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“El don de la terapia” de Irvin D. Yalom

Aunque el subtítulo de “Carta abierta a una nueva generación de terapeutas y a sus pacientes” haga parecer que este volumen está destinado solo para profesionales y experimentados en la introspección, lo cierto es que su propuesta en pequeños capítulos lo hace también apto para todo el que esté interesado en conseguir y consolidar su equilibrio interior, así como la empatía y el diálogo fluido con los que le rodean.

No tengo más experiencia de lo que es una terapia que la que adquirí practicándola con Rosa. Fue intenso y gratificante, desconcertante por lo evidente de lo que descubría y asombroso al ver lo que estaba logrando. Un camino en el que surgieron herramientas de búsqueda como lecturas que después comentábamos y con las que tomaba conciencia de otros puntos de vista, tan diferentes quizás en su génesis y formulación como cercanos en su propósito a los míos. Así fue como conocí a Irvin D. Yalom, psicólogo y psiquiatra, pero también escritor y creador de extraordinarias ficciones (El día que Nietzsche lloró, La cura Schopenhauer o El problema Spinoza) en las que aúna el pensamiento y la reflexión de grandes filósofos con el deseo humano de superar los obstáculos que nos impiden llevar una vida plena.

El don de la terapia es un ensayo didáctico, salteado con anécdotas, detalles y recuerdos profesionales, basado en décadas de trayectoria terapéutica, atendiendo a pacientes en sesiones individuales y grupales, formándose en toda clase de técnicas y enfoques, y en el propio trabajo personal que Irvin ha realizado con la ayuda de los colegas elegidos en cada momento.  

Una propuesta motivada por los mandamientos invasivos de las organizaciones empresariales (compañías de seguros, farmacéuticas o administraciones públicas enfocadas más en las cifras que en las personas) sobre la labor de un colectivo que, aunque ha de seguir unos principios de actuación, no se puede sintetizar en una hoja de ruta con etapas perfectamente delimitadas en el tiempo y con unos objetivos medibles. La terapia psicológica es algo más hondo, fino y sutil. Es un proceso única y exclusivamente cualitativo. Y cada persona exige una atención y acompañamiento completamente diferente. Un camino que se traza según se está recorriendo, en el que se pueden resolver cuestiones a corto pero que solo resulta provechoso si se considera largo plazo.  

Una relación, entre terapeuta y paciente, que parte de la premisa de la confidencialidad y se basa, o debiera hacerlo para ser exitosa (en términos de bienestar, que no de productividad como acostumbra a ser la horma de nuestro mundo), en la confianza, la sinceridad y la honestidad. Un compromiso que exige esfuerzo tanto para relatar lo nunca antes verbalizado como para escuchar sin prejuicios e ir más allá de la aparente solidez de lo formulado para deducir en qué se fundamenta, qué conexiones tiene y qué se ha de conseguir a partir de ahí.

85 capítulos en los que Yalom desgrana claves -como ya lo hiciera en modo relato en Verdugo del amor– que en muchas ocasiones suenan a lógica y sentido común, pero que a los ajenos a la materia nos hacen entender la amplitud, complejidad y seriedad de su campo de trabajo. Sin embargo, bajo esa sensación inabarcable hay algo que sí nos acerca, y son los valores por los que se ha de regir todo diálogo que tenga intención de ser verdaderamente fructífero para ambas partes. En este sentido, El don de la terapia no es un libro de autoayuda, su lectura no sustituye en nada la realidad de un proceso terapéutico, pero sí que podemos tomar de él pautas de actuación. No resolverán nuestros grandes problemas, inquietudes y obsesiones, pero seguro que si las reflexionamos adecuadamente -lo que siempre conlleva autocrítica- pueden ayudarnos a hacerlos más llevaderos y evitar aquellos otros con los que complementamos nuestras preocupaciones diarias.    

