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«Julio Romero de Torres» de Fuensanta García de la Torre

Su peculiar estilo –al margen de las vanguardias de las primeras décadas del siglo XX y de la pintura oficial- le forjó un reconocimiento popular en vida que hizo que buena parte de la crítica y del mundo académico no le considerara como merece ni entonces ni posteriormente. Sin embargo, la calidad técnica de sus obras, la capacidad para unir lo profano y lo sagrado y el impacto visual de sus imágenes hace que su producción y su nombre vuelvan a ser desde hace años un referente artístico de la España de su tiempo.

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Julio Romero de Torres (1864-1930) hizo mucho más que pintar a la mujer española que señala la copla. La ensalzó como protagonista en multitud de ocasiones de unos lienzos con los que sacudió los límites de aquellos que querían seguir el dictado de la moral conservadora. Obras con las que también demostró que la historia de la pintura permitía seguir innovando sin necesidad de romper con los grandes nombres que habían configurado su evolución desde hacía siglos.

Ligado al arte desde bien niño, su padre era pintor y conservador del Museo de BB.AA. de Córdoba, su día a día estuvo siempre enmarcado en coordenadas artísticas. Rápidamente se inició en la práctica del dibujo y de ahí pasó al óleo, el temple y la aguada sobre papel, tabla, lienzo o mural. Siguiendo inicialmente las tendencias de su tiempo, el modernismo y la luz de Sorolla, pero poco a poco fue creando su propio lenguaje combinando la estética del simbolismo y las composiciones de nombres como Leonardo da Vinci, Tiziano, Valdés Leal o Goya, combinadas con elementos culturales de su tierra natal (el imaginario religioso, la narrativa y el sentimiento del flamenco o el urbanismo y la historia de su ciudad).

Fue reconocido y valorado por sus convecinos, siendo muchos de ellos los primeros que le hicieron encargos, ya fueran carteles para sus ferias, murales para las paredes de sus lugares de encuentro o retratos para sus residencias privadas. Una producción que junto a los títulos que presentó a distintas Exposiciones Nacionales -premiadas unas veces, rechazadas otras por la naturalidad con que mostraba cuestiones como la prostitución- le catapultaron hacia una gran fama y alta demanda desde lugares como Buenos Aires o Santiago de Chile.

Tal y como explica Fuensanta García de la Torre, Julio contó con la valoración y amistad de muchos de sus coetáneos –pintores, escritores, intelectuales…- , como Valle Inclán, Unamuno o Rusiñol, además de personajes de la alta sociedad o del mundo del espectáculo a los que recibía en su estudio de la calle Pelayo en Madrid. Un acompañamiento de su persona, figura y creación que, sin embargo, desapareció en gran medida tras su fallecimiento en mayo de 1930. Un alejamiento que se intensificó, aún más en los círculos intelectuales, por la apropiación que el régimen franquista hizo de su iconografía, ligándola a una visión regionalista de lo que suponía ser andaluz y, por extensión, español.

La que fuera entre 1981 y 2012 directora del Museo en el que se crió Romero de Torres  completa su ensayo sobre la producción y evolución del estilo del pintor con dos interesantes capítulos. Uno sobre las relaciones de influencia que tuvo con sus contemporáneos y otro en el que repasa cómo su imaginario ha seguido vivo hasta nuestros días, gracias sobre todo a la interpretación que de su obra, estilo e iconografía ha hecho, y sigue haciendo, la publicidad en sus múltiples formatos y soportes.

Julio Romero de Torres, Fuensanta García de la Torre, 2008, Arco Libros.

10 novelas de 2016

No todas fueron publicadas este año, algunas incluso décadas atrás, pero casi todas ellas tienen el denominador común de contar con protagonistas deseosos de comprender qué está pasando a su alrededor y de buscar ese punto, ya sea un lugar o un tiempo, en el que diferentes maneras de entender la vida puedan convivir pacíficamente.

