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Cinco días en Lanzarote

Primera vez. Toma de contacto. Experiencia satisfactoria. Tranquilidad, paz y sosiego. Paisajes diferentes, lugares cuidados, entornos acogedores. Desconexión de todo y conexión con uno mismo. Naturaleza, César Manrique y Océano Atlántico. Vino blanco, queso y parrilladas de pescado. Motivos para volver.

Miércoles: El madrugón para coger un vuelo de madrugada recompensa viendo al sol levantarse sobre el agua salada. Veinte minutos de taxi hasta Costa Teguise. Check-in y desayunar nuevamente, esta vez en modo buffet entre ingleses, alemanes y gallegos. Las primeras tareas son las de intendencia, alquilar coche y comprar crema solar, y disfrutar de lo sencillo, pasear junto al Océano y tomar un café contemplando como los escultóricos quince metros de los Juguetes de Erjos, firmados por J. Abad en 1987, se alzan frente al Océano. Tarde de tumbona y piscina a veinticinco grados para recuperarse y vuelta al exterior de la burbuja hotelera. Llaman la atención los jardines, con su combinación de suelo negro y flora verde, grava y especies autóctonas; la geometría y los volúmenes, cual cubos, de las blancas viviendas unifamiliares, y su integración -vía cuidada iluminación y grandes ventanales- con el entorno.

Jueves: Despertar fresco. Da gusto salir a la terraza de la habitación y notar sobre la piel la brisa y los primeros rayos de un albor limpio y diáfano. Apenas unos kilómetros y nos colocamos en la casa del volcán que César Manrique se construyera en los años 60 en Tahíche, en el centro de la isla. Arquitectura y diseño, vivienda y museo, que incitan a la suposición y a la imaginación de cómo fue residir aquí, compartir espacio con su muy interesante propietario y ser testigo de su manera de ser, su creatividad y sus propuestas plásticas, escultóricas, arquitectónicas y activistas con las que promulgaba el respeto por el medio ambiente y la sostenibilidad de las intervenciones humanas en él. Rumbo hacia el norte, jardín de cactus en Guatiza. Hay turistas, pero en cantidad asumible, y aunque el lugar parece concebido para ellos, su diseño en varios niveles transmite su propuesta sensorial de convivencia armónica entre jardinería (más de 4.500 ejemplares de 500 especies de los cinco continentes) y paseantes. Nos volvemos a encontrar a muchos de ellos en los Jameos del Agua, capricho volcánico a partir del cual Manrique demostró su poderío visionando y materializando escenarios. Comida en La Casa de la Playa en Arrieta, a la vera del Atlántico, vino blanco local y una sabrosa parrillada de pescado. Cuarta y última visita del día, la Cueva de los Verdes, producto de la misma colada que los Jameos. Ruta de una hora por uno de sus siete kilómetros de galerías, en el que te sientes cual personaje de Julio Verne de camino al centro de la tierra. Después, llegada hasta el mirador de Guinate para contemplar el océano desde el lado oeste de la isla y, para acabar la jornada turística, Teguise. Si me dijeran que estoy en Sudamérica me lo creería. Interesante artesanía local a partir de cristal y vidrios reciclados. De vuelta al hotel observamos durante unos segundos el Monumento al Campesino, también firmado por Manrique. ¿La impresión? Quizás demasiado vanguardista.