El don de la terapia, Irvin D. Yalom, 2002 (2018 en castellano), Ediciones Destino.

10 novelas de 2017

Historias escritas en España, EE.UU., Francia o Panamá, cuentos de apenas unas páginas y relatos largos, narraciones sobre el amor y la amistad, sobre el deseo de conocer y la ilusión de un futuro mejor, habitadas por personas que fueron importantes y por otras que llegan de nuevas a ellas,…

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«Las impuras» de Carlos Wynter Melo. Una mujer que no sabe quién es y otra que imagina por ella sus recuerdos. Un ejercicio de creatividad que a esta segunda le vale para alejarse de aquellas vivencias en que el derrumbe de su país, cuando fue ocupado por las tropas norteamericanas en 1989, le hizo sentir que su vida había perdido su sentido, obligándola a huir. Una pequeña novela escrita con la verdad del corazón y contada desde el deseo de honestidad con que se procesan las emociones en el estómago.

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«El amor del revés» de Luis G. Martín. Bajo el formato de autobiografía, un relato de la vivencia de la homosexualidad en la España de las últimas décadas. En un país retrasado, trasnochado, nacional católico primero e insensible, embrutecido y no tan progre como se creía aún mucho tiempo después. Una narración íntima y desnuda que muestra sin pudor, pero también sin lástima ni compasión, el dolor, las lágrimas y el terror que conlleva aceptarse, mostrarse y vivirse cuando se inicia ese proceso en la más absoluta soledad. Un ejercicio literario de sinceridad y honestidad en el que queda plasmado cómo se pueden sanar las heridas y hacer de la debilidad, fortaleza y de la vergüenza sufrida, orgullo de ser como se es y ser quién se es.

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«La conjura de los necios» de John Kennedy Toole. Una lectura tan divertida como estimulante. Una ácida y corrosiva narrativa que no deja títere con cabeza en su disección de cada personaje y situación en mil piezas. Una abrumadora construcción de una serie de situaciones y entornos en los que se pone patas arribas múltiples aspectos de la sociedad actual (la familia, el trabajo, la educación,…). Una ironía y una sátira brutales con las que quedan al descubierto todas nuestras imperfecciones, contradicciones y paradojas.

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«La vida ante sí» de Romain Gary. Literatura de alto nivel, exquisita y elevada, pero accesible para todos los públicos. Por su protagonista, un niño árabe criado por una antigua meretriz judía, ahora metida a regente de una pequeña residencia de hijos de mujeres que ejercen la que fuera su profesión. Por su punto de vista, el del menor, espontáneo en sus respuestas y aplastantemente lógico en sus planteamientos. Pero sobre todo por la humanidad con que el autor nos presenta las relaciones entre personas de todo tipo, los retos cotidianos que supone el día a día y las dificultades de vivir al margen del sistema en el París de los años 60.

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«La canción pop» de Raúl Portero. La música tiene el mágico poder de ser capaz de contar una historia en muy pocos minutos, presentándote los personajes involucrados, relatando qué sucede entre ellos, qué viven y qué sienten, de dónde vienen y a dónde desean ir. Todos tenemos una canción de nuestra vida, esa que imaginábamos que hablaba de nosotros y que con su ritmo nos llegó muy hondo la primera vez que la escuchamos, haciendo que afloraran a la superficie emociones cuya intensidad no creíamos ser capaces de sentir pero que deseábamos vivir. Un sueño que ya no perseguimos pero al que no renunciamos. Eso es esta novela contenida, auténtica, una partitura fresca y ágil, aparentemente liviana, pero que dispara de manera certera y da de pleno en el blanco.

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«La noche del oráculo» de Paul Auster. El libro dentro del libro. El autor que se imagina la historia de un personaje que se propone iniciar una nueva vida, como si se colocara ante una hoja en blanco, tal y como hace desde este otro plano contrapuesto a la ficción que es la realidad. Un mundo de carne y hueso en el que suceden acontecimientos que adquieren un significado más allá cuando son contextualizados por un editor que sabe cómo relacionarlos entre sí. Ese es el laberinto mágico de paralelismos, espejos, verdades e irrealidades perfectamente trazado por el que nos hace transitar Paul Auster.

