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“Malcolm y Marie”, retórica y exceso

Casi teatro filmado. Buscando con su blanco y negro la esencia de la palabra. Con un texto brillante que va del golpe a la caricia atravesando las capas alternas de emoción y razón que conducen de la sinceridad a la intimidad. Una dirección tramposa cuando simula jugar al realismo, pero divertida y estimulante cuando se vuelca en el arte de la retórica. Y dos actores fantásticos, completamente entregados a la verbalidad y corporeidad de sus papeles.

Malcolm y Marie llegan a casa tras el estreno de la película del primero y por la manera en que ella le responde mientras le prepara algo de cenar, él deduce que pasa algo. Comienza un tira y afloja de preguntas y respuestas cortas, de interrogantes deductoras y evasivas que acaba generando una explosión incontrolada. Lo que inicialmente parece ser un desencuentro por una expectativa no cumplida deriva en una bronca en la que surgen cuestiones que llevan arrastrando desde hace tiempo. De ahí, con alcohol y cigarrillos de por medio, a un agujero negro en el que se entremezclan el ajuste de cuentas, la revancha y el salto al vacío buscando no se sabe bien si la catarsis o la destrucción total.

Con el recuerdo de la expresividad visceral de ¿Quién teme a Virginia Woolf?, la sinceridad de los Secretos de un matrimonio de Ingmar Bergman o la mirada forense de Revolutionary Road, Sam Levinson convierte la nocturnidad de esa casa en mitad de la nada en un ring que acaba resultando ser el escenario de una batalla dialéctica. La suya es una propuesta sobre el poder de la palabra. Lo que esta nos permite expresar y hasta dónde podemos llegar con ella.

Tras la espontaneidad de los diálogos hay una escritura inteligente y perfectamente estructurada que disecciona la aparente unión de esta pareja. Pasando de lo puntual a lo nuclear, de lo que se evidencia en gestos y expresiones a lo intangible, de la superficie en la que se convive a la profundidad en que las dos personas se comprometen y se vinculan, hasta un lugar más hondo y recóndito en que cada uno sigue estando en soledad.

Una fluidez con un punto de artificio resultado del trabajo de Levinson tras la cámara. El esteticismo de la fotografía, el subrayado de los diálogos y la amplificación de la atmósfera con la selección de temas musicales de la banda sonora y, sobre todo, la línea roja entre la hipérbole y la sobreactuación a la que lleva a sus intérpretes. Ya sea teniendo el gesto apropiado que condense la carga emocional a punto de implosionar, en conversaciones donde sus miradas y lenguaje corporal son tan excitantes como lo que se dicen, y en monólogos en los que Zendaya y John David Washington fuerzan tanto su propia credibilidad como la de la película.

Excesos a los que se añade su crítica al mundo del cine. A su dicotomía entre lo artístico y su funcionamiento como industria capitalista, la mirada estrecha de los periodistas como consecuencia de su ego (genial la lectura de la crónica de Los Angeles Times) y los filtros raciales que imponen los medios de comunicación a la hora de establecer referentes (lo que le sirve para reivindicar a Spike Lee y Barry Jenkings, así como homenajear a William Wyler).  

“The american dream” o el vacío de una nación, según Edward Albee

Un escenario único, cinco personajes y una situación cotidiana le bastan al autor para poner patas arriba tanto a la sociedad estadounidense en su conjunto – materialismo, discriminación por edad, las apariencias- como la desafección y falta de valores individuales de sus ciudadanos.

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Apenas unas páginas de diálogos aparentemente inocuos son suficientes para que nos quede claro en el inicio de esta obra que estamos ante un matrimonio en el que la mujer se impone como prioridad y protagonista absoluta de su hogar ante su marido; quién, según ella, disturba la paz de su casa –su madre-;y que vivimos en un momento y lugar en el que el interés económico es el que marca el ritmo de respuesta de las personas ante las peticiones de los demás.

