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“Quién diría, qué…” de Hasier Larretxea

Una mirada hacia atrás con una sonrisa en el rostro, sintiendo satisfacción al ver el camino recorrido, valorar la evolución experimentada y constatar el progreso conseguido. Diecinueve poemas que se leen con sosiego y tranquilidad por la paz interior y satisfacción exterior que transmite su autor.

Este poemario parece estar escrito desde un hoy de amor, afecto, cariño y alegría, pero también deja claro que hubo un ayer de búsqueda, conflicto, debate y confusión. Sin embargo, no plantea una contraposición entre ambos estadios a modo de catarsis, transformación vital o un mudar de piel. No hay un punto y aparte, sino un tempo amable, calmo y delicado que revela que la armonía y el equilibrio actual tienen su origen en la agitación y la turbación anterior.

Un aquí y ahora formado por una colección de momentos, flashes y evocaciones de viajes, de reuniones, paseos y tiempos con amigos, así como de colores, luces y diseños de sitios en los que se ha estado, parado y reposado. Todo ello subrayado por canciones, libros, poetas y grupos musicales a los que se menciona como referentes, como señales que han guiado el proceso vivencial que da como resultado el transcurrir literario que va desde Quién diría qué que da título a este volumen hasta, dieciocho poemas después, Este aire es.

En sus estrofas no hay quiebros retóricos tras los que su autor se esconda ni juegos estilísticos que nos distraigan del camino por el que nos lleva. Su lenguaje, las palabras que escoge, están a merced de las sensaciones evocadas, trasladándonos hasta los instantes en que se fijaron en su retina aquellas imágenes y se grabaron en su piel las invisibilidades cuya huella perdura. Unas y otras plasmadas como si hubieran sido captadas en un estado embrionario, en ese espacio de tiempo casi inexistente en que no somos aun conscientes de lo que estamos sintiendo, pero que marca el inicio de lo que ya forma parte de nuestro ser.

Cabe deducir que el proceso de escritura de Hasier ha sido también de conexión consigo mismo, descubriendo un mapa cuya orografía final no surgió hasta que unió el conjunto de puntos e hitos que han dado forma al universo personal aquí expuesto. Unas coordenadas que le sitúan en Madrid, una urbanidad en la que a pesar de sus dimensiones asfaltadas le es posible encontrar espacios en los que disfrutar del silencio y de la luz, y en las que está acompañado por alguien en quien siente tener tanto un refugio como un compañero de vida.

Coordenadas emocionales desde las que mira al pasado y al futuro. Primero hacia atrás, en el único poema de la segunda parte en que Larretxea hace aflorar su identidad, trasladándose hasta el valle de Baztán en que nació y se crió para conectar con su historia, sus construcciones, sus costumbres y sus gentes. Y después hacia adelante, hacia un horizonte en el que plasma las cuestiones existenciales que le marcan y le definen. Interrogantes por resolver y entre cuyos signos de puntuación busca las respuestas con las que situarse más allá de sí mismo y liberarse del peso de lo que pudiera lastrarle, atarle o anclarle a los vicios y conflictos del tiempo y lugar en que le ha tocado vivir.

Quién diría, qué…, Hasier Larretxea, 2019, Pre-Textos.

«Dolor y gloria» de Pedro Almodóvar

Cumple con todas las señas de identidad de su autor, pero al tiempo las supera para no dejar que nada disturbe la verdad de la historia que quiere contar. La serenidad espiritual y la tranquilidad narrativa que transmiten tanto su guión como su dirección se ven amplificadas por unos personajes tan sólidos y férreos como las interpretaciones de los actores que los encarnan.

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Dolor y gloria permite al menos tres lecturas. Una por sí misma. Otra como continuación y síntesis de toda la filmografía de Almodóvar. Y una tercera en relación a Pedro, a su persona y su biografía. La primera basta por sí sola para considerarla como una cinta sobresaliente, pero la interconexión que tiene con las otras dos la hace aún más sublime. Se sirve de todo lo que hemos visto y conocemos de él para, sin faltar a su esencia, mostrarlo de manera diferente. Mientras en títulos pasados sumaba su mundo personal a la ficción que nos relataba, esta vez todo parece estar impregnado de él, yendo más allá de lo que ya mostró sobre su infancia bajo la sombra del clero en La mala educación y sobre su juventud en el marco de la movida madrileña en La ley del deseo.

No hay intermediarios entre lo que quiere contar y sus espectadores en esta historia de un director de cine que mira hacia atrás, tanto en lo profesional como en lo personal, para situarse en un presente en el que siente débil, sin ánimo ártistico ni ganas de futuro. No hay mujeres con una presencia visceral y un carácter enérgico ni diálogos con sentencias que se queden grabadas a fuego. Dolor y gloria es extraordinariamente esteta en todo lo creativo (escenografía, banda sonora, grafismos, fotografía,…), pero en lo que incumbe a sus personajes es profundamente serena, fluye sin necesidad de licencias dramáticas, con una emocionalidad plena y una vitalidad auténtica. Hace que conectemos con sus personajes, entendiendo lo que les ocurre, empatizando con lo que sienten y comprendiendo cómo actúan.