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«La tierra convulsa» de Ramiro Pinilla. Del Getxo agrícola y ganadero de finales del siglo XIX al Gran Bilbao industrial, burgués y capitalista del XX. Del idealismo costumbrista con que se recuerda el pasado al que nos aferramos, al realismo social de un entorno cambiado tras un proceso de profunda agitación. La primera y bien planteada entrega de una trilogía, “Verdes valles, colinas rojas”, en la que su autor prima en ocasiones sus habilidades como escritor sobre la fluidez de su relato.

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«Nubosidad variable» de Carmen Martín Gaite. La bruma del título es también la de la mente de las dos protagonistas de mediana edad de esta ficción que no aciertan a saber cómo enfocar correctamente sus vidas. Una revisión de pasado, entre epistolar y monologada, y un poner orden en el presente a través de una prosa menuda y delicada con la que llegar mediante las palabras hasta lo más íntimo y sensible. De fondo, un retrato social de la España de los 80 finamente disuelto a lo largo de una historia plagada de acertadas referencias literarias.

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«Patria» de Fernando Aramburu. Una obra que toca todos los palos de lo que por distintos motivos unos y otros llamaron conflicto. La visión política, la realidad social y la vivencia personal en un entorno en el que todo se movía aparentemente en un amplio rango de grises tras el que se ocultaba la cruda realidad de la vida o la muerte, o conmigo o contra mí. Un relato ambicioso y muy bien estructurado al que se le echa en falta ir más allá de su hoja de ruta para emocionarnos no solo por lo que narra en su trama principal, sino también por lo que cuenta y propone en las secundarias.

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«Un perro» de Alejandro Palomas. El bagaje de cuarenta años de biografía, el balance de todo lo vivido por Fer y de los capítulos que conforman el libro de su presente, el ajuste entre las distintas piezas que conforman el puzle de su familia. Alejandro Palomas plasma con gran belleza, equilibrio y naturalidad cuanto pasa por la mente de su protagonista durante unas horas de tensa y amarga, pero también sosegada y meditada espera. Desde lo más ligero y superficial, los lugares comunes en los que nos refugiamos, a los más íntimos y ocultos, aquellos que rehuimos para no volver a encontrarnos con el dolor que allí dejamos.

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“Instrumental”, la verdad de James Rhodes

La verdad, toda la verdad y nada más que la verdad sobre las consecuencias de por vida de los abusos sexuales a los niños y el poder de la música, el arte y la cultura en el desarrollo, crecimiento y equilibrio interior de toda persona. James Rhodes disecciona con una absoluta, cruda y fría asertividad su pasado y presente para mostrar quién y cómo es en sus múltiples facetas (padre, esposo, amigo,…). Una narración que deja en estado de shock a su lector y un estilo que ojalá se prodigue mucho más a la hora de tratar el delicado asunto que tratan estas memorias.

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El primer paso para sanar una herida que se ha ocultado durante mucho tiempo es reconocer su existencia. Después ponerse en manos de expertos que te ayuden a curarla, lo que probablemente conlleve un duro, largo y doloroso proceso. La última etapa será la de convivir con una cicatriz que resulta visible, compartiendo cuando sea necesario quién y cómo la causó. Ese complicado, arduo y costoso camino le llevó a James tres décadas de su vida, y como bien dice, nunca se acaba, siempre cabe la posibilidad de poder volver a revivir aquel infierno porque su semilla te acompaña por siempre dentro de ti.