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«Para acabar con Eddy Bellegueule» de Édouard Louis. De una manera cercana, directa y clara, el joven Édouard supera las expectativas que suscitó la atención crítica y mediática que tuvo su relato cuando se dio a conocer hace algo más de un año. Esta no es tan sólo la historia de un joven homosexual en un entorno que le rechaza por su orientación sexual. Es la exposición de un mundo en el que se lucha por sobrevivir y no verse arrastrado al fondo del pozo de la dignidad humana por la ignorancia intelectual y los prejuicios culturales de aquellos con los que se convive, así como de un entorno social sin opciones de futuro.

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«Los nombres del fuego» de Fernando J. López. Dos mundos separados por quinientos años, dos protagonistas unidas por un mismo deseo vital. Una historia de intriga y misterio en un escenario habitado por personajes sólidos y completos gracias al tratamiento de igual a igual que su creador establece con ellos. Un relato protagonizado por adolescentes llenos de ganas de vivir y de deseos por cumplir, un espejo en el que pueden verse reflejados todos los públicos.

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«Algún día este dolor te será útil» de Peter CameronTener 18 años no ha sido fácil para casi nadie. Y escribir sobre ello con honestidad menos aún. Con Cameron lo primero queda bien claro. De su mano, lo segundo se convierte en una historia llena de respeto y cercanía, sin condescendencia ni juicio alguno. Algún día… resulta una lectura apasionante por su estilo directo y sin adornos y unos diálogos ágiles, frescos y prolíficos con los que nos hace llegar el conflicto que es la vida cuando no se dispone de experiencia ni de conocimientos contrastados para hacer frente ni a las interrogantes ni a las expectativas de los demás.

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«Sudor» de Alberto Fuguet. Un profundo retrato del lado más visceral de las relaciones homosexuales y una disección sin escrúpulos de la cara interior del negocio editorial en una historia contada sin pudor ni vergüenza alguna, con una prosa sin adornos, articulada y plasmada con la misma informalidad, contaminación y suciedad con que nos comunicamos verbalmente.

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«Los besos en el pan» de Almudena Grandes. La vida transcurre por las calles y hogares de esta novela con la misma naturalidad y espontaneidad que en las ciudades y pueblos que habitamos cada uno de sus lectores.  Un relato verosímil sobre la cara humana de la crisis que llevamos viviendo desde hace casi una década. Historias cruzadas que encajan con la misma fluidez con que discurren en un equilibrio perfecto entre la ficción inspirada en la actualidad y el docudrama cinematográfico.

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«A Virginia le gustaba Vita» de Pilar Bellver. El relato con el que se abría Ábreme con cuidado a principios de año crece para convertirse en una excitante novela corta. Un intercambio epistolar lleno de sensibilidad a través del cual conocer cómo vivieron estas dos mujeres el proceso de enamorarse, su materialización carnal y la, similar y a la par tan diferente, vivencia posterior del sentimiento del amor recíproco.

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«Soldados de Salamina» de Javier Cercas. La Guerra Civil que comenzó hace 80 años es un tremendo agujero negro con muchas piezas aún por conocer y conectar tanto a aquel entonces como a nuestro presente. Una de esas, la de la supuesta salvación de morir fusilado del fundador de la Falange, Rafael Sánchez Mazas, es la que despierta la curiosidad de Cercas. Investigación, periodismo y ficción se combinan, se unen y se separan en esta historia que atrae por lo que cuenta y que destaca por haber tan pocas como ella.

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«Matar a un ruiseñor» de Harper Lee. Una historia sobre el artificio y la ilógica de los prejuicios racistas, clasistas y religiosos con los que la población blanca ha hecho de EE.UU. su territorio, a través de la mirada pura y libre de subjetividades de una niña a la que aún le queda para llegar a la adolescencia. Una prosa que discurre fluida, con una naturalidad que resulta aún más grande en su lectura humana que en su valor literario y con la que Lee creó un título que dice mucho, tanto sobre la época en él reflejada, los años 30, como de la del momento de su publicación, 1960.

