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“Jumpers”, el reductio ad absurdum de Tom Stoppard

¿Se puede demostrar un asesinato si no se encuentra el cadáver? ¿La existencia de Dios queda probada con nuestra continua explicación de su no existencia? Un hombre y una mujer en la misma cama, ¿son amantes o un doctor y su paciente? Si un todo es divisible por su mitad y cada una de sus mitades por sus mitades y así sucesivamente, ¿seremos capaces de tener de abarcar el todo de esa unidad? ¿A dónde quiere llevarnos Tom Stoppard? ¿Qué pretende contarnos?

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El símbolo del infinito es una línea recta que se hace sinuosa para después de avanzar dar la vuelta hasta devolvernos al punto de origen. Un inicio que ya no es el mismo porque está contaminado de lo vivido, aprendido y experimentado en ese viaje que aunque nos ha elevado a otra dimensión, no nos ha llevado a ningún lugar diferente a ese en el que ya estábamos y en el que ahora seguimos. Eso es lo que sucede cuando planteas preguntas para las que no hay respuestas, cuando el lenguaje sabotea a aquel que pretende servirse de él, haciendo que en lugar de un medio de expresión sea un instrumento de auto destrucción, que en lugar de ponernos en contacto con otras personas, mundos y realidades sea un medio para encerrarnos, oscurecernos y hacernos prisioneros de nosotros mismos.

Una propuesta claustrofóbica, un escenario con puerta de entrada pero sin salida, un espacio para la agorafobia en el que se muere sin saber cómo, se investiga sin finalidad, se acusa sin cargos y se argumenta sin pruebas. Un lugar en el que las cantantes no se saben las letras de sus canciones, los espejos se utilizan para ver en lugar de para mirarse, las tortugas recorren distancias inabarcables por la mente humana y los suicidas se disparan sin dejar rastro del arma utilizada.

Todo avance es una no consecución. Cada logro es una pérdida y cada un éxito un fracaso. Las dudas son certidumbres, las peticiones negaciones y las ofrendas rechazos. Toda manifestación de amor es un desamor. La frustración es la atmósfera natural de cada hombre y cada mujer, el aire que respiran las parejas y en el que se sienten cómodos, porque así lo han aprendido y así hemos sido educados todos los individuos. La angustia es la sensación dominante en este universo en el que no se avanza, no se progresa, no se crece, se consigue tanto como se pierde, lo negativo contrarresta a lo positivo y el no pesa tanto como el sí. La desazón se confunde con Descartes, el ruido con Mozart, la urbanidad con Voltaire y el bien y el mal son categorías establecidas por los hombres al margen de Dios.

Tras el éxito de su ópera prima unos años antes, Rosencrantz y Guildenstern han muerto, Tom Stoppard decide en 1972 ir a más en su juego de darle la vuelta a la realidad, retorciéndola y deconstruyéndola. Rompiendo los esquemas mentales de su espectador, no dejándole respirar, asfixiándole, agobiándole, inundándole de palabras y de significados, atrayéndole para rechazarle después, expulsándole para llamarle acto seguido.

Jumpers supone someterse a una tensión que resulta casi insoportable, es ir más allá de los límites para transitar por lo inhóspito y lo desconocido. Es la contención del exceso y el derroche de lo comedido. Una psicodelia dramática con profundos efectos secundarios.

La paradoja de «La fiesta de cumpleaños» de Harold Pinter

Un día anodino, una casa cualquiera y varias personas aburridas pueden ser el momento, el lugar y los protagonistas de una historia tan intrascendente y absurda como catártica. Veinticuatro horas que comienzan con la tranquilidad de los lugares donde no pasa nada para dejar paso a un desconcierto que nos atrapa como si estuviéramos esperando a Godot.

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Sur de Inglaterra, un día de verano en el que parece que hace buen tiempo, un bed & breakfast con un único inquilino que ya ha establecido una relación de convivencia y entendimiento con sus caseros. Los diálogos son los propios de personas que se conocen desde hace mucho tiempo, el lenguaje en voz alta no es más que un medio de practicar y mantener la inercia de los vínculos existentes. En un caso el del matrimonio, en otro algo que parece estar en un punto medio entre la amistad y el tutelaje. Todo es lo que parece, lo que hemos dado por supuesto, hasta que sucede algo indefinido que nos hace ponerlo en duda. Entonces lo inestable no es solo lo que ocurre entre los personajes, sino también la óptica con la que los espectadores nos relacionamos con el mundo. No dudamos por no saber lo que acontece entre ellos, lo hacemos por desconocer dónde estamos ni cuál es nuestro rol en esas coordenadas.

Meg asegura que hoy es el cumpleaños de su huésped, de Stanley. Pero cuando él le dice que está en un error, que aún quedan semanas, a ella le da igual y mantiene la celebración. Un evento al que se unirán dos recién llegados, Goldberg y McCann. Aparentemente dos desconocidos, pero que cuando se quedan a solas con Stanley sacan a relucir un pasado aparentemente común que les sirve como motivo para presionarle hasta la extenuación. Sin embargo, no llegan a decir qué pasó ni qué les ha llevado hasta allí por él. ¿Cómo posicionarnos ante semejante violencia sin causas ni razones antes expuestas?

