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23 de abril, día del libro

Este año no recordaremos la jornada en que fallecieron Cervantes y Shakespeare regalando libros y rosas, asistiendo a encuentros, firmas, presentaciones o lecturas públicas, hojeando los títulos que muchas librerías expondrán a pie de calle o charlando en su interior con los libreros que nos sugieren y aconsejan. Pero aun así celebraremos lo importantes y vitales que son las páginas, historias, personajes y autores que nos acompañan, guían, entretienen y descubren realidades, experiencias y puntos de vista haciendo que nuestras vidas sean más gratas y completas, más felices incluso.

De niño vivía en un pueblo pequeño al que los tebeos, entonces no los llamaba cómics, llegaban a cuenta gotas. Los que eran para mí los guardaba como joyas. Los prestados los reproducía bocetándolos de aquella manera y copiando los textos de sus bocadillos en folios que acababan manoseados, manchados y arrugados por la cantidad de veces que volvía a ellos para asegurarme que Roberto Alcazar y Pedrín, El Capitan Trueno y Mortadelo y Filemón seguían allí donde les recordaba.

La primera vez que pisé una biblioteca tenía once años. Me impresionó. Eran tantas las oportunidades que allí se me ofrecían que no sabía de dónde iba a sacar el tiempo que todas ellas me requerían, así que comencé por los Elige tu propia aventura y los muchos volúmenes de Los cinco y Los Hollister. Un par de años después un amigo me habló con tanta pasión de Stephen King que despertó mi curiosidad y me enganché al ritmo de sus narraciones, la oscuridad de sus personajes y la sorpresas de sus tramas.

Le debo mucho a los distintos profesores de lengua y literatura que tuve en el instituto. Por descubrirme a Miguel Delibes, cada cierto tiempo vuelvo a El camino y Cinco horas con Mario. Por hacerme ver la comedia, el drama y la mil y una aventuras de El Quijote. Por introducirme en el universo teatral de Romeo y Julieta, Fuenteovejuna o Luces de bohemia. Por darme a conocer el pasado de Madrid a través de Tiempo de silencio y La colmena antes de que comenzara a vivir en esta ciudad.

Tuve un compañero de habitación en la residencia universitaria con el que leer se convirtió en una experiencia compartida. Él iba para ingeniero de telecomunicaciones y yo aspiraba a cineasta, pero mientras tanto intercambiábamos las impresiones que nos producían vivencias decimonónicas como las de Madame Bovary y Ana Karenina. Por mi cuenta y riego, y con el antecedente de sus inmortales del cine, me sumergí placenteramente en el hedonismo narrativo de Terenci Moix. El verbo de Antonio Gala me llevó al terremoto de su pasión turca y la admiración que sentí la primera vez que escuché a Almudena Grandes, y que me sigue provocando, a su Malena es un nombre de tango.

Y si leer es una manera de viajar, callejear una ciudad leyendo un título ambientado en sus calles y entre su gente hace la experiencia aún más inmersiva. Así lo sentí en Viena con La pianista de Elfriede Jelinek, en Lisboa con Como la sombra que se va de Antonio Muñoz Molina, en Panamá con Las impuras de Carlos Wynter Melo o con Rafael Alberti en Roma, peligro para caminantes. Pero leer es también un buen método para adentrarse en uno mismo. Algo así como lo que le pasaba a la Alicia de Lewis Carroll al atravesar el espejo, me ocurre a mí con los textos teatrales. La emocionalidad de Tennessee Williams, la reflexión de Arthur Miller, la sensibilidad de Terrence McNally, la denuncia política de Larry Kramer

No suelo de salir de casa sin un libro bajo el brazo y no llevo menos de dos en su interior cuando lo hago con una maleta. Y si las librerías me gustan, más aún las de segunda mano, a la vida que per se contiene cualquier libro, se añade la de quien ya los leyó. No hay mejor manera de acertar conmigo a la hora de hacerme un regalo que con un libro (así llegaron a mis manos mi primeros Paul Auster, José Saramago o Alejandro Palomas), me gusta intercambiar libros con mis amigos (recuerdo el día que recibí la Sumisión de Michel Houellebecq a cambio del Sebastián en la laguna de José Luis Serrano).

Suelo preguntar a quien me encuentro qué está leyendo, a mí mismo en qué título o autor encontrar respuestas para determinada situación o tema (si es historia evoco a Eric Hobsbawn, si es activismo LGTB a Ramón Martínez, si es arte lo último que leí fueron las memorias de Amalia Avia) y cuál me recomiendas (Vivian Gornick, Elvira Lindo o Agustín Gómez Arcos han sido algunos de los últimos nombres que me han sugerido).