Viernes: Esperaba algo sorprendente, pero no tanto. El Parque Nacional de Timanfaya, en el suroeste lanzaroteño, es ciencia ficción. El recorrido por parte del terreno que cubrió la lava durante seis años de erupciones (1730-1736) es en autobús. Aunque no bajas en ningún momento de él, la velocidad a la que avanza permite tomar conciencia de lo que allí ocurrió, las consecuencias que tuvo y el capricho natural en que derivó. Muy cerca de allí sí que se puede recorrer a pie el sendero que rodea el Volcán del Cuervo, su cráter y la elevación de piroclastos que acumuló tras él, para finalmente entrar en su interior, allí por donde surgió el magma. Veinte minutos de carretera y llegamos a El Golfo, más que un pueblo, una sucesión de restaurantes mirando al Atlántico. Paramos, por recomendación, en El Pescador. Zamburiñas, queso caliente con salsa de higos y aceite, parrillada de pescado (nos dicen que nunca es la misma, que varía en función de lo que haya en la lonja), bienmesabe como postre y vino local. Hambre resuelta y gula complacida, y en cinco minutos alcanzamos a pie el punto desde el que se ve el Charco Verde. Belleza total y recuerdo de la escena que Almodóvar rodara aquí de Los abrazos rotos. Para finalizar, panorámica de las salinas de Janubio, paisaje natural e industrial dominado por las líneas y las proporciones. El final del día es en el Vali, frente a la playa del Jabillo en Costa Teguise, degustando un cóctel sabroso, picante y refrescante a partes iguales.

Sábado: Toca relax combinado con la ley del mínimo esfuerzo, que nos lo den todo hecho. Ponemos rumbo al sur, a Playa Dorada en el término municipal de Playa Blanca, cuyas proximidades revelan que el boom y la crisis inmobiliaria también llegaron hasta aquí. Sol y arena, tumbona y sombrilla, horas mirando el perfil de las islas de Fuerteventura y Los Lobos en la lejanía y visitas al bar-chiringuito en busca de avituallamiento. En una de ellas conocemos el almogrote, paté de queso del que damos buena cuenta. Muy cerca, en el sureste de la isla, está la Punta del Papagayo, desde donde se ven varias playas (Mujeres, del Pozo, de la Cera) para volver en el futuro y sentir que la naturaleza -en su versión diáfana y árida, magnánima y silente- predomina sobre la humanidad. 

Domingo: Paseo matinal, viendo amanecer, hasta llegar a la ensenada de las Caletas y observar cómo confluyen la necesidad de la central térmica con las viviendas, prácticamente sobre el agua, de la punta de Lomo Gordo. Antiguas propiedades de pescadores y reconstrucciones de exterior pulcro y, supongo, interior antojadizo. Orzola es el municipio más septentrional de Lanzarote, nos acercamos a pasear por su reducido callejero y tomar nota de la frecuencia con que salen los ferris que cubren, en apenas quince minutos, el trayecto hasta la isla de La Graciosa. Pendiente queda, para la próxima visita, como la casa-museo de José Saramago en Tías o recorrer de arriba abajo los cinco kilómetros de la playa de Famara, con cuya vista casi nos extasiamos desde el mirador de El Bosquecillo. La última comida fue en Teguise, en el interior de la Casa Palacio del Marqués de Lanzarote, hoy convertida en el restaurante El Patio, construcción levantada originariamente en el siglo XV. Para el recuerdo queda una miscelánea de quesos y tapas locales ambientada con música en directo y decoración ecléctica con buen gusto. Antes de dirigirnos al aeropuerto, vagabundeo en sus cercanías desde la playa de Matagorda hasta la de la Concha, pasando por la de Honda, fantaseando con cómo tiene que ser vivir en un sitio tan, aparentemente, tranquilo, calmado y sosegado.

23 de abril, día del libro

Este año no recordaremos la jornada en que fallecieron Cervantes y Shakespeare regalando libros y rosas, asistiendo a encuentros, firmas, presentaciones o lecturas públicas, hojeando los títulos que muchas librerías expondrán a pie de calle o charlando en su interior con los libreros que nos sugieren y aconsejan. Pero aun así celebraremos lo importantes y vitales que son las páginas, historias, personajes y autores que nos acompañan, guían, entretienen y descubren realidades, experiencias y puntos de vista haciendo que nuestras vidas sean más gratas y completas, más felices incluso.

