En «El zoo de cristal» Tennesse Williams construye una historia sencilla con absoluta autenticidad basándose para ello en una expresividad de niveles máximos, conseguida a través de la emocionalidad de los diálogos de sus personajes. Amanda, Tom, Laura y Jim hablan tal y como sienten, no como piensan. Esto es lo que nos atrapa, convierte en registro verbal el cómo sentimos, algo que en realidad tan pocas (o ninguna) vez llegamos a hacer, nos moderamos, nos modulamos, nos reprimimos,…, pero rara vez dejamos que el lenguaje se ponga al servicio de nuestras emociones verdaderas, sino que las reformulamos bajo el maquillaje de nuestra retórica personal.
Unamos a esto su narrativa. El momento concreto en que se nos presenta la historia y los personajes tiene una construcción que va más allá de las anotaciones del libreto. Dicha construcción debió quedarse en la cabeza (o en las anotaciones personales) de Tennessee Williams y es la que que marca la evolución tan fluida de la historia, de la individualidad de cada personaje y de su conjunto a través de la red de relaciones existentes entre todos ellos. Es la que nos hace crecer como espectadores/lectores, al ver avanzar «El zoo de cristal» no sólo leemos el texto que tenemos en las manos sino que integramos en él su «pre-texto», el pasado de sus personajes y de la evolución de sus relaciones. Y todo esto con una sutileza máxima, la historia no se ha parado para llevarnos a su pasado, sino que este se ha integrado como manera con la que hacerla evolucionar en su presente (el que estamos viviendo como lectores o espectadores).
Un texto completo, que incluso cuando acabamos de leer/ver representado no supone su fin. Nos ha inoculado su atmósfera, su esencia. Los personajes y la historia de «El zoo de cristal» ya no son una creación de Tennessee Williams, sino una (re)creación nuestra como espectadores, los hemos hecho nuestros. Nos hemos convertido en testigos, o incluso en actores sin líneas de esta historia. ¿Se le puede pedir más al teatro?
(imagen tomada de amazon.es)
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