Con un lenguaje claro, directo y coloquial, a la par que sobrio, preciso y acertado cuenta como en varias ocasiones casi le costó la vida tomar conciencia de qué adolescencia y adultez ha vivido por el hecho de haber sido violado una y otra vez desde los cinco hasta los diez años por uno de sus profesores. Las secuelas físicas –intervenciones quirúrgicas siendo ya adulto como consecuencia de las lesiones sufridas cuando su cuerpo aún no estaba formado-, psicológicas –inseguridad, obsesiones, aislamiento, desconfianza-  y psiquiátricas –toda forma de violencia contra sí mismo, drogas, alcohol, auto lesionamiento, intentos de suicidio,…, ingresos hospitalarios- le han acompañado cada día, hasta el punto de haber hecho de él poco más que un profundo minusválido emocional, un hombre que a duras penas podía relacionarse con su entorno  y establecer lazos afectivos sólidos y duraderos con aquellos que le rodeaban (padres, amigos, mujer, hijo,…).

Esto es lo que Rhodes cuenta con absoluta naturalidad, expone con rigor y comparte con honestidad en Instrumental. Unas memorias que tienen el objetivo de dar un relato auténtico y sincero y, sobre todo, objetivo, de lo que sufre una persona a la que en su infancia violaron. Porque el término exacto es este, no es el de “abusado” ni “acosado”. Con él, como con muchos otros, fueron más allá. Y ante esta barbarie la sociedad –tanto en su conjunto como cada uno de nosotros si somos testigos de ello- no puede dejar que sea el tiempo el que todo lo cure o sentenciar con ligereza que aquello fue algo ya pasado y que hay que mirar hacia delante.

Su propuesta es sencilla y sin opción a alternativas. El primer paso es dar visibilidad a los hechos, encerrar en prisión a los pedófilos y, lo que es más importante, atender a sus víctimas. No solo para que no se sientan culpables ni causantes de lo que les ocurrió sino para que, lo que es más arduo y difícil, puedan reconstruirse psicológica y emocionalmente, ser capaces de volver a ser una persona completa como lo eran hasta aquel día en que en su interior se alejaron de sí mismos como consecuencia de la violencia y la crueldad, tanto física como psicológica, que les estaban infligiendo.

James no contó con un entorno que le ayudara en esta labor. Tardó más de dos décadas en verbalizar lo que le sucedió y una más en conseguir su equilibrio interior. Tiempo en el que si algo le mantuvo vivo fue la música en su versión más pura y auténtica, la clásica. Un arte que, gracias a todas las sensaciones que le causaba (tanto escuchando como tocando), le sugirió y le motivó para seguir adelante. Quizás fue el refugio que encontró para sobrevivir, quizás fuera la vocación con la que nació, pero sea cual sea la razón, es el medio a través del cual ha hecho su camino y encontrado su sitio personal y profesional en el mundo.

Este es el segundo hilo argumental de Instrumental, y aunque quede como secundario ante la hondura del primero, resulta tan interesante y aleccionador como aquel por lo que revela y ejemplifica. La expresión y la creatividad son dos dimensiones del ser humano a las que se puede acceder a través del lenguaje de la música. Sin embargo, el sistema educativo público ni siquiera lo tiene en cuenta y James nunca tuvo la suerte ni la facilidad de practicarla más allá que de manera extraescolar en su infancia. A lo largo de su vida, la música iba y volvía hasta que entendió que el fin para el que había sido educado –terminar una carrera universitaria, encontrar un trabajo y ganar dinero- no era el suyo. Se focalizó entonces en el teclado y consiguió a base de empeño, persistencia y perseverancia que el piano fuera su medio de ganarse la vida.

Y si en el terreno formativo James Rhodes tuvo que labrarse su propia hoja de ruta, en el profesional no le fue diferente. A su juicio, el género clásico está hoy en día secuestrado por unos protocolos arcaicos, unos espectadores vetustos y unos sellos musicales que se niegan a innovar y a darle el aire fresco que demandan los nuevos públicos. Un muro al que ha declarado la guerra conversando desde el escenario con los asistentes a sus conciertos, criticando abiertamente a su establishment en los medios de comunicación y llevando a cabo sus propias propuestas para actualizar la imagen y el valor del género ante unas audiencias más amplias.