De niño vivía en un pueblo pequeño al que los tebeos, entonces no los llamaba cómics, llegaban a cuenta gotas. Los que eran para mí los guardaba como joyas. Los prestados los reproducía bocetándolos de aquella manera y copiando los textos de sus bocadillos en folios que acababan manoseados, manchados y arrugados por la cantidad de veces que volvía a ellos para asegurarme que Roberto Alcazar y Pedrín, El Capitan Trueno y Mortadelo y Filemón seguían allí donde les recordaba.

La primera vez que pisé una biblioteca tenía once años. Me impresionó. Eran tantas las oportunidades que allí se me ofrecían que no sabía de dónde iba a sacar el tiempo que todas ellas me requerían, así que comencé por los Elige tu propia aventura y los muchos volúmenes de Los cinco y Los Hollister. Un par de años después un amigo me habló con tanta pasión de Stephen King que despertó mi curiosidad y me enganché al ritmo de sus narraciones, la oscuridad de sus personajes y la sorpresas de sus tramas.

Le debo mucho a los distintos profesores de lengua y literatura que tuve en el instituto. Por descubrirme a Miguel Delibes, cada cierto tiempo vuelvo a El camino y Cinco horas con Mario. Por hacerme ver la comedia, el drama y la mil y una aventuras de El Quijote. Por introducirme en el universo teatral de Romeo y Julieta, Fuenteovejuna o Luces de bohemia. Por darme a conocer el pasado de Madrid a través de Tiempo de silencio y La colmena antes de que comenzara a vivir en esta ciudad.

Tuve un compañero de habitación en la residencia universitaria con el que leer se convirtió en una experiencia compartida. Él iba para ingeniero de telecomunicaciones y yo aspiraba a cineasta, pero mientras tanto intercambiábamos las impresiones que nos producían vivencias decimonónicas como las de Madame Bovary y Ana Karenina. Por mi cuenta y riego, y con el antecedente de sus inmortales del cine, me sumergí placenteramente en el hedonismo narrativo de Terenci Moix. El verbo de Antonio Gala me llevó al terremoto de su pasión turca y la admiración que sentí la primera vez que escuché a Almudena Grandes, y que me sigue provocando, a su Malena es un nombre de tango.

Y si leer es una manera de viajar, callejear una ciudad leyendo un título ambientado en sus calles y entre su gente hace la experiencia aún más inmersiva. Así lo sentí en Viena con La pianista de Elfriede Jelinek, en Lisboa con Como la sombra que se va de Antonio Muñoz Molina, en Panamá con Las impuras de Carlos Wynter Melo o con Rafael Alberti en Roma, peligro para caminantes. Pero leer es también un buen método para adentrarse en uno mismo. Algo así como lo que le pasaba a la Alicia de Lewis Carroll al atravesar el espejo, me ocurre a mí con los textos teatrales. La emocionalidad de Tennessee Williams, la reflexión de Arthur Miller, la sensibilidad de Terrence McNally, la denuncia política de Larry Kramer

No suelo de salir de casa sin un libro bajo el brazo y no llevo menos de dos en su interior cuando lo hago con una maleta. Y si las librerías me gustan, más aún las de segunda mano, a la vida que per se contiene cualquier libro, se añade la de quien ya los leyó. No hay mejor manera de acertar conmigo a la hora de hacerme un regalo que con un libro (así llegaron a mis manos mi primeros Paul Auster, José Saramago o Alejandro Palomas), me gusta intercambiar libros con mis amigos (recuerdo el día que recibí la Sumisión de Michel Houellebecq a cambio del Sebastián en la laguna de José Luis Serrano).

Suelo preguntar a quien me encuentro qué está leyendo, a mí mismo en qué título o autor encontrar respuestas para determinada situación o tema (si es historia evoco a Eric Hobsbawn, si es activismo LGTB a Ramón Martínez, si es arte lo último que leí fueron las memorias de Amalia Avia) y cuál me recomiendas (Vivian Gornick, Elvira Lindo o Agustín Gómez Arcos han sido algunos de los últimos nombres que me han sugerido).