Cada situación de “The american dream” desvela una realidad en la que el comportamiento de las personas en escena expone algo más que una actitud ante un momento determinado. Las emociones que surgen revelan la manera egocéntrica y vanidosa de pensar y actuar que rige y articula sus vidas. La interacción entre ellos nos muestra las coordenadas de anarquía afectiva en la que se mueve cotidianamente la sociedad de la que forman parte, según este texto escrito por Edward Albee en 1960. Sus diálogos revelan que el dinero y la aceptación social son los motores que les mueven, así como que el valor de las personas se mide por lo material que se pueda conseguir a través de ellas. Tema culmen es la cosificación que la mediana edad ejerce sobre jóvenes y mayores, potencialmente productivos los primeros, declaradamente inútiles los segundos desde su punto de vista. En cualquier caso, ambos grupos sin voz ni voto por decisión de los que se consideran gobernantes de su entorno.

Todo ello en un tono irónico y ácido. La aparente seriedad y elevado estatus que se otorgan en sus intervenciones Mommy, Daddy y Mrs. Barker provocan al otro lado del escenario (o de las páginas) que nos mofemos de ellos por su vacuidad y bajo espíritu. Resulta evidente la inteligencia de Albee y su capacidad para mostrar con gran sencillez y linealidad narrativa su visión de la sociedad del país más poderoso y avanzado del mundo, cuyo motor es, según él, su elevado cinismo.  Algo que subraya con recursos atrevidos con los que construye la puesta en escena como esas menciones al espacio fuera del mismo en el que son incapaces de encontrarse los personajes que a él salen o de hallar lo que antes en él existía. Un punto de brillante absurdo y de existencialismo con el que acentuar su intención de que esta versión teatralizada del sueño americano desvele el contenido real de algo que nos seduce bajo su forma, pero cuyo fondo resulta mísero, cruel y psicológicamente destructivo.

“The american dream” supone un paso delante de Edward Albee en la disección de los conflictos humanos y sociales que había iniciado dos años antes, en 1958, en “The zoo story” y que alcanzaría cotas máximas en 1963 en “¿Quién teme a Virginia Wolf?”. Títulos que junto al nombre de su maestro autor forman ya parte de la historia del teatro americano de la segunda mitad del siglo XX.

“The zoo story”, brillante primera obra de Edward Albee

Una de las primeras creaciones del famoso autor de “¿Quién teme a Virginia Wolf?” en la que ya demuestra su maestría en convertir momentos cotidianos en situaciones límite, en hacer de un diálogo rutinario una tormenta que desnuda las verdades y los límites de conciencia de sus protagonistas.

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Cuenta Albee en el prólogo de la edición que ha llegado a mis manos (Signet Classic, 1963) que este fue uno de los tres primeros textos que escribió, siendo representado primeramente en Berlín tras pasar por varias manos. La representación en la entonces sitiada ciudad alemana fue el pasaporte para que volviera aceptada a Nueva York al año siguiente, apenas tres años y medio Broadway y Hollywood le pondrían la alfombra roja gracias a la brutal y descarnada maestría de “¿Quién teme a Virginia Wolf?”.

Sin embargo, el éxito no llega solo, algo se estaba ya fraguando en esta historia del zoo ambientada en un rincón cualquiera del neoyorquino Central Park en el que un hombre aparente de 40 años que lee  sentado en un banco es interpelado por otro de unos 30. Mientras el segundo cuenta de manera profusa y verborrea una serie de historias a través de las cuales muestra alguna de las claves de su vida (una familia rota, un recorrido individual sin rumbo, un futuro sin proyecto vital), el primero calla más que habla y responde más que expresa, dejando ver las coordenadas de aparente éxito en las que se asienta su presente acomodado y sujeto a las normas (trabajo fijo, casa en propiedad, familia formada por mujer, dos hijas y dos mascotas).

Dos seres que por opuestos y diferentes que resultan inevitablemente complementarios. A medida que se suceden los minutos de lectura, “The zoo story” es un solo acto cuya representación podría durar hasta una hora según el ritmo que se le imprima, surge la provocación de aquel que considera no tiene nada que perder y el miedo de quien considera que sí corre riesgo.  Tras una primera fase de apariencia formal, surge la verdad, la violencia que se está dispuesto a ejercer para apropiarse de lo que uno se ve negado –lo que alienta el deseo de poseerlo-, o para defender lo que se considera propio -sin plantearse en qué medida es derecho de propiedad individual o de usufructo a compartir-.

