Mañana de abril en el Moderna Museet de Estocolmo

Un edificio síntesis de la ciudad en la que está ubicado, discreto y geométrico en su exterior, empático y fluido en su interior. Dos exposiciones temporales en que Maurizio Cattelan y Rashid Johnson dialogan con la colección del museo, y una tercera que analiza los distintos caminos que el modernismo tomó en estas coordenadas. Como extra, una manera ingeniosa de introducir al visitante en el papel de la institución como entidad garante de la conservación de las creaciones que atesora.

El arte es siempre un medio para conocer una sociedad y un país, sus valores e idiosincrasia, a lo largo del tiempo. Si nos fijamos más concretamente en el arte moderno, las coordenadas se hacen más precisas porque entran en juego la vivencia y la expresividad personal, la capacidad técnica y la confianza, más o menos ciega, más o menos neurótica, en la propia creatividad. Eso es lo que desprende la muestra Velas rosas: modernismo sueco en la colección del Moderna Museet.

Más de cien obras de la primera mitad del siglo XX entre las que me han llamado la atención los óleos de Sven X-et Erixson (1899-1970). Pintor que reflejaba con colores vivos y pinceladas dinámicas la convivencia familiar, casi naif, en el mantenimiento de su hogar (La casa del pintor, 1942) mientras lo sobrevuelan aviones militares. O con rasgo expresionista cuando la paleta torna sombría en la doble escena urbana (Imagen de los tiempos, 1937) en cuya parte superior transitan los trenes, mientras en la inferior los ciudadanos se informan sobre la evolución de la Guerra Civil española.

He fijado la mirada también en cuatro fantasías con aires esotéricos, tarotistas e introspectivos de Hilma af Klint (1862-1944), en el grabado industrial de Edith Fischerström (1881-1967) en el que se respira carbón y en la intensidad de los modelos del fotógrafo Uno Falkengren (1889-1965). Se entiende que para sentir esa libertad a la hora de posar y de recogerla para después transmitirla sobre el papel, esas imágenes fueran tomadas en el Berlín de los años 20.

El italiano Maurizio Cattelan (1960) provoca antes, incluso, de las siete salas que ocupa con La tercera hora. Sitúa metros antes de llegar a Juan Pablo II víctima de la caída de un meteorito. Es La nona ora, escultura hiperrealista que aúna dramatismo barroco, corrosión intelectual, sensacionalismo mediático y provocación emocional. Un inicio que va a más con su extraño vínculo con las figuras tridimensionales de apariencia entre monacal y extraterrestres de Eva Aeppli, o las escenas crítico-informativas de tono monocolor sobre la actualidad geopolítica de Cilla Ericsson (1945) y Hanns Karlewski (1937), pertenecientes a la serie Nuestro padre, realizadas durante los años 60 del pasado siglo.

Destaco el juego museográfico que rodea a su dedo peineta, convirtiendo las cuatro paredes de esa sala en otros tanto peines donde las obras parecen estar seleccionadas para conformar un puzle horror vacui en el que tienen cabida firmas como Warhol (1928-1987) y Picasso (1881-1970), motivos como el feminismo y la evolución y obsolescencia tecnológica, o personajes como David Bowie. Más allá, el pelotazo del niño Hitler, de rodillas cual peregrino penitente o estudiante cumplidor, siendo arengado por el dedo pop de Roy Lichtenstein (1923-1977), evolución de aquel que animara a los jóvenes estadounidenses a alistarse para luchar contra el nazismo en la II Guerra Mundial.

La historia retorcida. Como el uso mundano del mármol en la escultura Respira, carrara sobre el suelo, sin soporte alguno, convertido en la figura de un hombre y su perro. O la épica parada en seco de Kaputt, seis caballos de presencia omnipotente y pelaje brillante pausados cuando sus cabezas acababan de atravesar la pared que les conducía a otra dimensión, a otra secuencia cuyo interruptus nos deja estupefactos.

Siete habitaciones y un jardín es el juego, el diálogo y la convivencia que Rashid Johnson (1977) establece entre el activismo antirracista de su abstracción y sus instalaciones y los fondos del museo a modo de recorrido por un hogar en el que suena música blues mientras se observa un caleidoscopio de imágenes que incluye a Jackson Pollock o Cy Twombli. Posteriormente se ven producciones audiovisuales desde una cama gigante bajo gouaches de Matisse, una instalación con composición vegetal mira de reojo a Sol Lewitt y se termina con un capítulo sobre la autoconciencia en que aparecen dibujos del marroquí Soufiane Ababri (1985) y autorretratos fotográficos de la yugoeslava Snežana Vučetić Bohm (1963) junto a una pieza audiovisual del propio Johnson.

