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«Ricardo III», procaz, gamberro, actual

Para casi todo lo que nos pasa y vivimos hay un título de Shakespeare al que acudir y comprobar la certeza y atemporalidad de su análisis sobre el comportamiento. Miguel del Arco y Antonio Rojano desmenuzan su texto para llenarlo de referencias de nuestros días, pero sin dejar de lado esa realidad nefasta que resulta de la unión de una ambición desmedida, la erótica del poder y la falta total y absoluta de escrúpulos.

Llegar a la cumbre dejando en el camino un reguero de sangre y de cadáveres. Argumento que hemos visto muchas veces en la Historia y que Shakespeare plasmó en esta tragedia escrita a finales del s. XVI. Una propuesta narrativa que de manera más o menos figurada sigue articulando muchos relatos, basta con abrir las páginas de cualquier periódico y leer el camino seguido por muchos de nuestros líderes políticos hasta llegar a la cúspide de las pirámides de los partidos, administraciones o instituciones que dirigen. Del Arco y Rojano no apuntan a ninguno en concreto, pero sí que nos lanzan guiños sobre la actualidad -Franco, la Monarquía o los medios de comunicación- que ejercen de puente entre la ficción representada en el escenario y la mochila de realidad que cada espectador lleva consigo en el patio de butacas.

Apuntes aparentemente espontáneos -pero con una coherente profundidad cuando se van sumando y uniendo- manejados con una agilidad y frescura que convierte su falta de pudor en una desvergonzada diversión con una inteligente procacidad. Porque, ¿dónde está el límite? ¿En el escándalo de los abusos físicos y psicológicos que se explicitan? ¿En la provocación que eso supone para nuestro sistema de valores? ¿O en el atentado al status quo de nuestra sociedad que suponen los medios sin escrúpulos -extorsión, asesinato- de los que se sirven en ocasiones quienes dicen o pretenden gobernarnos?

Preguntas que ni Shakespeare ni Del Arco ni Rojano explicitan, pero que el segundo nos lanza levantando un montaje en el que lo despiadado, lo grotesco y lo mordaz se suceden sin mayor orden y concierto que el de los impulsos de un aspirante al trono sin moral ni principios. Un Ricardo III encarnado por un Israel Elejalde histriónico e irritante, a diferencia de aquel zorro lleno de astucia que interpretó Juan Diego años atrás en el Teatro Español, al que dota de su característica presencia y capacidad corporal manifestada tanto en trabajos clásicos (valga recordar el Hamlet en el Teatro de la Comedia en el que también estuvo dirigido por Del Arco) como contemporáneos (La clausura del amor, Ensayo…).

Junto a él, una serie de secundarios entre los que destacan a Alejandro Jato (qué brío el suyo), Manuela Velasco (buena actriz camino de ser una grande) y Verónica Ronda (haciendo suyas las tablas cada vez que las pisa). Todos ellos envueltos por una iluminación que transmite a la perfección esa atmósfera en la que el objetivo es más sentir y percibir que ver y notar. Un ambiente en el que Miguel Del Arco se sirve tanto de la caracterización de algunos de sus intérpretes como de ciertos elementos escenográficos para alcanzar ese punto de irreverencia gamberra que completa el círculo de su propuesta.

Ricardo III, en el Teatro Kamikaze (Madrid).

«No sé decir adiós»

Un triángulo familiar auténtico, creíble de principio a fin, gracias a un guión muy bien trazado y una dirección eficaz que podrían haber sido conseguido una historia aún más profunda si hubieran afinado matices e indagado en detalles en los que no entran. Por el lado positivo tres personajes, dos hermanas y un padre, muy planteados, tanto individual como relacionalmente, como brillantemente interpretados por Nathalie Poza, Lola Dueñas y Juan Diego.

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La cara es el espejo del alma y eso es lo que tiene esta cinta de Lino Escalera. Los rostros de Poza, Dueñas y Diego son el verdadero elemento conductor, más allá de lo que se esté narrando, son sus miradas las que nos transmiten qué está ocurriendo en el mar de fondo del interior de cada uno de ellos. En el momento en que se vislumbra el fin de la vida del padre queda patente que ese terreno no es tan individual como ellas se creen, los lazos biológicos, los paterno-filiales y los fraternales están ahí, haciendo que se tengan en cuenta mucho más de lo que se creen.

Nathalie y Lola son diferentes, pero no tan opuestas como podría parecer. La primera marchó a Barcelona y se convirtió en una ejecutiva agresiva e independiente, la segunda se quedó en el pueblo almeriense natal formando una familia que convive y comparte negocio con su padre. El aviso de la muerte lo trastoca todo y lo que hasta un segundo antes parecía que había sido construirse su propio camino ahora se asemeja más una huida en falso; de igual manera que haber permanecido en el hogar familiar quizás no fue la opción cobarde y conservadora que cabría interpretar después de tantos años. Y entre ellas, junto a ellas y por encima de ellas un padre a la antigua usanza, árido y agrio, pero inexpresivamente aferrado y silenciosamente comprometido con aquello con lo que se siente unido.