Sigo a editoriales como Dos Bigotes o Tránsito para descubrir nuevos autores. He tenido la oportunidad de hablar sobre sus propios títulos, ¡qué nervios y qué emoción!, con personas tan encantadoras como Oscar Esquivias y Hasier Larretxea. Compro en librerías pequeñas como Nakama y Berkana en Madrid, o Letras Corsarias en Salamanca, porque quiero que el mundo de los libros siga siendo cercano, lugares en los que se disfruta conversando y compartiendo ideas, experiencias, ocurrencias, opiniones y puntos de vista.

Que este 23 de abril, este confinado día del libro en que se habla, debate y grita sobre las repercusiones económicas y sociales de lo que estamos viviendo, sirva para recordar que tenemos en los libros (y en los autores, editores, maquetadores, traductores, distribuidores y libreros que nos los hacen llegar) un medio para, como decía la canción, hacer de nuestro mundo un lugar más amable, más humano y menos raro.

«Discursos de Estocolmo» de José Saramago

En 1998 el Premio Nobel de Literatura fue a parar a este portugués que en su discurso de aceptación del galardón rindió homenaje a sus abuelos, las personas de las que aprendió la sabiduría de la vida, y recordó el papel que en cada momento de su biografía tuvieron los protagonistas de las ficciones que había escrito hasta entonces.  Palabras impregnadas por la humildad y la sencillez del pueblo de su nación y por su compromiso con los derechos humanos.  

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Con su personal claridad expositiva, José Saramago expuso el 7 de diciembre de hace veintiún años, ante los que le escuchaban en el Ayuntamiento de Estocolmo, cómo se formó como escritor. En primer lugar se refirió a sus abuelos, Jerónima y Josefa, a los que definió como personas sabias. Aunque no sabían leer ni escribir, el tiempo que pasó con ellos dejó impreso en él lo que supone vivir en plena comunicación con la naturaleza, con el entorno en el que el destino nos ha colocado.

En aquella pequeña aldea del interior de Portugal en el que vivían sus mayores, él caminó descalzo hasta los catorce años, vio cómo se compartía en invierno la cama con los cochinillos para mantenerlos vivos y en verano se dormía en el exterior bajo una higuera mientras se descifraban las constelaciones que las estrellas dibujaban en el cielo. Ellos fueron los primeros que le contaron al joven José historias, que manejaron con él los recuerdos, la imaginación y los sueños para trasladarle hasta hechos pasados o ficciones por ocurrir.

Posteriormente pasó horas sin fin en una biblioteca cercana a su casa de Lisboa, y tras terminar cada tarde su jornada laboral, se entregaba a las novelas y los cuentos, las poesías firmadas por los distintos heterónimos de Pessoa o los textos clásicos de Camoes. Fue así como de manera totalmente improvisada y sin guía formal alguna, se formó literariamente y conoció los grandes nombres de una cultura y una tradición a la que daban la espalda el egoísmo, el exceso y la injusticia de sus gobernantes.

Un germen que le despertó las ganas de saber qué ocurría a su alrededor, porqué su lugar, su patria o su país funciona de una determinada manera y no de otra; porqué las personas se comportan de un modo y no de otro. Cuáles son las fuerzas que les influyen, qué le marca, qué forja su carácter, en qué se apoyan para sobrellevar las presiones, las desigualdades y las injusticias. Algo que intentó descubrir a través de los personajes que han protagonizado sus títulos, hombres y mujeres que se han planteado las razones del status quo del presente de su organización social (La balsa de piedra o El año de la muerte de Ricardo Reis), la verosimilitud del pasado que nos cuenta la Historia o las fuentes nunca puestas en duda (Historia del cerco de Lisboa o El evangelio según Jesucristo) o el devenir del futuro de la humanidad (Ensayo sobre la ceguera o Todos los nombres).

Caracteres de ficción, pero a través de los cuales Saramago señalaba haber aprendido a razonar, reflexionar y valorar, a descubrirse a sí mismo y a entender las complejidades, desequilibrios y desigualdades de nuestro mundo.

Discursos de Estocolmo, José Saramago, 1998, Editorial Caminho.