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“El hombre que no deberíamos ser” de Octavio Salazar

Los convencidos dirán que lo que su autor cuenta es justo y necesario. Los reaccionarios que su redacción está plagada de generalidades y va en contra de lo que ha sido norma y tradición. Así es como entre unos y otros le dan la razón a su intención pedagógica y a su visión sobre lo desigual que es nuestra sociedad mientras siga definiéndose en términos de masculino y femenino.

Es curioso como la Constitución Española habla de españoles, personas e individuos sin hacer distinción de género. Eran otros tiempos y probablemente sus redactores no tuvieron más intención que seguir la norma de la RAE que dice que el plural se forma utilizando el masculino del sustantivo a utilizar, el tan manido masculino genérico. Pero hay algo que, quizás, también estuvo en su inconsciente y es que tanto antes, como más allá de las imágenes que creamos, transmitimos e interpretamos de nosotros mismos, somos personas. El género es algo que nos describe a posteriori, pero previo a esta construcción somos conciudadanos, seres humanos iguales y diferentes a los otros miles de millones que habitamos este planeta.

Punto de partida de lo que es la humanidad. Sin embargo, negado desde su mismo principio, situándolo no ahí -y ni siquiera en otras peculiaridades como la raza, la cultura o la religión- sino en el resultado del filtro que nos divide en hombres por un lado y mujeres por otro, y asignándonos unos roles con deberes y derechos inamovibles. Encorsetándonos en una injusticia y desigualdad donde ellas son más víctimas que ellos, pero donde lo masculino también resulta herido y mancillado por la falta de libertad a la que se ve condenado. La diferencia está en que en ambos casos quien genera daño y dolor es el hombre, por el sometimiento físico y psicológico que ejerce sobre las mujeres y por el estrechamiento conductual que se impone a sí mismo.

Como bien señala Octavio, los concienciados estamos de acuerdo en que transitamos desde hace tiempo por el largo, lento y tortuoso camino que algún día nos llevará a la igualdad real y del que en algunos momentos vemos destellos que nos hacen sentir que lo tenemos al alcance de la mano. Pero hay algo que evidencia que aún queda mucho por recorrer, y es que prácticamente todo lo logrado ha sido gracias a la insistente reclamación y lucha de las mujeres. Y que parte de lo que creemos conseguido es resultado de las estrategias de marketing del voraz consumismo impulsado por el neoliberalismo. La supuesta sensibilidad del metrosexual y la feminización de algunos puestos directivos esconden en la mayor parte de los casos una nueva visión de la exigencia de transmitir poderío físico y la exaltación de comportamientos fríos y agresivos.

La antropología y la cultura dan fe de cómo ha sido así desde hace siglos, y la sociología atestigua cómo sigue ocurriendo, pero como bien afirma el también autor de Autorretrato de un macho disidente, contamos con un instrumento muy útil con el que transformar el sexismo de nuestra sociedad, la política. Dimensión múltiple en la que se actúa no solo delegando vía voto, sino con el ejemplo personal. Pidiendo que se actúe en campos como el de la educación afectiva y sexual de los más jóvenes y que se ponga el foco no solo en ayudar a las mujeres maltratadas y explotadas sino en prevenir que haya hombres violentos y proxenetas.

Algo en lo que todos y cada uno de nosotros podemos y debemos actuar en nuestro día a día y sea cual sea el ámbito en el que nos movamos y actuemos a nivel laboral, familiar y social. Informándonos para tomar conciencia de cómo seguimos teniendo comportamientos machistas que nos impiden mostrarnos atentos, cercanos y empáticos con quienes nos relacionamos. Denunciando los relatos y prácticas excluyentes en los que se fundamenta el heteropatriarcado -basta acudir a una juguetería para comprobarlo-, y rehuyendo cualquier coordenada en la que se cosifique, mancille o violente a las mujeres -como es la pornografía- por el mero hecho de ser tales.

El hombre que no deberíamos ser, Octavio Salazar, 2018, Editorial Planeta.

“The pain and the itch” de Bruce Norris

Tras una aparente comedia costumbrista sobre las relaciones humanas, esta cena de Acción de Gracias revela un drama de múltiples dimensiones (matrimonial, familiar, fraternal, social,…) en el que todo está mucho más relacionado de lo que podríamos imaginar. Un texto que expone miedos y fantasmas con diálogos notables y un ritmo creciente muy bien estructurado y conseguido.

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Si en el cine tiene que ser difícil trabajar con niños, en teatro debe serlo aún más. La apuesta de Bruce Norris no es sencilla ya que el punto en torno al cual pivota esta obra es una niña de cuatro años, Kayla, que entra y sale de manera continua de escena. Ella es la hija de Kelly y Clay, anfitriones de la madre y el hermano del segundo, Carol y Cash, así como de la joven novia de este, Kalina, en la cena del último jueves de noviembre. Un tiempo pasado al que se vuelve desde una tarde nevosa de enero en que Kelly y Clay conversan protocolariamente con el señor Hadid, un hombre de apariencia norteafricana y portando un sombrero que le identifica como miembro de una cultura foránea.

Las indicaciones escenográficas de Norris son sencillas, con tan solo un cambio de luces nos trasladamos desde un presente en el que nos falta información para saber qué ocurre, a un ayer reciente en el que no acertamos a pronosticar en qué derivará una tensión cada vez mayor. Inicialmente esta es debida a cuestiones externas, en la casa debe haberse infiltrado un animal que se come los aguacates de la mesa de la cocina cuando nadie le ve, pero poco a poco comienzan a surgir asuntos relacionales que dejan ver un pasado repleto de argumentos pendientes. Temas por resolver que no se explicitan, pero que se demuestran corporal y verbalmente cargando la atmósfera y el tono de las conversaciones de emociones como el rencor, la ira o el enfado, aunque también hay ocasión para la ironía, la complicidad y la comedia.