Valga como muestra de este último punto el sugerente prólogo con el que abre cada capítulo. En total veinte introducciones a otras tantas piezas maestras en las que da pinceladas sobre la vida y obra de sus autores (Beethoven, Bach, Mozart, Schubert,…), la intencionalidad de la partitura y lo que su conversión acústica le provoca a él. Toda una banda sonora que se puede escuchar en internet y que constituye el perfecto colofón, a la par que gran vehículo introductorio, a unas memorias que ojalá consigan su propósito de concienciarnos sobre algo que quizás no consigamos que deje de ocurrir, pero que sí podemos aliviar cuando suceda.

10 películas de 2016

Periodismo de investigación; mujeres que tienen que encontrar la manera de estar juntas, de escapar, de encontrar a quienes les falta o de sobrevivir sin más; el deseo de vengarse, la necesidad de huir y el impulso irrefrenable de manipular la realidad; ser capaces de dialogar y de entendernos, de comprender por qué nos amamos,…

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Spotlight. Tom McCarthy realizó una gran película en la que lo cinematográfico se mantiene en la sombra para dejar todo el protagonismo a lo que verdaderamente le corresponde, al proceso de construcción de una noticia a partir de un pequeño dato, demostrando cuál es la función social del periodismo y por qué se le considera el cuarto poder.

Carol. Bella adaptación de la novela de Patricia Highsmith con la que Todd Haynes vuelve a ahondar en los prejuicios y la crueldad de la sociedad americana de los años 50 en una visión complementaria a la que ya ofreció en Lejos del cielo. Sin excesos ni remilgos en el relato de esta combinación de drama y road movie en la que la unión entre Cate Blanchett y Rooney Mara echa chispas desde el momento cero.

La habitación. No hay actores, hay personajes. No hay guión, hay diálogos y acción. No hay dirección, hay una historia real que sucede ante nuestros ojos. Todo en esta película respira honestidad, compromiso y verdad. Una gran película sobre lo difícil y lo enriquecedora que es la vida en cualquier circunstancia.

Julieta. Entra en el corazón y bajo la piel poco a poco, de manera suave, sin prisa, pero sin pausa. Cuando te quieres dar cuenta te tiene atrapado, inmerso en un personalísimo periplo hacia lo profundo en el que solo eres capaz de mirar hacia adelante para trasladarte hasta donde tenga pensado llevarte Almodóvar.

La puerta abierta. Una historia sin trampa ni cartón. Un guión desnudo, sin excesos, censuras ni adornos. Una dirección honesta y transparente, fiel a sus personajes y sus vivencias. Carmen Machi espectacular, Terele Pávez soberbia y Asier Etxeandía fantástico. Una película que dejará huella tanto en sus espectadores como, probablemente, en los balances de lo mejor visto en nuestras pantallas a lo largo de este año.

Tarde para la ira. Rabia y sangre fría como motivación de una historia que se plasma en la pantalla de la misma manera. Contada desde dentro, desde el dolor visceral y el pensamiento calculador que hace que todo esté perfectamente estudiado y medido, pero con los nervios y la tensión de saber que no hay oportunidad de reescritura, que todo ha de salir perfectamente a la primera. Así, además de con un impresionante Antonio de la Torre encarnando a su protagonista, es como le ha salido su estreno tras la cámara a Raúl Arévalo.

Un monstruo viene a verme. Un cuento sencillo que en pantalla resulta ser una gran historia. La puesta en escena es asombrosa, los personajes son pura emoción y están interpretados con tanta fuerza que es imposible no dejarse llevar por ellos a ese mundo de realidad y fantasía paralela que nos muestran. Detrás de las cámaras Bayona resulta ser, una vez más, un director que domina el relato audiovisual como aquellos que han hecho del cine el séptimo arte.