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«París-Austerlitz» de Rafael Chirbes. Sin pudor alguno, sin nada que esconder, sin miedo ni vergüenza, sin lágrimas ya y sin más dolor que sufrir y padecer. Un relato con el corazón crujido, la mente explotada y el estómago descompuesto por la digestión nunca acabada del vínculo del amor, del fin de una relación imposible y del recuerdo amable y esclavo que siempre quedará dentro. Una joya esculpida con palabras en ese milimétrico punto de equilibrio entre el vómito emocional y el soporte de la razón, sabiéndose preso de las emociones pero también incapaz de ir más allá del vértice del acantilado al que nos llevan.

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«La ciudad de los prodigios» de Eduardo Mendoza. Una ficción que toma como base la historia real para con humor inteligente y sarcasmo incisivo mostrar cómo hemos evolucionado y crecido en lo material, pero siendo igual de desgraciados y canallas según nos toque vivir del lado de la miseria o de la abundancia. Un gran retrato de la ciudad de Barcelona y una aguda disección de los años que entre las Exposiciones Universales de 1888 y 1929 la proyectaron hacia la modernidad en una España empeñada en no evolucionar.

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“Mama Rosa” de Fernando Debesa

Casi cincuenta años de la historia de una familia aristocrática y de la mujer que, siendo una niña, comienza como sirvienta y llega al final de su vida convertida en una madre en la sombra. Cinco actos muy bien estructurados y secuenciados, con múltiples personajes y diálogos vivos y ágiles a través de los cuales conocer cómo se articulaban en Chile las diferencias de clases y las preocupaciones, valores y motivaciones de cada estamento social en la primera mitad del siglo XX.

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En 1906 Chile sufrió uno de los grandes terremotos de su historia, ese acontecimiento es el argumento de la conversación con que arranca esta obra que según cuenta su introducción fue todo un hito en el país sudamericano cuando se estrenó en 1952. En escena aparece Manuela, la matriarca viuda de los Echevarría y encargada tanto de gestionar desde Santiago un importante patrimonio latifundista como de supervisar la correcta educación de sus cuatro jóvenes hijos, dos niños y dos niñas. La manera de ser presentados nos deja claro cuál será el tono de la obra, por un lado costumbrista en su manera de mostrarnos los modos conservadores de esta familia de rancio abolengo, por otro merengue y hasta ñoño con los edulcorados toques emocionales de sus diálogos y gestos en los momentos más sensibles.

El punto más realista, el de los pies en la tierra, lo pone Rosa, la joven introducida por su tía para servir a las dos hijas y que poco a poco se convertirá en su persona de confianza para vivir siempre a su sombra, acompañándolas en momentos que para ella son imposibles por su origen y por su falta de medios. Esta pobre, llegada del mundo rural y de rudo hablar –al igual que todos los sirvientes de la casa-, es el claro contrapunto de la escasa recompensa que tiene mantener las buenas costumbres y ser fiel a los convencionalismos sociales, nada que ganar cuando los cumple y mucho que perder cuando se aleja de ellos. A través de ella somos privilegiados testigos y coprotagonistas de la vida de personas marcadas por el peso de la religión y de la sangre, o que van en contra del dictado familiar, incumpliendo la encomienda de proyectar el apellido familiar hacia el futuro.

Cada acto supone un acertado avance en el tiempo de varios años en el que en el caso de los hijos y de Rosa pasamos de la niñez a la adolescencia, la primera adultez, la madurez y la vida ya consolidada. Estadios en los que cada tensión genera un conflicto cuya resolución hace evolucionar, bien hacia adelante bien estancándolo, a cada personaje. Sus acciones y puntos de vista sobre distintos temas –los candidatos a cónyuge, la amistad con personas del otro sexo, los embarazos fuera del matrimonio, la gestión del dinero,…- confrontados tanto entre ellos como con el parecer de la madre y también ama y señora, nos harán ver cómo evoluciona Chile y que está bien considerado y qué causa escándalo en cada etapa, teniendo siempre de mar de fondo el qué dirán. Mientras tanto, el país se abre al mundo admirando las modas que llegan de París, aprobando leyes que eliminan teóricamente la servidumbre y sentando las bases para la igualdad entre hombres y mujeres, y haciendo que la capital pase de ser una ciudad de palacetes a una urbe de grandes edificios.