Pinter es maestro en hacer del aire que respiramos una incertidumbre, lo necesitamos para vivir pero, al tiempo, es tal la ansiedad que nos provoca que su oxígeno es también el monóxido que nos ahoga. He ahí la paradoja -con aires de Samuel Beckett y su Esperando a Godot– de transitar por caminos que una vez iniciados ya no tienen marcha atrás, que no recordamos a ciencia cierta cómo comenzamos ni tampoco tenemos certeza de a dónde nos llevarán. Una agorafobia provocada por diálogos complejamente sencillos, estructurados como una perfecta tela de araña. Entramos en ellos atraídos por su espontaneidad y cotidianidad. Avanzamos esperando ese elemento que nos dé acceso privilegiado a un nuevo nivel, a entender el lado invisible de lo que estamos presenciando. Pero cuando nos queremos dar cuenta no hay posibilidad de escapatoria, los espacios se estrechan y poco a poco se va apagando la luz que nos había guiado hasta ese instante.

En definitiva, un brillante desasosiego que nos hace plantearnos interrogantes que probablemente no seamos capaces de formular con precisión y, por tanto, a los que seremos incapaces de darles respuesta. La agonía de lo que está siendo representando se traslada entonces a nuestro interior, transformándose en una profunda conmoción que nos deja noqueados.

“Out cry”, el grito ahogado de Tennessee Williams

Dos hijos maltratados por sus padres, dos actores abandonados por su compañía, dos personajes unidos en el escenario por un lazo fraternal en un libreto sin un final claro. Una obra en la que su autor combina su mundo interior con la biografía de su familia en un doble plano de realidad y ficción tan íntimamente unidos y sólidamente escritos que en ningún momento sabemos exactamente dónde estamos ni hacia donde vamos.

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Una situación prolongada en el tiempo en la que nada es lo que parece, ni siquiera en el sentido visual. Las indicaciones de este libreto comienzan describiendo un escenario que no queda claro si son las tablas de un supuesto teatro o la escenografía de una función. Sensación que se acrecienta al situarnos en una ciudad (New Bethesda) inexistente, con dos personas de las que han huido sus compañeros de trabajo (“Your sister and you are insane”) y que alternan su conversación con los diálogos de uno de los títulos de su repertorio (“The two-character play”), uniendo de esta manera varios lugares en un único sitio, distintas realidades en un único momento. El resultado no es claro, no hay una lógica que permita interpretar correctamente lo que percibimos, no hay reglas, todo son excepciones. Estamos en un mar de grises donde todo tiene un punto turbio, mucho de luz inalcanzable y más de oscuridad amenazante.

A diferencia de en sus primeros grandes éxitos, como El zoo de cristal o Un tranvía llamado deseo, en Out cry los personajes no vomitan sus conflictos en un vendaval de palabras y gestos que expresen claramente cuál es la tormenta interior a la que por fin están dando salida. Tennessee comenzó a escribir esta obra cuando ya superaba los cincuenta años, tras varias décadas como escritor en las que su éxito y reconocimiento profesional habían convivido con una historia familiar que, tanto en su caso como en el de su hermana, se caracterizaba por la inestabilidad psicológica, cabe incluso decir que por el más claro desequilibrio psiquiátrico. Una sombra perpetua en su biografía, tal y como explicó en sus memorias, iniciadas en 1972, un año antes de la edición definitiva de este texto.

A lo largo de sus setenta páginas, sus dos protagonistas y sus espectadores se encuentran encerrados –cuando no es por agorafobia es de manera claustrofóbica-, sin posibilidad de salida alguna, en un maremágnum de acontecimientos aparentemente reales como la muerte violenta de unos padres de la que son testigos sus hijos, a otros que no guardan lógica alguna como estar representando una función que no solo no tiene fin, sino que no se sabe cuándo acaba. Aparentes absurdos, que recuerdan al Esperando a Godot de Samuel Beckett, que son la punta del iceberg de una compleja atmósfera de angustia y desconcierto bajo la que se esconde una brutal inseguridad e incapacidad para distinguir lo exterior de lo interior, la verdad de la ilusión, de encontrar alternativa a lo que juntos es tortura y por separado una cárcel.

Out cry no es un creación diferente de Tennessee Williams, es una muestra de su capacidad para ir todavía más allá, de profundizar en las heridas y exponerlas sin pudor ni vergüenza. Un ejercicio que no tiene nada de exhibicionismo y que aparenta ser una última apuesta, un intento de todo o nada con el fin de llegar al origen de los desequilibrios para, o bien corregirlos, o bien iniciar una autopsia que deje patente que aquello es terreno muerto que ya no tiene sentido vivir.