Elle. Paul Verhoeven en estado de gracia, utilizando el sexo como medio con el que darnos a conocer a su protagonista en una serie de tramas tan bien compenetradas en su conjunto como finamente desarrolladas de manera individual. Por su parte, Isabelle Huppert lo es todo, madre, esposa, hija, víctima, mantis religiosa, manipuladora, seductora, fría, entregada,… Director y actriz dan forma a un relato que tiene mucho de retorcido y de siniestro, pero que de su mano da como resultado una historia tan hipnótica y delirante como posible y verosímil.

La llegada. Ciencia-ficción en estado puro, enfocada en el encuentro y el intento de diálogo entre la especie humana y otra llegada de no se sabe dónde ni con qué intención. Libre de artificios, de ruido y efectos especiales centrados en el truco del montaje y el impacto visual. Una historia que articula brillantemente su recorrido en torno a aquello que nos hace seres inteligentes, en la capacidad del diálogo y en el uso del lenguaje como medio para comunicarnos y hacernos entender.

Animales nocturnos. Tom Ford ha escrito y dirigido una película redonda. Yendo mucho más allá de lo que admiradores y detractores señalaron del esteticismo que tenía cada plano de “Un hombre soltero”. En esta ocasión la historia nos agarra por la boca del estómago y no nos deja casi ni respirar. Impactante por lo que cuenta, memorable por las interpretaciones de Jake Gyllenhall y Amy Adams, y asombrosa por la manera en que están relacionadas y encadenadas sus distintas líneas narrativas.

«La habitación»

No hay actores, hay personajes. No hay guión, hay diálogos y acción. No hay dirección, hay una historia real que sucede ante nuestros ojos. Todo en “La habitación” respira honestidad, compromiso y verdad. Una gran película sobre lo difícil y lo enriquecedora que es la vida en cualquier circunstancia.

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Una mujer secuestrada junto a su hijo de cinco años desde antes de que este fuera concebido podría dar pie a secuencias de mucho dramatismo. Un niño que descubre el mundo a la edad en que muchos ya se han hecho en él un sitio propio, sería una excusa perfecta para un relato de emociones fáciles. Sin embargo, lo que Lenny Abrahamson ha creado a partir del guión de Emma Donoghue es un relato contado desde la normalidad de quienes la viven, y no desde el ojo subjetivo, prejuicioso e, incluso, mediatizado por el sensacionalismo de los medios de comunicación que muchos espectadores podríamos tener. Frente a esto, no opta por la épica de convertir a sus protagonistas en héroes que se enfrentan a la adversidad y lo desconocido. No, quienes viven dentro y fuera de La habitación son personas de carne y hueso que hacen del instinto de supervivencia y el deseo de una vida con perspectiva de futuro, el motor que guía sus pensamientos y decisiones. Un planteamiento que es en sí mismo la primera de las muchas virtudes que tiene esta cinta.

Cada escena se desarrolla como si fuera un gran momento, cuanto ocurre en cada una de ellas forma una pequeña cápsula de vida que tiene sentido y significado por sí misma. No hay ni un momento vacuo en las casi dos horas de proyección y a medida que pasan los minutos, el universo interior y exterior en el que habitan Ma y y el pequeño Jack crece con la suma de las situaciones de las que hemos sido testigos, con sus momentos de inflexión, pero sin giros de ciento ochenta grados que nos hagan variar las percepciones o las primeras impresiones obtenidas en el discurrir de su historia. Aquí todo es tal y como se ve, no se nos engaña, no se juega a que descubramos qué no es lo que parece. Lo que se nos ofrece es un viaje al interior de las emociones y los sentimientos de los miembros de una familia de tres generaciones (abuelos, madre e hijo) que tan solo exige un esfuerzo a cambio, hacer un trayecto paralelo y similar por nuestro interior. Se crea así una conexión que va más allá de la empatía, la proyección o la identificación para, sin dejar de ser nunca espectadores, convertir lo que estamos viendo en una experiencia, en un sentir que muta en vivencia y que, por tanto, deja poso y huella interior.

