La serenidad de «La ballena»

La resurrección interpretativa de Brendan Fraser o cómo iluminar la pantalla con un muy particular testimonio sobre el amor, el compromiso y la dignidad. Un relato con tramas obvias que incluye, con sutil acierto, otras sobre la complejidad del ser humano. Dirección que aprovecha el origen teatral de sus personajes con una puesta en escena que maneja con habilidad, sin esconder, los recursos propios del lenguaje cinematográfico.   

Nos gustan las películas en las que sus actores se transforman físicamente. Y en una época en la que la norma es estilizarse marmóreamente o llenarse de músculos y abdominales cual óleo o escultura barroca, llama la atención que un actor que ostentó tal condición se muestre de manera completamente opuesta. Esa puede ser la curiosidad para acercarnos a La ballena, mas la verdadera razón por la que permanecemos atrapados por sus dos horas de duración es porque desde el primer fotograma ofrece una historia en la que lo técnico y artístico, así como lo narrativo y literario, están muy bien ensamblados con la emocionalidad, las motivaciones y la biografía de las personas que la habitan.

Ese apartamento del que apenas se sale en un par de ocasiones, residencia de un profesor de literatura que imparte clases online sin activar nunca la cámara, es visitado por una cuidadora de carácter enérgico, una hija que reaparece tras un silencio de ocho años, un misionero convencido del poder salvador de Dios y un par de caracteres más que revelan tanto la carga teatral del guión -originalmente una obra de Samuel D. Hunter, adaptada por él mismo-, como los elementos ideados para darle dimensión fílmica. Un lugar en el que impacta el sufrimiento desmedido de lo físico e impresiona el enraizado dolor de lo psicológico.

Al igual que hiciera en El cisne negro (2010) o Madre! (2017), Darren Aronofsky se salta los límites de nuestra sensibilidad. En esta ocasión muestra el detalle de la obesidad y sus consecuencias, poniendo a prueba la sinceridad con que aseguramos estar libres de prejuicios ante su visión. Sin embargo, no se queda ahí, aunque esta cuestión está siempre presente, y basa La ballena en dos sólidos pilares.

De un lado, la soberbia combinación de relajada gestualidad, transparente mirada y serena dicción de Brendan Fraser, con que este lleva su trabajo a unas coordenadas que van más allá de superar las limitaciones que supone su caracterización. Y de otro, un aquí y ahora, en el que lo que se va conociendo sobre el pasado y los propósitos de sus personajes sorprende y sobrecoge, generando una extraña y sublime sensación de estar en un cruce de caminos y punto de no retorno que aúna la paz espiritual y la resignación moral bajo una superficie de conflictos familiares (divorcio y duelo), compromisos personales (deberes paternales ) y prejuicios sociales (religión y homosexualidad).

Hay un cierto artificio en todo ello, que va del morbo y la curiosidad de las llagas y la incapacidad que supone lo voluminoso, a la épica de una expresividad epidérmica, pupilar y verbal. La ballena no pretende ser realista, pero sí verosímil, hacernos creer que es posible completar círculos vitales. No busca resolver los errores del pasado, sino destaparlos y enmendarlos y, así, situarse en el camino que permita, sino conseguir, sí soñar con la posibilidad de la redención. Quizás más fantasiosa y apelativa que cotidiana y costumbrista, pero efectiva gracias al sosiego y pausa de su tono, tempo y ritmo dramático.

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