nos abandona el equilibrio y la neurosis acampa en nuestras mentes.

Constant (1920-2005) en el Museo Reina Sofía

Durante 20 años este holandés trabajó insistentemente en una propuesta con la que construir un “modelo alternativo de sociedad” a través de maquetas, dibujos, collages,… Sin embargo, en su obra hay también un antes y un después con una pintura llena de creatividad, ingenio y fuerza a raudales a partir de nombres como Picasso o Goya. Para la posteridad quedan muchas de sus ideas, bocetos, diseños y maquetas convertidas en arquitecturas reales y escenarios de futuro recreados por el cine.

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En sus inicios Constant militó en el grupo CoBrA, ese intento de varios artistas de Copenhague, Bruselas y Amsterdam por hacer de la creatividad de los niños y la espontaneidad del arte antiguo el leit motiv de los nuevos tiempos. Apenas tres años (1948-51) en los que los óleos de este holandés –en los que vemos ecos del “Guernica” de Picasso y del “Aidez l’Espagne” de Miró, ambos de 1937- se convirtieron en altavoz de la barbarie que son todos los conflictos bélicos.

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En su búsqueda de nuevos retos, comenzó a imaginar espacios e intervenciones sobre el medio a los que daba forma utilizado elementos nada convencionales hasta entonces como el metacrilato. A medio camino entre el arte de la escultura y la artesanía de las maquetas, son piezas de una gran interactividad con su entorno a través de los juegos de sombras con las fuentes de luz de los lugares en los que se exponen y de sus elementos de color. Juegos formales que con el tiempo se han convertido en realidades, como puede verse en la comparación entre su “Nebulosa” (1968) y el puente Joyce que Calatrava diseñó para la ciudad de Dublín (1998-2003).

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Así fue como Constant estuvo durante más de dos décadas trabajando en el proyecto “Nueva Babilonia”, una combinación entre fines artísticos y estéticos, sociales y políticos con el fin de construir un mundo con principios como los de pragmatismo, humanismo y comunicación. Una utopía en la que el espacio estuviera al servicio de las personas, que fuera adaptable y modulable no solo a sus necesidades de un momento concreto, sino también al cambio y evolución que estas experimentaran. Ideas que materializó en un sinfín de dibujos, fotomontajes, maquetas e intervenciones sobre planos de una manera estrictamente manual, sin contar con los avances que tenemos décadas después como los programas de diseño gráfico o las impresoras 3D. Esto hace aún más impresionantes sus propuestas, como esta en la que juega con dejar diáfano y libre por sus cuatro caras el bajo de un gran edificio, algo que quizás inspiró a la italo-brasileña Lina Lo Bardi para su diseño del Museo de Arte de Sao Paulo inaugurado en 1968.

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O las que inspiradas en Escher o jugando a construir laberintos, aún no se han convertido en un urbanismo real, pero parecen haber sido la base sobre la que se han creado mundos cinematográficos como el de Tomorrowland (2015).

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Constant volvió posteriormente a la pintura, soporte en el que dio nuevamente rienda suelta a su expresividad para trasladarnos su visión de una humanidad violenta, cruel y dañina. Su insurrección de 1985, con el eco de las revueltas de la comuna parisina de 1871, tiene tras de sí “Los fusilamientos del 3 de mayo” de Goya.

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Estas son tan solo algunas de las muchas lecturas y evocaciones que sugieren tanto la vida y obra de este artista como el montaje de la exposición organizada conjuntamente por el Museo Reina Sofía y el Gemeente Museum de La Haya junto con la Fundación Constant.

«Constant. Nueva Babilonia«, hasta el 29 de febrero en el Museo Reina Sofía (Madrid).