En The pain and the itch se habla de manera casual sobre asuntos como los abusos (físicos y psicológicos) sufridos en la infancia (tanto en situaciones de guerra como en la convivencia familiar), se exponen y rebaten planteamientos xenófobos, se discute sobre la sociedad norteamericana y se comentan puntos de vista diferentes sobre el consumo de pornografía o el poder de la imagen sobre una correcta autoestima personal.

Pero quienes logran que su acción no se disperse ni se estanque en el pasado, sino que gire en torno al aquí y ahora, son sus dos personajes aparentemente más discretos, casi enigmáticos, la pequeña Kayla y el señor Hadid. Dos caracteres manejados con sumo acierto por su autor, que de manera sencilla, pero efectiva, intervienen dando entrada en escena a los elementos realmente desestabilizadores y conductores invisibles de cuanto está ocurriendo. De la manera más natural posible, aquella inherente a su identidad y rol con respecto a los que les rodean, hace que ambos se conviertan en las personas que den pie al punto de inflexión en el que las vidas de todos ellos ya no volverán a ser las mismas.

Aunque no llegue a su nivel, esta dramaturgia de Bruce Norris evoca a autores como Tennesee Williams o Arthur Miller, maestros en la disección de las dinámicas familiares, o títulos como ¿Quién teme a Virginia Wolf? (Edward Albee) y August. Osage County (Tracy Letts), textos en los que sus personajes viven auténticas catarsis. Curiosamente Letts estrenó esta última poco tiempo después de haber interpretado el personaje de Cash en sus primeras funciones en Chicago en 2005.

The pain and the itch, Bruce Norris, 2008, Northwestern University Press.

Aburridas cincuenta sombras de Grey

Lo mejor es sin duda alguna su marketing, haciendo pasar como película lo que no es más que un telefilm con estética de anuncios de perfumes y plasmando el sexo a la manera de una fantasía adolescente, mucha chicha pero poca limoná. ¿Algo bueno? Dakota Johnson.

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Cuestión de semanas que esta nueva adaptación cinematográfica de un best seller pase a los anales de la industria del cine como un título más que demostró que el séptimo arte no siempre es tal. Sin embargo, llenó las salas de espectadores, por lo que habrá quien diga, que algo tiene. Y sí, sexo, eso es lo que tiene.

Generando expectación, insinuando en lugar de mostrando, pretendiendo hacerte desear y dejando en el aire la cuestión de si conseguirás culminar. En eso se ha basado la promoción mediática que comenzó meses atrás hasta llegar a los trailers y teasers varios desde hace semanas. En este aspecto la industria del entretenimiento sigue mejorando y afinando, su capacidad para atraernos, engancharnos y excitarnos a través de montajes de un par de minutos es cada día más fina y sutil. Para quitarse el sombrero en este sentido.

Que quede claro a los que esperan ver escenas subidas de tono que las van a tener. ¿Cubrirán sus expectativas? Para unos será más de lo que es habitual, para otros, ya puestos se podía haber ido a más. Pero en algún punto está esa barrera que separa lo sensual de lo pornográfico. Y aquí se presupone querer estar del primer lado, dándole un sentido narrativo y estético, cosa que en la categoría X (me han contado) no suele encontrarse.  Tema aparte es la cuestión del sadomasoquismo como práctica sexual y relacional en que parece basarse “50 sombras de Grey”. Hay quien acusa a la película de ser altavoz y promoción de una violencia gratuita. El cine no es más que un reflejo de la realidad, una veces realista y otras idealizado, ¿de qué lado cae en esta ocasión? Pues ni en el uno ni en el otro, sino en algo que como todo lo demás durante las dos horas de proyección aporta bien poco hasta casi rozar la caricatura o el más puro sin sentido. He ahí como ejemplo esa colección de mujeres trabajando en las oficinas del magnate Grey que parecen haber salido del “Simply irresistible” de Robert Palmer.

A falta de un guión que cree unos personajes auténticos y tramas argumentales con contenido, la realización va de tópico en tópico. El mundo de Anastasia Steele parece sacado de un telefilm de sobremesa, mientras que el de Christian Grey lo hace de anuncios de perfumes y coches de alta gama. Tonos pasteles y colores cálidos para ella, grises y mates para él, dejando el rojo reservado para ese cuarto en el que sexo alcanza una dimensión que espera hacer dilatar nuestras pupilas y acelerar nuestro ritmo cardiaco. Jamie Dornan, todo él, cara, cuerpo, sonrisa, brazos, culo, pecho, ojos, mirada, es de una excelente fotogenia, guapo, muy guapo, a la manera de un modelo que hace que queramos llevarnos a casa toda la colección de la próxima temporada otoño-invierno del diseñador que le ha vestido.

Dándole la contra está Dakota Johnson despertando la ilusión de que al menos algo bueno hay en este título. A pesar de que la mujer que interpreta también está escrita con una casi absoluta falta de matices, su trabajo es capaz de hacernos creer que aquí hay una actriz capaz de crear grandes personajes si se le da material para ello. Habrá que estar atento al próximo título que protagonice y ver si su carrera crece hasta situarla al nivel de su madre, Melanie Griffith, el de su abuela Tippi Hedren o quizás ir más allá.