Esta es la sólida base sobre la que se construye No sé decir adiós. De mar de fondo la cuestión existencial de cómo afrontar la muerte, unida a otra más cercana y con la posibilidad de planteárnosla cada día, la de qué estoy haciendo con mi vida, qué sentido le estoy dando y, sobre todo, ¿me hace feliz? Preguntas que en ningún momento se verbalizan, pero que es patente que están ahí, encerradas, ebullendo en el pecho de estas dos mujeres y este hombre incapaces de verbalizar y compartir los sentimientos que se provocan.

En la traducción de ese universo interior es donde se echa en falta que el guión y la dirección hubieran afinado un poco más. Lo convierten en momentos de silencio formal de gran potencia, dando como resultado unos austeros y magnéticos primeros y medios planos de los tres intérpretes, pero que en ocasiones resultan más estéticos –los encuadres de cámara son siempre de lo más certero- que expresivos. Sin embargo, no se perciben como vacíos, gracias al soberbio trabajo protagonista de Nathalie Poza, extensible a la labor como secundarios de Lola Dueñas y Juan Diego, y a la total y absoluta química entre ellos cuando comparten plano.

Ricardo III es Juan Diego


RicardoIII

Quizás está todo dicho sobre Shakespeare, genio en el resultado, maestro en la forma y universal en el fondo, en la exposición de los motivos que mueven a sus personajes y crean sus historias. El ansia de poder es una de esas motivaciones, un anhelo que no entiende de justicia ni de derechos, sino de soberbia y juego sucio, capaz de todo, de lo que sea y como sea, sin respeto alguno por la dignidad y la integridad humana.

Desde hace semanas, cada tarde en el Teatro Español, se abre el telón y a la par que cae la noche, con las luces débiles y todo en penumbra, aparece un personaje envidioso, un aspirante a monarca receloso de todo y de todos desde hace casi cuatro siglos. Un personaje que nos produce repulsión por sus andares de maleante, su mirada retorcida y nunca a los ojos, sus proposiciones sin escrúpulos y su lenguaje ácido e irrespetuoso con todo y todos cuantos le rodean. Y mientras Ricardo III se cree que lo puede todo en el reino de Inglaterra a pesar del temor y rechazo que provoca en los suyos con su endeble caminar y su agrio lenguaje, Juan Diego se hace dueño y señor de un patio de butacas a rebosar que cae rendido ante su interpretación.

Su actuación sí que cuenta con el absolutismo que quisiera para sí Ricardo III, las dos horas de función son un recital de maestría por su parte. No hay quiebro, ironía, matiz, miedo, exceso, capricho o escondite del personaje creado por Shakespeare que se le escape al actor sevillano. Todo lo contrario, él lo desnuda y lo hace realidad en un continuum que arrastra consigo al montaje técnico y actoral de estos “Sueños y visiones del Rey Ricardo III”. La magia de su trabajo hace que lo que podría restarle brillantez no lo logre, como es una escenografía que parece no ser tal al quedarse reducida tan solo a unos juegos de luces y proyecciones entre oscuridades; o el correcto recitar, aunque sin brillo maestro, del resto del reparto, a pesar del silente potencial en bruto pidiendo más de las grandes Terele Pávez,  Asunción Balaguer y Ana Torrent. Sin embargo, esto no resta ni pesa sobre Juan Diego, sino que hace más evidente los méritos de su protagonismo y la genialidad de su interpretación.

El pasado 14 de diciembre al acabar la función, con todos los espectadores  en pie aplaudiendo a Juan Diego por su derroche y su 72 cumpleaños él tuvo unas palabras que de manera aproximada recuerdo así: “Hoy ha sido uno de esos días en que los que hemos estado sobre las tablas hemos sentido la magia maravillosa del teatro, cuando escenario y patio de butacas se funden todo en uno, y este lugar se llena de una energía tremenda y especial bajo la quedamos unidos actores y espectadores. Hoy es de esos días en que esa profesión merece realmente la pena, en que se ve el valor de la cultura, a pesar de los tiempos que vivimos en donde esta es tan pisoteada y maltratada por los que nos gobiernan.”

Shakespeare escribió una obra que recoge con deslumbradora naturalidad lo despiadado que puede llegar a ser el hombre, ver a Juan Diego en el escenario del Teatro Español representando a Ricardo III es una buena manera de tomar conciencia sobre lo bárbaro que puede llegar a ser un hombre en el mal, así como de reflexionar sobre su grandeza cuando se propone compartir y ofrecer sus cualidades y capacidades.

«Sueños y visiones del rey Ricardo III», hasta el 28 de diciembre en el Teatro Español (Madrid).