Sigo a editoriales como Dos Bigotes o Tránsito para descubrir nuevos autores. He tenido la oportunidad de hablar sobre sus propios títulos, ¡qué nervios y qué emoción!, con personas tan encantadoras como Oscar Esquivias y Hasier Larretxea. Compro en librerías pequeñas como Nakama y Berkana en Madrid, o Letras Corsarias en Salamanca, porque quiero que el mundo de los libros siga siendo cercano, lugares en los que se disfruta conversando y compartiendo ideas, experiencias, ocurrencias, opiniones y puntos de vista.

Que este 23 de abril, este confinado día del libro en que se habla, debate y grita sobre las repercusiones económicas y sociales de lo que estamos viviendo, sirva para recordar que tenemos en los libros (y en los autores, editores, maquetadores, traductores, distribuidores y libreros que nos los hacen llegar) un medio para, como decía la canción, hacer de nuestro mundo un lugar más amable, más humano y menos raro.

“La ciudad de los prodigios” de Eduardo Mendoza

Una ficción que toma como base la historia real para con humor inteligente y sarcasmo incisivo mostrar cómo hemos evolucionado y crecido en lo material, pero siendo igual de desgraciados y canallas según nos toque vivir del lado de la miseria o de la abundancia. Un gran retrato de la ciudad de Barcelona y una aguda disección de los años que entre las Exposiciones Universales de 1888 y 1929 la proyectaron hacia la modernidad en una España empeñada en no evolucionar.

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A finales del siglo XVIII Inglaterra prendió la mecha del progreso con la primera Revolución Industrial, un fenómeno que a España tardaría en llegar y que cogería ritmo cuando buena parte de nuestros vecinos europeos ya estaban en su segunda oleada.  Por este motivo su puesta en marcha lo hizo a paso apretado para intentar recuperar el retraso, lo que sabiendo cómo somos implicaría buenos resultados y chapuzas a partes iguales en los logros conseguidos, así como duras vivencias, más propias de una indigna inhumanidad, para aquellos a los que les tocó dejarse la vida en ella. En ese barrizal simbolizado por la construcción del recinto de la Exposición Universal de 1888 es donde se zambulle Eduardo Mendoza para hacernos palpar el frío, la suciedad, el calor y la nula higiene que sufrieron muchos, así como la falta de principios y escrúpulos de los que se creían más y mejores que los que no formaban parte de su círculo, ese cuyo diámetro quedaba marcado por la solera de su apellido y la cantidad de billetes de su chequera.

Dejando claro que su intención es entretener y divertir haciéndonos fantasear, pero sin faltar a una verdad a cuyas líneas generales –nombres, fechas y acontecimientos- le es fiel, el autor que deslumbró con La verdad sobre el caso Savolta logra su doble objetivo. La ciudad de los prodigios resulta pedagógica sin que nos demos cuenta. Cuando la hayamos concluido nos daremos cuenta de que hemos leído, incluso aprendido, las líneas generales de cómo Barcelona evolucionó en lo social, lo político y lo empresarial, así como su siempre difícil relación con la capital del Reino de España y el resultado de su comparación con las grandes metrópolis de finales del siglo XIX y principios del XX a las que miraba, imitaba y aspiraba incluso a superar.

Como hilo conductor, el personaje de Onofre Bouvila resulta el perfecto compendio de todas las caras del comportamiento humano, desde las más sociales y habituales hasta las más particulares y ocultas, esas que solo mostramos cuando la vergüenza, el pudor o el respeto por nuestros semejantes no forma parte de nuestra persona. El que comienza siendo un niño pobre y condenado a sobrevivir en el día a día, es capaz de valerse de las debilidades de sus semejantes para hacer de ello sus fortalezas y a partir de ahí construirse una sólida estabilidad que es tan endeble como potente. Él es esa ciudad condal que acoge a los que llegan del mundo rural buscando alimento y les convierte en canallas, en hombres y mujeres elegantes con una cara informal y otra tan golfa como viciosa en la que se dejan de lado los principios y las buenas formas en lo referente a la identidad y las prácticas sexuales, las ideas políticas y el ejercicio de la función pública, la ética en los negocios o los lazos afectivos.

Mendoza no deja títere con cabeza y no hay gobierno, político, institución o capa social que se libre de su pluma mordaz y el sarcasmo de su construcción literaria. La ciudad de los prodigios prolonga a autores anteriores como Mihura o Valle-Inclán que encandilaban y seducían con sus formas para a través de la ironía dejar claro y patente que no todo lo que nos rodea es tan alegre y ligero como parece, pero que con buen humor se digiere mucho mejor.