Una planta más abajo, además de los retratos y autorretratos de Lotte Laserstein (1898–1993) en Una vida dividida, el regalo está en la sala que te permite seleccionar te sea acercado el peine que alberga la obra que elijas entre una amplia selección. Dar a un botón y ver cómo se acercan a ti seis Munch de un golpe es algo parecido a un sueño. O que aparezca de la nada un de Chirico o un Magritte o un Mondrian. Un detalle más, sumado a la museografía de sus exposiciones, al cuidado técnico de sus montajes o a la disposición de sus espacios no expositivos para el juego, la interacción y el disfrute contemplativo que hacen del Museo de Arte Moderno de Estocolmo -diseñado por Rafael Moneo e inaugurado en 1998- una institución que tener en cuenta y a la que seguirle la pista de su programación.

“Incendios” de Wajdi Mouawad

Vidas que comenzaron antes de haber nacido y biografías que no se cierran hasta mucho tiempo después de haber fallecido. La violencia solo engendra violencia y en algún momento habrá que reconvertir toda esa energía en pausa y sacrificio, sosiego y convivencia. Un texto complejo e inteligente, una tragedia trazada con el ingenio de las matemáticas y el lirismo de la poesía.

El día que Nawda fallece acumula tras de sí cinco años de silencio, lustro en el que ha fraguado cómo revelar la verdad que llevaba dentro de sí para que sus hijos la integren y se reformulen tras su conocimiento. El proceso comienza con las dos cartas que reciben durante la lectura de su testamento, una para que ser entregada a un padre que creían muerto y otra a un hermano que no sabían que tenían. Una misión que les hace mirar hacia el Líbano, donde nació su madre, desde Canadá, donde ellos nacieron y viven. Miles de kilómetros y varias décadas de por medio, pero también un abismo cultural. Mientras que para ambos la guerra es algo desconocido, para quien les concibió y parió, la violencia física y psicológica, el enfrentamiento familiar y social, la destrucción de cuanto se conoce y el horror que se graba en los recuerdos fue la tónica.

Son varias las lecturas que propone Mouawad en Incendios. La primera es encontrar la manera de poner fin a ese canibalismo que no soluciona, sino que se convierte en continua génesis, prolongación y maximización de lo que va en contra de nuestra condición de seres humanos. La segunda es entender que los vacíos que se trasladan de padres a hijos no solucionan ni evitan, solo les limitan e impiden la posibilidad de una vida plena y serena. Y la tercera, por parte de los hijos, es que no son víctimas sino herederos de un sistema imperfecto y que está en su mano el intentar sanarlo, pero eso pasa, necesariamente, por conocerlo y comprenderlo. Amor propio, amor al prójimo y amor a la carne de tu carne que son tus padres y tus hijos.

Propósito trazado sobre el papel con el realismo, la desnudez y la crueldad de la tragedia. No hay promesas de resolución y regeneración, sino heridas abiertas y cicatrices visibles que de tan anchas y obvias acaban convirtiéndose en parte del paisaje, coordenadas del entorno y rasgos de la personalidad de todos y cada uno de sus personajes. Un puzle que Mouawad deconstruye en varias localizaciones, a uno y otro lado del mundo, y momentos, según distintas edades de su principal protagonista, enlazándolos con la historia de su país. Haciendo que todos ellos se relaciones con una serie de mecanismos de causas y consecuencias, espejos y continuaciones que revelan no solo las capas, dificultades e imposibilidades de su biografía, sino también la de su familia, su comunidad y su pueblo, la de todas esas personas con las que ha compartido lugares y valores, una cultura y un relato compartido desde el principio de los tiempos.

En la forma, el estilo del posterior autor de Todos pájaros (2018) es de un refinamiento que recuerda a creadores anteriores y contemporáneos más cercanos como Federico García Lorca o Alberto Conejero. Con unos diálogos que oscilan entre la espontaneidad con interjecciones del notario y la austeridad de los hermanos gemelos cuando están en territorio canadiense, a un lirismo altamente poético, mas sin dejar de ser nunca prosaico a la hora de dialogar, procesar y exponer las emociones, las tensiones y las barbaridades que tienen lugar en suelo libanés. Otorga así a lo delicado y doloroso de una belleza y sensibilidad con la que es imposible no conectar y empatizar.

Únase a ello una estructura que, como bien explica en su tercera escena, está tomada de la teoría matemática de los grafos, comenzar por lo cercano y visible y seguir por lo que queda oculto en los ángulos a los que no llegan nuestros ojos para, después, con la experiencia y el conocimiento adquirido, volver a reformular el plano personal y familiar, individual y colectivo, con el que se comenzó en el punto de partida.