Cada segundo de Brie Larson en pantalla es un equilibrio de las múltiples emociones que esta madre, hija, mujer y niña, valiente, dolida, aturdida y confundida a la vez, ha de gestionar de manera simultánea. Ella no pasa de un registro a otro, ella es todos a la vez. En cambio, el joven Jacob Tremblay es una hoja en blanco sobre la que se puede escribir cuanto se desee, que no solo hay espacio en él para describir y narrar cuanto sea necesario, sino que además va a adquirir una presencia necesariamente protagonista, absoluta incluso cuando así es requerido sin necesidad de adornos ni subrayados técnicos. Le basta con ser, con estar. Junto a ellos, destacar a Joan Allen entre un plantel de secundarios que demuestran que en La habitación todo tiene un sentido y una función, que no sobra nada ni nadie, que todo la enriquece y la hace grande.

“49 goles espectaculares”, Davide Martini sabe mostrarse como adolescente

Con naturalidad, con la sencillez de mostrar las cosas tal y como son, sin dramas ni tragedias, pero sin vanalidades ni ligerezas, así es la realidad que este autor italiano muestra sobre ese momento de la vida en que uno busca poner palabras individuales y coordenadas colectivas a quién es y cómo de diferente o de igual tu circunstancia te hace respecto a los demás.

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Lorenzo, un joven preuniversitario, se prepara para iniciar el curso escolar y volver a un universo formado por chicos con los que se fuma y bebe y chicas a las que se ha de pretender sexualmente. El paquete lo completan un volumen de “En busca del tiempo perdido” de Marcel Proust que nuestro protagonista lleva siempre en la mochila y unos padres que son, pero que no están. Pero algo sucede que no responde a la lógica de lo esperado. A pesar de las eternas conversaciones sobre lo de siempre, a Lorenzo el tema del sexo con aquella u otra muchacha compañera de clase o del instituto no le llama, no le motiva, él no se ve. ¿Qué sucede? Primero llega la duda, la incertidumbre de ver lo que no se es, después viene la pregunta, los tanteos con la respuesta y la aceptación de lo que se es.

Un viaje que dura nueve meses, lo que un curso escolar y en el que a través de los ojos, el corazón y el relato en primera persona –sabiendo variar de registro, de la narración literaria a la íntima a modo de diario- del protagonista conoceremos una realidad que aun siendo ficción no deja de ser realista. Con matices localistas, pero con una verdad que puede ser tomada como propia en cualquier lugar occidental. ¿Qué ocurre con aquellos que no tienen a su alrededor referentes? ¿Qué sucede cuando teniendo 17 años sientes que el torrente de la normalización amenaza con arrasar al que no se pliegue a sus gestos y comportamientos?

En esa nebulosa, en esa atmósfera de incertidumbre, en esa semilla deseando surgir, brotar y crecer es donde se desenvuelve como pez en el agua Davide Martini a través de una narrativa sencilla y sin adornos. Pero con una corrección total, sin excesos ni alardes literarios, con las palabras justas en sus descripciones y diálogos, las necesarias para mostrar la posible autenticidad de los hechos que expone y la variedad, convivencia y choque de planos que conforman la vida de un adolescente. Su estilo y técnica están al servicio de los personajes, de los acontecimientos y sensaciones que estos viven, descubren, sienten y aprenden a interpretar.