El texto cuenta con anotaciones de su autor en las que deja libertad tanto a directores como actores para moldear a su manera la profusión de registros interpretativos de sus personajes, los detalles en las narraciones y descripciones de sus diálogos, y los cambios de ritmo que se pueden imprimir en su puesta en escena. Múltiples posibilidades que convierten a “The zoo story” en una fantástica ficción y una oportunidad de oro, para quien tenga la suerte de participar en su montaje y si está a la altura creativa de la propuesta de Edward Albee, de demostrar sus dotes como director o como actor haciendo vibrar y disfrutar a quienes acudan al teatro para verles.

«El largo viaje del día hacia la noche» de Eugene O’Neill

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En esta obra de título poético Eugene O´Neill se autobiografió poniendo un poco de él en cada personaje, volcando sobre cada uno de ellos un poco de su persona, de sus padres y de las mujeres que pasaron por su vida, de lo que mucho que viajó y bebió. Una purga a través de los diálogos de la que resulta ser una de las propuestas más salvajemente humana del teatro americano del s. XX.  Dos horas de libreto en las que su autor fue capaz de condensar muchos años de la historia de una familia y que ahora, desde finales del pasado mes de septiembre, toma cuerpo cada tarde sobre las tablas del Teatro Marquina.

Cuando llega la representación a su final, tanto el texto como las interpretaciones de Vicky Peña y Mario Gas hacen que este largo viaje parezca haber sido apenas un suspiro. Los espectadores nos levantamos de la butaca con la sensación de que han pasado décadas ante nuestros ojos: los dos jóvenes que se conocieron para convertirse en uno en un matrimonio, los hijos que llegaron después, que se hicieron adultos, los días buenos y los malos, las alegrías y las penas,… En el transcurrir simulado de unas horas Vicky Peña se mueve brillantemente sobre el escenario provocando que todo ocurra, que se caigan los velos de la realidad representada, de las apariencias, para que aflore sin tapujos la verdad de los hechos, de la existencia vivida. A su lado Mario Gas cumple eficazmente el papel de esposo, de atento galán que hace siempre de su dama la primera figura, tanto que él mismo se queda fielmente, un paso por detrás de su compañera. Su unión en escena es como la de sus caracteres, una simbiosis, un binomio, dos seres y dos soberbias interpretaciones que se retroalimentan.  A su vera todo lo demás resulta inevitablemente débil, como sucede con sus hijos –canibalizados por sus mayores- y con los actores que les encarnan –relegados por la maestría de sus mayores dominando la arriesgada tarea que para todo actor ha de ser el texto de Eugene O´Neill.

Cuatro personajes e interpretaciones fuertemente fusionadas formando un microcosmos de relaciones y perfiles cruzados -madre, padre e hijos; marido, mujer y hermanos- influenciándose inevitablemente entre unos y otros al mismo ritmo que el agua salada junto a las que viven, lo mismo en baja pleamar acariciando los pies desnudos del que pasea por la playa, como después en la más salvaje tormenta de un temporal de invierno tragándose los barcos que osaron salir a la mar. Yendo y viniendo, encrespándose y relajándose, evolucionando en círculos, así avanza la función dirigida por Juan José Alonso atrapando al espectador, arrastrándole a un torrente de emociones que le agarran el corazón y le retuercen el estómago dejándole sin habla, sin aliento, silente hasta ser capaz de recuperar su ritmo vital tiempo después de abandonar la sala.

Una visión cruda y descarnada que hace recordar otros autores americanos que tras Eugene O´Neill han hecho también de las tablas verdaderos rings familiares, como  Tennessee Williams en “La gata sobre el tejado de zinc”, Edward Albee en “¿Quién teme a Virginia Wolf?” o más recientemente Tracy Letts en “Agosto”.  Montajes que con mayor o menor acierto hemos podido ver representados en los últimos años en distintas salas de Madrid, y que nos dejan claro que al público de Madrid nos gustan –y mucho- las disecciones emocionales en que otros, y quizás nosotros a través de ellos, se dejan a la piel a jirones sobre el escenario.

Teatro Marquina, de lunes a viernes a las 19:00, sábados a las 18:00 y 21:30, y domingos a las 18:00