Incendios, Wajdi Mouawad, 2003 (2011 en español), KRK Ediciones.

«Los hijos» de Gay Talese

Dos siglos de la historia de Italia y de una familia originaria del sur, la del autor, que acabó echando raíces en el este norteamericano. Un ejercicio de investigación para conocer y comprender cómo los grandes acontecimientos políticos, militares y sociales afectaron a la manera de vivir, a las motivaciones y al devenir de las distintas generaciones que le precedieron. Una excepcional síntesis en forma de novela de “no ficción” que une de manera admirable todas las dimensiones, acontecimientos y personas que transitan por sus páginas.

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Desde que la región de Nápoles estaba gobernada por los Borbones hasta el conflicto que muchos italianos nacionalizados estadounidenses vivieron durante la II Guerra Mundial cuando vieron cómo sus padres, hermanos o primos residentes en el viejo continente formaban parte de las tropas del otro bando. Gay Talese firma una obra que demuestra que el mundo no está formado por departamentos estancos sino por personas que nos movemos de unos lugares a otros formando un triángulo –peculiar unas veces, complicado otras- de mestizaje, diálogo con los modos y maneras locales y fidelidad a los valores y costumbres en que fuimos criados.

Su narración se remonta hasta las últimas décadas del siglo XVIII para explicarnos cómo se ganaban la vida sus antecesores en Maida trabajando la tierra y practicando el comercio siendo parte del Reino de las Dos Sicilias, territorio gobernado por la rama española de los Borbones. Posteriormente el Risorgimento les integró en 1861 en el Reino de Italia, un estado que convertiría a sus conciudadanos del sur en pagadores de impuestos, mano de obra barata obligada a emigrar y soldados sin formación ni motivación en grandes conflictos como la I y la II Guerra Mundial.  Muchos de ellos optaron por marchar a EE.UU., como lo hizo Joseph Talese, que acabaría estableciéndose como sastre en Ocean City (Nueva Jersey), ciudad en la que en 1932 nacería su hijo Gay, el periodista y escritor de esta novela y de otras como Honrarás a tu padre.

Los hijos cuenta con pasajes en los que se explica con gran claridad acontecimientos históricos como las guerras contra Napoleón, la figura de Garibaldi, el desarrollo industrial de la costa este estadounidense a finales del siglo XIX y principios del XX, el clima político de Italia en la década de 1920, el ascenso al poder de Mussolini o cómo el ejército americano se apoyó en la Mafia para hacerse con el control de Sicilia en julio de 1943.

Estos episodios sirven para enmarcar la manera de vivir en cada época en la localidad de la que proceden los Talese –o en las que se instalarán posteriormente-, cómo se gestionaban las explotaciones agrícolas y ganaderas, el papel de los padres a la hora de casar a sus hijos, la omnipresencia de la religión, las maneras de vestir o los hábitos sociales a la hora de relacionarse. También el día a día de entrenamiento, lucha, victoria agridulce o amarga derrota de los que se vieron obligados a combatir durante la Gran Guerra. O la manera en que los que emigraron se hicieron su lugar en París o en la costa este, al albor del desarrollo industrial de localidades como Ambler o de las oportunidades de grandes urbes como Filadelfia o Nueva York.

Una complejidad que Talese expone con gran claridad narrativa, compaginando el relato de las personas que forman su árbol genealógico, la descripción del entorno en el que se encuentran y el análisis de las circunstancias que les tocaron vivir. Un brillante crónica familiar y un fantástico ejercicio de literatura de no ficción.

Los hijos, Gay Talese, 1992 (2014 en español), Alfaguara.

“La invención de la tradición” de Eric Hobsbawm y Terence Ranger

El simbolismo de estados como el Reino Unido tiene mucho de recreación e invención. No todo es tan ancestral y milenario como repiten hasta la saciedad los periodistas en cuanto tiene que ver con la imagen pública de instituciones como la monarquía. Cuestiones sobre las que se ancla el poder tanto en el mundo occidental como en sus antiguas colonias y acerca de las cuales aún queda por desvelar desde múltiples puntos de vista (cultural, social, político…).

Hobsbawm es sinónimo de argumentación razonada, claridad expositiva y conclusiones que resuelven preguntas a la par que plantean otras que evidencian que la historia es un corpus nunca concluso, sea porque nunca es un pasado cerrado, sea porque siempre hay nuevos enfoques y datos por descubrir con los que acercarse a ella. En este volumen, acompañado de otros especialistas, se propone revelar la realidad de los elementos con que asociamos en nuestro imaginario a las cuatro naciones que componen el Reino Unido. También cómo esos mecanismos fueron aplicados tanto por ellos como por sus gobernados en los territorios que controlaban en Asia y África, y el modo en que se extendieron por Europa a lo largo del siglo XIX y hasta el principio de la I Guerra Mundial en 1914.