En “49 goles espectaculares” hay ilusión y dudas, miedo y ganas, también inexperiencia y recelos, pero tantos como voluntad y honestidad en recorrer un camino que está por ser construido. Como anécdota, señalar la curiosa contraposición de auto enseñanza emocional que se han de buscar Lorenzo, Giulia, Gianni y demás amigos y compañeros en el entorno académico –ese donde te enseñan fórmulas, fechas, títulos, autores y vivencias de tiempos pasados- en torno al cual se estructura la formalidad de sus vidas.

La primera novela de este médico también escritor afincado en España se publicó en Italia en 2006 y semanas atrás llegó a España de la mano de un nuevo sello editorial, Dos Bigotes, que promete dar voz y presencia a una manera de contar la circunstancia LGBTI combinando el saber hacer literario con la cercanía y la cotidianeidad de las circunstancias individuales que desde la diferencia nos hacen a todos similares. Bienvenidos sean más títulos tanto de Davide Martini como de Dos Bigotes.

Sobrecogedor “Ivan-Off”

Del drama a la tragedia, intensidad con momentos de hilaridad en un reparto coral con buenos secundarios y un soberbio Raúl Tejón como protagonista.

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Personaje, texto e interpretación se funden de manera tan completa y tan perfecta que el “Ivan-Off” de La Casa de la Portera te deja clavado al asiento con el estómago encogido, el corazón en un puño y la piel como escarpias. El drama no está en lo que sucede, no ocurre nada diferente a lo que podría ser la cotidianeidad de cualquier otro hombre, sino en lo que Chejov escribió, ahora versionado por José Martret y convertido en espectáculo por Raúl Tejón. La tragedia está en la desnudez con que se muestra la verdad de un hombre insatisfecho con el que mundo en el que vive y el papel que se le ha otorgado tanto en lo social, supuesto líder terrateniente, como en lo íntimo, esposo amantísimo.

Sinceridad brutal, sin límites en un texto del siglo XIX reconvertido en el XXI en emociones más allá de la piel, en un alma abierta que muestra el conflicto continuo que vive en su interior. El trabajo de Tejón es mucho más que gesticulación, voz y mirada. La sincera expresividad de su rostro es sobrecogedora, es el escaparate diáfano de un viaje que llega hasta las entrañas de un hombre que nos muestra la impotencia de no ser quien se espera de él, el dolor que esta realidad le causa y el que él causa a su alrededor, su honestidad reconociendo esta situación y el conflicto por no saber cómo darle solución. Desde el momento en que comienza la función Raúl Tejón crea a su alrededor un aura que llena la sala atrapando y arrastrando a los espectadores en su lucha por saber qué palabras poner a lo que siente, qué hacer, cómo vivir con ello.

Dándole la réplica destaca un alucinante Germán Torres poniendo cara a esos que con humor intentan ocultar la miseria espiritual que aun así se les escapa por las grietas de sus sonrisas. Y junto a él, un enérgico David González respondiendo con un sinuoso cinismo como manera de sobrevivir resueltamente ante las penurias y como parásito de los éxitos de los demás. En el lado femenino, Rocío Calvo y Carmen Navarro son el otro lado, las apariencias vacuas, las formas sin fondo,  los puntos de hilaridad en esos momentos sociales que están entre la comedia y el esperpento. Ellos cuatro son parte de un reparto coral que en su conjunto funcionan como una pieza única, perfectamente engranados.

Únase a todo esto la magia escénica que tiene la Casa de la Portera y el papel intensificador que sus reducidos espacios causan en su selecto aforo de 22 asistentes cuando el resultado es tan bueno como sucede en este caso.

Tres años después de su estreno “Ivan-Off” ha vuelto al lugar que le vio nacer y donde había sumado hasta ahora 287 representaciones. Algo que se queda en anécdota ante lo vivido en su reestreno este pasado 19 de febrero, noche en la que esta adaptación del Ivanov de Chejov rezumó una frescura, fuerza y energía que le hace digna merecedora de seguir en cartel por mucho tiempo.

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“Ivan-Off” en La Casa de la Portera (Madrid)