Mama Rosa guarda dentro de sí el largo y lento proceso del cambio más o menos natural, quizás traumático en alguno de sus pasajes, pero sin duda alguna inevitable. Una evolución referida no solo al coto de las mentalidades y personas que habitan esta función, sino también a la generalidad de la sociedad que representan.

«Sudor» de Alberto Fuguet

Un profundo retrato del lado más visceral de las relaciones homosexuales y una disección sin escrúpulos de la cara interior del negocio editorial en una historia contada sin pudor ni vergüenza alguna, con una prosa sin adornos, articulada y plasmada con la misma informalidad, contaminación y suciedad con que nos comunicamos verbalmente.

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Muchas veces tenemos la sensación de que cualquier momento de nuestras vidas podría convertirse en una secuencia cinematográfica o un pasaje novelesco, que bastaría recogerlo con una cámara o transcribir las conversaciones que mantenemos para construir una gran pieza. Sin embargo, cuando hemos intentando materializarlo siguiendo esta fácil y simple teoría, hemos fracasado estrepitosamente. La realidad no se pude grabar o copiar sin más, hay que saber reconstruirla, y para eso se ha de contar con dos escasas virtudes. La primera es mirarla hasta dilucidar su parte invisible, tan presente e importante como la que captamos a través del sentido de la vista. La segunda, aún más rara de encontrar, dominar técnicamente el lenguaje con el que se pretenda darle forma artística. Alberto Furguet tiene el don de contar con ambas capacidades y saber trabajarlas conjuntamente hasta dar con un resultado como el de Sudor.

Probablemente haya mucho de biografía y otro tanto de imaginación en este caluroso y tórrido final de año chileno de 2013, de cuerpos de hombres exultantes bajo sus ajustadas ropas y giras promocionales de reconocidos escritores. Pero lo importante no es cuánto hay de cada uno de estos ingredientes en sus endiabladas seiscientas páginas. Lo verdaderamente interesante y cautivador de ellas es la base de feroz ironía, cruel acidez y brutal sarcasmo sobre la que con un despiadado realismo se muestra la búsqueda del santo grial sexual que resultan ser las apps de contactos y las redes sociales entre hombres, así como el culto al ego, el salvaje materialismo y la erótica del poder que se extienden a todos los niveles en el lado empresarial de la cultura.

Entre un mundo y otro, formando de ambos una misma entidad, Alfredo, un editor de cuarenta años deseoso de encontrar el amor y de un trabajo con un mayor rigor profesional. Pero le falta saber en qué consiste exactamente eso que anhela y que busca a golpe de móvil en parques, cuartos de baño y acercándose a jóvenes inmaduros que desde el momento cero le dejan claro que solo quieren de él juego, diversión y entretenimiento. Una ausencia de habilidades sociales con las que, de tenerlas, le iría mucho mejor en el sucio y emponzoñado laberinto de intereses de todo tipo en que ha de desenvolverse en su trabajo con escritores de lo más variopinto, incultos gestores e ignorantes publicistas.

Fuguet nos manipula doblemente. Por un lado con un estilo ágil y versátil, combinando narración y diálogos en una coctelera en la que se pasa de la tercera a la primera persona en las descripciones y de un interlocutor a otro en los diálogos con la misma viveza, rapidez y soltura con que podemos cambiar caprichosa o inconscientemente de punto de vista. Y yendo más allá, pero también más adentro, apelando a lo más primario y visceral, al morbo. En el terreno físico con profusas, calientes y veraces descripciones de cuerpos, encuentros y actos sexuales llenos de detalles líquidos. En la vertiente intelectual, con apetitosas y explícitas menciones a nombres, verosímiles momentos públicos y acontecimientos privados de algunos de los autores latinoamericanos más conocidos de nuestro tiempo. Una inteligente y seductora maniobra con la que desmonta la imagen encumbrada que tenemos de los que practican las letras y nos hace ver cómo el mundo del arte tiene tanto o más de crónica social y manipulación mediática, al igual que cualquier otro negocio basado en la ley de la oferta y la demanda capitalista.