Lo curioso de leer títulos como este es descubrir que aquello que tomabas por indudable no es así. Escocia no fue el vecino fuerte, recio y peculiar de Inglaterra durante muchos siglos, sino el hermano menor de una Irlanda del norte culturalmente poderosa donde los hombres utilizaban diseños textiles que les cubrían todo el cuerpo. El kilt no se definió como tal hasta el siglo XVIII y la supuesta costumbre de identificar a cada familia por un diseño específico fue algo que surgió aun después y bajo criterios que podríamos considerar cercanos a las técnicas del marketing.

Otras supuestas tradiciones surgieron como reacción a la preponderancia de aquellos a los que se consideraban ajenos. Algo así vivió Gales con la expansión de la revolución industrial inglesa, lo que dio pie a que algunos de sus ciudadanos más sensibles comenzaran a reivindicar -para lo cual tuvieron que darles forma- elementos que hasta entonces había ignorado como su paisaje y su lengua. El movimiento cultural del romanticismo y el político del nacionalismo, así como las convulsiones que sufrieron los imperios y los intentos monárquicos en la segunda mitad del XIX influyeron mucho en este sentido. Es entonces cuando nace la pompa británica e instrumentos que apelan a la ciudadanía como sellos, medallas y actos públicos con los que ganar visibilidad.

Fundamental en esta última etapa es el papel de los medios de comunicación, primero la prensa escrita y su poder como comentarista y analista, y después la televisión retransmitiendo en directo funerales y coronaciones. Involucrando no solo a los pertenecientes a la dinastía sino también las emociones que suscitan entre sus súbditos y el público en general. Medios y efectos que muchos estados han utilizado en su favor, valiéndose de vehículos como el deporte (las selecciones nacionales), la música (los himnos) o toda clase de símbolos institucionalizados (personajes esculpidos, banderas ondeando…).

La invención de la tradición, Eric Hobsbawm y Terence Ranger, 1983, Editorial Planeta.  

“Los niños de Winton”, el lado bondadoso de la historia

El ayer de 1939 entre Praga y Londres, y una pequeña localidad en el campo británico cinco décadas después. La voluntad, la decisión y el legado del hombre que salvó a 669 niños de morir bajo las fauces del terror nazi. Una narración sencilla que evade la dificultad de las instituciones y las burocracias para centrarse en la emocionalidad de una historia brillantemente encarnada por Anthony Hopkins.

Es uno de esos vídeos breves que de vez en cuando me surge en Instagram cuando estoy perdiendo el tiempo antes de dormir, el momento en que un hombre mayor en un plató de televisión descubre que está rodeado por personas a las que salvó la vida. Un logro producto de su impulso y tesón, mas también de su humildad y convicción. Una historia real, un libro y una biografía después, ahora lo conseguido por Nicky Winton queda plasmado en la gran pantalla confiando su papel a Anthony Hopkins en su versión ya anciana y a Johnny Flynn en la de sus tiempos de juventud. Más íntima y dialogada la primera, más narrativa la segunda, queda claro que la presencia de Hopkins basta para hacer que ver Los niños de Winton sea una experiencia emocionante.  

La película comienza con él, y le bastan esos primeros minutos para transmitir el carácter de su personaje e imprimir el tono de la película, incluso cuando no es él quien está en pantalla y lo narrado se remonta a los meses que transcurrieron desde que Hitler invadió los sudestes checoslovacos en octubre de 1938 e inició la II Guerra Mundial el 1 de septiembre de 1939. El guion no entra en cuestiones políticas ni geoestratégicas y la dirección de James Hawes opta por plasmar visualmente, por crear imágenes descriptivas. Hace bien en eludir sentimentalismos, ya sabemos las múltiples formas que tomó aquel horror, aunque le hubiera venido bien un diseño de producción más ambicioso, más allá de la corrección estilística.

El final de los 80, las secuencias protagonizadas por Hopkins, sí goza de esa naturalidad que amplifica aún más la sencillez de su conflicto, cómo desprenderse, con el respeto que merecen, de los recuerdos documentales de ese pasado tan poderoso. Flashbacks en los que se agradece la presencia de Helena Bonham Carter, su teatralidad y fotogenia logran que lo lineal del guion en esos pasajes torne explicativo y moralmente didáctico. Las escenas televisivas son, quizás, las menos conseguidas desde un punto visual, aunque paradójicamente resultan las más emocionantes por la combinación de sobriedad y hondura expresiva de quien nos deslumbrara de la misma manera en El silencio de los corderos (1991) Lo que queda del día (1993) o Tierras de penumbra (1993).

