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«Tiny Alice» de Edward Albee

La oferta de una gran cantidad de dinero a la iglesia pone al descubierto un doble entramado de relaciones en el que no queda claro cuáles son los propósitos ni los motivos. Poder, juego, fé espiritual, dominación y sometimiento a merced y espaldas de la verdad y las convicciones personales en una propuesta escenográfica digna de Escher y unos diálogos intrigantes a caballo entre el misterio y la filosofía existencial.

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La provocación es continua desde la primera escena. De fondo dos pájaros machos, dos cardenales, encerrados en una jaula en total compenetración. Delante de ellos dos hombres, antiguos compañeros de clase, que se desprecian hoy –el uno como autoridad eclesiástica y el otro como abogado- al igual que entonces. A continuación una casa en la que su protagonista femenina simula ser primero una anciana y después revela que hubo un tiempo que tuvo una relación íntima con el que hoy es su mayordomo y que ahora la mantiene en calidad de amante con su gestor.

El personaje que falta es Julián, un religioso no ordenado, célibe, fiel cumplidor de su papel y convicción como siervo de Dios al servicio de aquellos que le reclaman, primero el Cardenal y a continuación los habitantes de la residencia a la que es enviado a recibir una donación de millones de dólares. El será el elemento del que todos se servirán y al que todos utilizarán, tanto para atacarse entre ellos como para su propia satisfacción personal.

Ese es el peligroso juego de relaciones y exposición de valores que Edward Albee despliega a lo largo de tres actos en los que la tensión aumenta sin parar hasta poner en riesgo la vida de sus habitantes. Cuando las conversaciones se tornan crípticas, los comportamientos abandonan la corrección de las formalidades y son ellos los que nos demuestran cuál es el verdadero leit motiv de cuanto está ocurriendo. Hay en el ambiente más elementos de los que se ven, pero no se muestra la verdadera naturaleza de la relación existente entre ellos, lo que hace que el desconocimiento del lector/espectador torne en inquietud y este mute posteriormente en angustia y ansiedad.

Un proceso también individual y cuyo mayor exponente es el mencionado Julián. El hombre que se retiró durante un tiempo de la vida cotidiana porque el Dios que le decían existía en ella era una entelequia y no una realidad espiritual, una búsqueda que le generó la paradoja de desconectar con lo que era real para poder encontrarle.  Por eso ahora duda de en qué plano existencial está, si en ese en el que existe Dios y los hombres y mujeres actúan incoherentemente o aquel en el materialismo se camufla tras una falsa espiritualidad.

Tiny Alice fue la primera obra que Albee estrenó tras el éxito de ¿Quién teme a Virginia Woolf? Y al igual que en sus primeros textos (The zoo story o The american dream), profundiza en ella sobre cuáles son los motivos que unen a las personas, la diferencia entre las complementariedades y las dependencias, así como la caída al abismo cuando nos abandona el equilibrio y la neurosis acampa en nuestras mentes.

“Tan solo el fin del mundo” de Jean-Luc Lagarce

Muchas voces unidas en un único discurso. Una genialidad que amalgama lo que se dijo, lo que se recuerda, lo que se pensó, se escuchó y se interpretó. Todo a la vez, como una cacofonía sordamente ruidosa, pero con un eco que retumba y te atraviesa sin dejarte escapatoria. Un texto brutal, una bofetada en la cara, un estrangulamiento en la boca del estómago, un campo de lucha en el que no hay más salida que el hacerle frente.

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En esta familia se comparte mucho más de lo que ellos creen, están más unidos de lo que están dispuestos a reconocer. Da igual que el hijo mayor lleve doce años fuera de casa y sin apenas contacto con su madre y sus dos hermanos. El vínculo es tan fuerte que no pasa un segundo de sus vidas en que no se tengan en cuenta. Su vuelta a casa con la intención de decirles que va a morir hace patente la invisible tela de araña que les une en una red de dolor y culpa, ira y desgarro, sin saber ya ni cuándo ni por qué comenzó ese fluir de energía hiriente y destructiva, pero al tiempo endemoniadamente identitaria. Odian lo que son, pero todo eso que desprecian es lo que les vincula.