Antonio Banderas está perfecto, no solo como alter ego de quien ya le dirigiera en Átame o en La piel que habito, sino como actor. Es extraordinaria la cantidad de matices que es capaz de darle a su personaje con un trabajo tan contenido. Tan asceta en las secuencias en las que aparece él solo, y tan dispuesto a la complementariedad con Asier Etxeandía y la simbiosis con Leonardo Sbaraglia y Julieta Serrano cuando aparece junto a ellos. Tres secundarios de lujo que aportan a Dolor y gloria -tanto con sus personajes como con sus interpretaciones- la montaña rusa de la creatividad artística, la huella de la pasión que no pudo ser y las imperfecciones del amor materno-filial. Y aunque no comparta plano con ninguno de ellos, esto mismo es aplicable a la frescura que Penélope Cruz le aporta en su ir y venir a la historia de Salvador Mallo cada vez que viaja cincuenta años atrás para irse desde el urbanismo de Madrid hasta la ruralidad Paterna.

Dolor y gloria tiene argumentalmente cuanto necesitamos para conocer la intimidad y el momento de su protagonista, así como para entender su relación con las personas que forman y han formado parte de su vida. Un conjunto compacto trasladado a la pantalla con un tono siempre comedido y un ritmo acorde a los acontecimientos y emociones que se están relatando. Aunque haga guiños expresos al melodrama del Hollywood clásico y al lirismo del teatro de Jean Cocteau, Almodóvar vence la barrera del pudor para mostrarse tal y como es y se siente, en línea con lo que decía la Agrado en Todo sobre mi madre, “una es más auténtica cuanto más se parece a lo que ha soñado de sí misma”.

“El descendimiento de la cruz” de Caravaggio

La fuerza de su luz y la autenticidad de sus protagonistas hace que ante su visión tiemble el suelo y se pare el tiempo.

Caravaggio descenso

Agosto de 2006. Roma. Caminando por la pinacoteca de los Museos Vaticanos. Impresionado por todo lo que llevaba visto, pero al llegar a esta pieza se paró el tiempo. No llegaron a brotar, pero dentro de mí surgieron las lágrimas, el dolor. Busqué un asiento y ahí me quedé durante muchos minutos mirando, observando, viviendo dentro de esa escena pintada 400 años atrás.

Deslumbrado por Jesucristo, por ese cuerpo extenuado por la tortura inhumana, pero aun así hermoso, bello, fuerte, solemnemente protagonista. Tan místico como humano, tan divino como carnal, tan inalcanzable como cercano gracias a la genial iluminación de Caravaggio. Sentía y deseaba a la par. Tocarle, recogerle, abrazarle, ayudarle a sanar, a volver a la vida. Veía la carne y el cuerpo definido antes que a ese que dicen el salvador, el hijo de Dios. Caí totalmente embaucado en la monumental ilusión del más grande del barroco.

¡Cómo era posible que de la muerte pudiera surgir tanta luz! Ese cuerpo inerte envuelto en una deslumbrante túnica blanca haciendo aún más negra la espesura en la que lloran su sufrimiento la Virgen, María Magdalena y María Cleofás. Entre él y ellas esos dos hombres firmes y serios, San Juan y Nicodemo, pragmáticos y serviciales cumplidores de su papel como porteadores. El sufrimiento humano conviviendo con el equilibrio visual dando como resultado una infinita belleza. He ahí la alegoría de la paz, de la tranquilidad de espíritu.

En el verano de 2011 el cuadro viajó hasta Madrid y estuvo expuesto de manera temporal en el Museo del Prado. Rápido y veloz acudí a verlo, y sucedió lo mismo. Resulté nueva y profundamente impresionado. Así cada una de las varias veces que me coloqué frente a él. A pesar del silencio, a pesar de los demás visitantes con los que compartía la vivencia, el corazón sobrecogido. Algo me dice que así es como fue pintado este descendimiento, como un torrente sin fin de energía, fuerza y rabia, que a Caravaggio le fluía a partes iguales desde el estómago y desde el centro del pecho.

Ese agosto Roma volvió a ser el destino elegido para aprovechar las vacaciones como lugar en el que viajar al pasado. Buscando los referentes que nos han construido y hecho ser quienes somos acudí nuevamente a la Ciudad del Vaticano. Lo sabía, pero quería comprobarlo. Aunque no estaba físicamente allí y la cartela decía “en préstamo para exhibición temporal”, aquella sala de la pinacoteca de los Museos Vaticanos me volvió a transmitir la misma sensación que la primera vez. Auténtico, pleno y máximo placer estético el que volví a sentir con solo rememorar esta obra de Caravaggio.

Tarde o temprano volveré a Roma. Dialogar con “El descendimiento de la cruz” será uno de los motivos para ello.