La sensación que queda al final es que esta no es solo una película sobre la II Guerra Mundial, sino también sobre cómo cualquiera de nosotros, por muy anónimo e individual que sea, puede actuar para intentar que el mundo en el que vivimos, la sociedad de la que formamos parte, sea más empático, comprensivo, dialogante, acogedor y receptivo con aquel que lo necesita. Más aun cuando se encuentra en una situación de indefensión ante una violencia siempre injustificable. Ayer los niños que se encontraban en Praga, hoy los pequeños que están en…

«Un delicado equilibrio» de Edward Albee

El círculo más íntimo, la familia y los amigos, como alegoría en la que dirimir los conflictos que afectan al ser humano. Personajes hondos y diálogos potentes en un escenario único en el que el día y la noche, la sobriedad y el alcohol, lo obvio y lo oscuro se unen, alternan y confrontan en una dramaturgia sin un segundo de descanso para deleite, angustia y proyección de sus lectores.

Un matrimonio. Con una hija que se separa por cuarta vez y un hijo que se quedó en el pasado. La hermana de ella y una pareja de amigos que acuden buscando refugio. Seis personajes en busca de razón por la que seguir y de destino al que dirigirse. Acechados por la insatisfacción que caracteriza a cuantos habitan las ficciones de Edward Albee, rondados por el alcohol que les torna ácidos, irónicos y socarrones, y con una relación nunca transparente con el sexo. Por eso Un delicado equilibrio resulta valiente y transgresora considerando el año en que se estrenó, 1967.

Porque en este texto ganador del Pulitzer se habla de sexo antes del matrimonio, de adulterio y proxenetismo, hasta de homosexualidad o bisexualidad, de hombres que rehúyen el encuentro con su mujer y que rehuyeron depositarse en ellas. Albee no tiene pudor alguno respecto a lo relacional y lo emocional. Sin embargo, su expresionismo no es meramente visceral, tiene mucho de análisis, estudio y muestra del comportamiento humano, de buscar causas que se escapan a la lógica de los convencionalismos y de suponer consecuencias que van más allá de los registros de lo que se permite manifestar.

Al igual que en The zoo story (1958), The american dream (1961) o en ¿Quién teme a Virginia Woolf? (1962), Edward vuelve a profundizar en el porqué de los vínculos que establecemos. Cuáles se deben a circunstancias que nos anteceden, como los biológicos, y cuáles dejaron de sustentarse en la libre elección para deberse al miedo a la soledad o al imperativo de la subyugación. Y unido a esto, el insospechado precio que se paga, tanto en primera instancia como a largo plazo, por no vernos frente al abismo de la nada.

Y todo ello en situaciones que pudieran parecer poco realistas por lo que tienen de simultaneidad de calma y tensión, de parecer cotidianas mientras traslucen algo tan nuclear que sus lectores y espectadores no están dispuestos a permitirse a sí mismos fuera de sus páginas o su escenario. Respuestas cortas, interjecciones y frases sencillas. Mas también intercambios en los que se bordea el conflicto que no se sabe cómo afrontar, cambios de humor y registro en los que ellos y ellas se ven superados por lo que llevan dentro, aunque nunca tanto como para dejarse vencer y derrotar.

Un delicado equilibro trata igualmente sobre el instinto de supervivencia, a quién buscamos cuando sentimos que no podemos seguir y cómo reclamamos nuestra independencia cuando vemos en peligro nuestra individualidad. Paradojas y conflictos que no responden solo al momento, sino que se repiten, prolongan y retroalimentan en unas coordenadas en las que hay insultos, desprecios y malas formas, pero también un amor, un cariño y una estima tan dolorosa como inevitable. Un micro universo en el que, de manera velada, se puede ver el reflejo de la sociedad estadounidense de los años 60, la que intuía que el sueño americano no concedía lo que prometía.

Un delicado equilibrio, Edward Albee, 1967, Samuel French, Inc.

«Una palabra tuya» de Elvira Lindo

Dos mujeres sumidas en la monotonía del día a día, en el sendero de un círculo de sueños que las devuelve siempre al punto de inicio. Un retrato de lo que supone levantarse cada mañana sin alicientes amorosos, familiares ni laborales. Literatura que va más allá del humor y la caricatura de la primera impresión para con delicadeza, sensibilidad y sumo respeto llegar hasta el origen del dolor y el desorden interior de sus protagonistas.