El afecto tiene forma de desprecio y la impotencia se manifiesta como insultos no pronunciados, el cariño y el sentido del tacto no se encuentran, el respeto tiene múltiples fisuras. Una tensión y un resquebrajamiento que suponen a la vez el equilibrio que les da el suelo que pisan. Un lugar en el que el amor está pero no se le espera, lo desean y lo tocan, pero se les va de las manos, están llenos de él, pero no fluye, le falta oxígeno, está sucio, estanco, corrompido.

Un maremágnum en el que lo emocional lleva una dirección y lo corporal otro, cuanta más quietud, más cerca de la explosión. Y sin embargo, un a punto que nunca termina de llegar, una inacción que supone un desgaste brutal, que pone al cuerpo y a la mente al borde del abismo, borrando las fronteras entre el vivir y el morir.

Lo que Jean-Luc Lagarce escribe es un ejercicio de superación impresionante, convierte el lenguaje en un medio con el que llegar a lugares interiores –solitarios unos, compartidos otros con aquellos con los que tenemos lazos inevitables- cuya existencia no queríamos reconocer porque supone poner a la luz todo lo que escondemos, dar voz a lo enmudecido, liberando de su armadura –cuyo peso es ya superior a la protección que otorga- a lo que siempre hemos estado defendiendo, nuestra dolida, herida y castigada vulnerabilidad.

Tan solo el fin del mundo es algo más que una ficción teatral, es una performance literaria con la que únicamente se puede conectar si se empatiza con ella y transitamos ese pasaje interior que es el de abrirse en canal, descargarse del dolor ya sufrido y sentir la dificultad de saberse más ligero. De dejar atrás el confort del miedo y los límites conocidos y arriesgarse a conquistar lo que está lejos de nosotros solo porque hasta ahora no hemos sido capaces de acercarnos a ello.

Desconcierto, provocación y abismo: “La pianista” de Elfriede Jelinek

LaPianista

Además del interés de la trama de esta novela, hay otro motivo para iniciar su lectura, el viaje por el lado salvaje de la condición humana que proponen sus páginas. En él las personas son animales, bestias. No hay humanidad alguna, la esencia se reduce a lo primario. La inteligencia y capacidad racional de cuantos habitan y pasan por la Viena de estas páginas tiene como objetivo alimentar sus rasgos y comportamientos primarios. “La pianista” es una hija gobernada de manera absolutista por una madre ególatra, una mujer obsesionada con conseguir la pulcritud supra humana de cada instante, un cuerpo carcelero y proxeneta de sus deseos y sus pulsiones.

Las precisas palabras, el tono asertivo y la rítmica y trenzada secuencia de acciones, diálogos y descripciones crean un universo asfixiante en el que no es posible respirar otro aire que el del tóxico e inexpugnable triángulo formado por la pianista, la madre y el alumno de la primera, así como del entorno en el que se desarrollan sus vidas. Un mundo aparentemente enfermizo bajo los cánones de las apariencias y de la convencionalidad, pero expresado sabiamente por Jelinek con la naturalidad de la inevitabilidad, presentado como el ambiente propio y sin alternativa de la vida humana.

Décadas después de que su compatriota Freud hablara desnudamente de los comportamientos sexuales, de sus posibles motivaciones y sentidos, la Premio Nobel de 2004 retrata un mundo donde estos son más que motor y medio de expresión individual, resultan ser un código de comunicación universal. Ese es el abismo al que es arrastrado el lector, un reto de desconcierto y provocación en el que te asaltarán interrogantes a los que quizás no quieras encontrar o dar abiertamente respuesta. ¿Crees posibles situaciones como las relatadas por Elfriede Jelenek? ¿Te identificas con deseos como los expresados? ¿Has llegado a comportarte de igual manera?

(imagen tomada de softrevolutionzine.org)