¿Con cuántas personas invisibles te has cruzado esta mañana? ¿Crees que la felicidad está sobrevalorada? Confronta tus respuestas a estas dos preguntas frente al espejo de tu biografía, de lo que recuerdas de tu infancia y adolescencia y de lo transcurrido desde entonces hasta el día de hoy en que se presupone que eres una persona madura con un proyecto vital construido y consolidado. Y ahora, tras esta reflexión, vuelve a las interrogantes. Seguro que no contestarías de la misma manera. Esa misma diferencia y distancia es la que se experimenta entre la primera y la última página de esta novela.

Elvira comienza entreteniendo, describiendo con ironía, con un punto de sarcasmo casi negro, sin hacer sangre, pero con la suficiente lejanía como para sentirnos ajenos, diferentes, incluso superiores o mejores a Rosario y a Milagros. Dos amigas que no han elegido serlo y que lo aceptan porque no tienen otra opción, que se conocieron cuando eran niñas y a las que el destino les ha hecho seguir unidas como compañeras de trabajo barriendo las calles de Madrid.

Pero Una palabra tuya no se queda ahí, sino que atraviesa esa capa de amargor, simpleza y ordinariez para hablarnos de aquellos que no entienden de crisis y de ciclos económicos porque siempre han vivido al límite, con lo justo, sin más horizonte que el final de mes y sin más posibilidades que las presentes. Para los que el futuro es una esperanza en la que liberarse de los lastres actuales, pero también una dimensión que se aleja según te acercas a ella, haciendo que la ilusión y el sueño se conviertan en tristeza y aceptación. Y aún así, siempre hay un resquicio por el que se cuela la quimera de que las cosas sean de otra manera. Una atmósfera en la que, como representan estas dos mujeres, unos se quedan a vivir y otros se paralizan por miedo a caer en el abismo que temen descubrir al volver a sus coordenadas, a su limitada pero segura zona de confort.

Ahí es donde la escritura de la también autora de El otro barrio (1998) o En la boca del lobo (2023) se hace grande, cuando más allá de las actitudes y comportamientos, las respuestas verbales y los pensamientos no compartidos, se adentra hasta el latido del corazón, la pulsión del alma y el estremecimiento de la piel para mostrarnos lo lógico, lo incoherente, lo oscuro y lo tremendamente frágil del interior de sus protagonistas. Ahí es cuando queda claro que son personajes sólidos con un tremendo potencial poético y afectivo tal y como demuestra el tacto, la habilidad y finura con la que su creadora les concibe y trata durante el tiempo que compartimos con ellos.

Una palabra tuya, Elvira Lindo, 2005, Editorial Seix Barral.

Paula Varona: «Siempre he querido pintar la luz»

El objetivo de esta pintora de luz mediterránea (Málaga, 1963) no es solo estético, sino también emocional con un claro propósito, que lo que vemos nos genere armonía y paz interior.

Paula Varona recuerda haber buscado desde su infancia en la costa de Cádiz las atmósferas que surgen en la interacción entre la luz y los espacios. He ahí sus marinas de La Habana, Santander o Finisterre y sus vistas urbanas, especialmente de la ciudad de Madrid. Villa en la que se asentó tras haber pasado por Reino Unido, donde se formó artísticamente, Japón y EE.UU., y en la que se siente plenamente en casa. 

Le interesa también el modo en que las personas entramos y salimos, la fluidez con que caminamos y cómo, sin perder nuestra individualidad a pesar del bullicio que nos envuelve, formamos parte de un conjunto que interactúa entre sí y con el lugar en el que está. De esto dan buen ejemplo sus escenas en la Tate Modern, en el Museo del Prado o en las sedes de la Fundación Guggenheim en Bilbao y Nueva York.  “Los museos son una obra de arte múltiple, su arquitectura, las piezas que albergan y el diálogo que se establece entre ellos, así como entre estos y sus visitantes”.

Loewe’s Way, óleo sobre lienzo, 153 x 125 cm, 2017.

Sobre su obsesión por la luz, Paula dice haberla querido plasmar desde siempre, “sea la de un día despejado o nublado, diurna o nocturna, de interior o exterior, estival o invernal. Mi objetivo es transmitir tanto la luz que ves como el efecto que esta tiene sobre ti, lo que te hace sentir, por eso busco que el propio cuadro se adapte a la luz del lugar en el que está y a las variaciones de esta según, por ejemplo, el momento del día en que es observado”. 

Todo lo que pinta es real. En ocasiones se sirve de apuntes y fotografías tomadas in situ, pero el elemento que busca siempre plasmar es la primera impresión que quedó en su retina. Si la obra es de pequeño formato se aventura a aplicar directamente el óleo sobre el lienzo en blanco. Si es de mayor tamaño, medita mucho lo que quiere trasladar al lienzo y cuando considera que ha llegado el momento dibuja la composición que tiene en mente para estructurarla y comprobar que lo que ha pensado seguirá funcionando sobre la tela. Si queda satisfecha con ese primer resultado, entonces ya sí, coge los pinceles integrando su trabajo en la cotidianidad de su casa ya que su estudio está en una estancia de esta, “y siempre con las puertas abiertas para que la energía del proceso creativo fluya libremente entre los distintos planos de mi vida”.  

Efecto urbano, óleo sobre lienzo, 120 x 120 cm, 2018.

Artista sin galería, disfruta tratando directamente con sus clientes -tanto particulares como corporativos (Fundación BBVA, Vodafone, Bankia…) o institucionales (Universidad Menéndez Pelayo, Ministerio de AA.EE.,…)- y dando a conocer su producción en espacios que se guían por criterios exclusivamente artísticos y done lo comercial queda a un lado, lo que la hace sentirse más libre e independiente. Una autogestión que practica en otras facetas como la de llevar al día sus redes sociales,  medio que considera fundamental para darse a conocer hoy en día y para ver lo que hacen otros creadores. Fundamentalmente Instagram por su esencia visual, aunque le repele la publicación continua e interacción casi automática que exigen. A lo que sí le dedica tiempo es a su página web (paulavarona.com) en la que muestra las creaciones que tiene en venta y ofrece la oportunidad de adquirir reproducciones en formato póster, sobre papel o lienzo en distintos tamaños, o sobre seda como pañuelos.  

Aunque en su imaginario habiten nombres como Yayoi Kusama, David Hockney, Mark Rothkno, Goya, Turner, Vermeer o El Bosco, Paula ha dado forma a un estilo propio. Un dejarse llevar que ahora le pide colores más fuertes para generar un mayor impacto sensorial tras haber jugado con algunas novedades en recientes exposiciones (diciembre de 2020 en el centro cultural Casa de Vacas, en el Parque del Retiro en Madrid, por la que pasaron más de 33.000 personas) como el incluir una performance en el acto de inauguración o no enmarcar las obras para que los espectadores pudieran entrar más fácilmente en su propuesta narrativa. Asunto sobre el que sigue investigando, creando imágenes en formato cubo de manera que la escena y el movimiento se extiendan por diversas caras, a la par que ejecuta los encargos recibidos en los últimos meses. 

Versión actualizada de la entrevista publicada en el número 268 de Descubrir el Arte (junio, 2021).

“Cultura ingobernable” de Jazmín Beirak

Más que un organismo o una institución, unas políticas y una programación, u objetos y experiencias solo al alcance de unos pocos. La cultura es una cuestión transversal que, desde la creación, la expresividad y la comunicación, ayuda a una mejor individualidad y sociedad mediante su impulso del bienestar personal, el espíritu crítico, la toma de conciencia y el conocimiento recíproco. Acertado y bien fundamentado ensayo con propuestas sensatas y necesarias llevar a cabo si queremos consolidar los cimientos de nuestra democracia.

La premisa de Jazmín Beirak es clara. La cultura es algo público y comunitario y, como tal, debe ser sujeto de atención de las instituciones que nos gobiernan. Pero no del modo en que lo hacen. Su acción no debe reducirse a vehicular una serie de materializaciones que no cumplen ni de lejos la premisa democrática que supone su existencia y que, además, condicionan en mucho a los pocos que consiguen apoyarse en ellas para llevar a cabo sus proyectos y conseguir hacer de sus creaciones (plásticas, escénicas, audiovisuales, performativas…) su modo de vida. Y la solución tampoco es confiar en el papel mediador de entidades privadas que se guían por, aunque lícitos, criterios subjetivos y/o intereses económicos.

Dos vías consolidadas, pero que, a todas luces, son insuficientes. No llegan a la mayoría de nuestra sociedad. Solo permiten dedicarse a la cultura a muy pocos. Y conciben la cultura de una manera muy simplista. Un diagnóstico que evidencia que no se practican, tal y como corresponden, los fundamentos constitucionales que nos rigen desde 1978 y que, a pesar de ser un término manoseado por todos, la cultura no se concreta en prácticas que demuestren su transversalidad, importancia y valor.

Y los primeros responsables de ellos son muchos de los dedicados a gobernar, legislar y gestionar, desde el ámbito público, ya sea estatal, regional o local. O la convierten en un elemento de imagen, con el riesgo de derivar en propaganda. O la consideran como algo superfluo, más asociado al ocio y al entretenimiento, o parte del paquete mercantilista en que están convirtiendo el conocimiento y el turismo.

Frente a esto, la propuesta de Beirak concreta lo que algunos movimientos políticos, más cercanos a la calle que a las intrigas de despachos llevan reclamando desde hace tiempo, reforzando así lo que es una demanda de movimientos vecinales, agrupaciones amateurs o la voz de cuantos están alejados de los grandes centros de producción y exhibición. La cultura está en lo cotidiano y no solo en lo puntual. En la expresión y la comunicación y no solo en lo excelso y estético. En lo que promueve que el sujeto se convierta en alguien que se interroga, debata y plantee, que comparta, muestra, interactúe y construya con otros, y no solo en quien es pasivo, escucha, observa y asume o no.

De ahí el acertado adjetivo de Cultura ingobernable. El papel de las administraciones públicas debe estar en crear un marco normativo ágil y facilitador, en lugar del rígido y limitante que tenemos, e incentivar la disposición de infraestructuras con las que cuantos quieran manifestarse a través de la cultura puedan hacerlo. Un medio que no es un fin en sí mismo, sino que también puede ser vehículo para que otras causas como el feminismo, la lucha contra el cambio climático o los derechos humanos lleguen no solo más alto, sino también más profundo entre cuantos podemos convertirnos en audiencia de sus manifestaciones y mensajes.

Cultura ingobernable, Jazmín Beirak, 2022, Editorial Ariel.

«Tío Vania» de Antón Chéjov

Una casa en mitad del campo es el escenario en el que una familia de supuestos bien avenidos y posición acomodada llevan una vida tranquila y resuelta. Pero la distancia con cualquier núcleo urbano, la convivencia obligada y la soledad interior son armas de doble filo cuando se manifiestan los conflictos no resueltos, las relaciones imposibles y toda clase de neurosis. Como siempre, Chéjov es el maestro que observa y sintetiza los males y vicios de la burguesía de su tiempo.

Quiero y no puedo. Ese es el previo que define antes de la primera escena a los personajes de esta obra. Un mal atemporal con el que no solo se frustran interiormente, sino que les encierra en sí mismos amargándose la vida los unos a los otros en una espiral y madeja difícil de resolver. Algunos se libran desarrollando su interés por el entorno en el que viven, aunque no queda claro si es como manera de evitar lo que atrapa a los primeros o por una motivación verdadera. Cierto es que en el caso del doctor Ástrov el motivo de su atención -el medio ambiente, la falta de progreso rural- termina por convertirse en una preocupación obsesiva, pero al menos refleja una perspectiva menos víctima de sí mismo.

Como en su obra anterior, el autor de La Gaviota (1896) convierte lo que parece una situación idílica, una cómoda y amplia vivienda en una gran finca, en un lugar en el que sus residentes y visitantes se desdoblan hasta terminar mostrando aquello que las normas de la corrección social les impide. Pero aquí no hay personas, emplazamientos o situaciones que permitan tener una alternativa con la que rehuir la aceptación, el aprendizaje o el cambio de actitud con que solventar los escollos que la vida les presenta. Así, lo que podría tomarse como disyuntivas cotidianas acaban tornando en dramas existenciales cuyo principal problema no son los asuntos en sí sobre los que tratan -el amor, el reconocimiento, el trabajo-, sino los cánones en los que se basan unos y otros para condenarse o elevarse.

Una atmósfera presentada con sosiego, pero sin esconder el potencial explosivo que alberga, y con transparencia, mostrando tanto la cara pública como la privada de los hombres y mujeres, mayores y jóvenes de sus habitantes. Vista desde hoy, la formalidad con que se expresan le da un toque naif y esquemático a cómo son presentados y evolucionados, pero la realidad es que constituye un ejercicio de análisis emocional tan sincero como auténtico y comprometido, yendo al centro, al punto neurálgico de las motivaciones y constructos de la burguesía rusa de finales de entre siglos. Y como extrapolación de esta, a la de cualquier grupo social.

Asunto que Chéjov había tratado ya largamente en su producción -que haría evolucionar en su siguiente dramaturgia, Las tres hermanas (1901)- con una maestría por la que ocupa un lugar indiscutible en la historia de la literatura universal. He ahí su estela con rendidos admiradores como el también genial Tennessee Williams, o el cineasta Louis Malle, cuya adaptación cinematográfica de Tio Vania en 1994 recuerdo como mi primer acercamiento a esta obra.

Tío Vania, Antón Chéjov, 1900, Alianza Editorial.