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“Los niños de Winton”, el lado bondadoso de la historia

El ayer de 1939 entre Praga y Londres, y una pequeña localidad en el campo británico cinco décadas después. La voluntad, la decisión y el legado del hombre que salvó a 669 niños de morir bajo las fauces del terror nazi. Una narración sencilla que evade la dificultad de las instituciones y las burocracias para centrarse en la emocionalidad de una historia brillantemente encarnada por Anthony Hopkins.

Es uno de esos vídeos breves que de vez en cuando me surge en Instagram cuando estoy perdiendo el tiempo antes de dormir, el momento en que un hombre mayor en un plató de televisión descubre que está rodeado por personas a las que salvó la vida. Un logro producto de su impulso y tesón, mas también de su humildad y convicción. Una historia real, un libro y una biografía después, ahora lo conseguido por Nicky Winton queda plasmado en la gran pantalla confiando su papel a Anthony Hopkins en su versión ya anciana y a Johnny Flynn en la de sus tiempos de juventud. Más íntima y dialogada la primera, más narrativa la segunda, queda claro que la presencia de Hopkins basta para hacer que ver Los niños de Winton sea una experiencia emocionante.  

La película comienza con él, y le bastan esos primeros minutos para transmitir el carácter de su personaje e imprimir el tono de la película, incluso cuando no es él quien está en pantalla y lo narrado se remonta a los meses que transcurrieron desde que Hitler invadió los sudestes checoslovacos en octubre de 1938 e inició la II Guerra Mundial el 1 de septiembre de 1939. El guion no entra en cuestiones políticas ni geoestratégicas y la dirección de James Hawes opta por plasmar visualmente, por crear imágenes descriptivas. Hace bien en eludir sentimentalismos, ya sabemos las múltiples formas que tomó aquel horror, aunque le hubiera venido bien un diseño de producción más ambicioso, más allá de la corrección estilística.

El final de los 80, las secuencias protagonizadas por Hopkins, sí goza de esa naturalidad que amplifica aún más la sencillez de su conflicto, cómo desprenderse, con el respeto que merecen, de los recuerdos documentales de ese pasado tan poderoso. Flashbacks en los que se agradece la presencia de Helena Bonham Carter, su teatralidad y fotogenia logran que lo lineal del guion en esos pasajes torne explicativo y moralmente didáctico. Las escenas televisivas son, quizás, las menos conseguidas desde un punto visual, aunque paradójicamente resultan las más emocionantes por la combinación de sobriedad y hondura expresiva de quien nos deslumbrara de la misma manera en El silencio de los corderos (1991) Lo que queda del día (1993) o Tierras de penumbra (1993).

La sensación que queda al final es que esta no es solo una película sobre la II Guerra Mundial, sino también sobre cómo cualquiera de nosotros, por muy anónimo e individual que sea, puede actuar para intentar que el mundo en el que vivimos, la sociedad de la que formamos parte, sea más empático, comprensivo, dialogante, acogedor y receptivo con aquel que lo necesita. Más aun cuando se encuentra en una situación de indefensión ante una violencia siempre injustificable. Ayer los niños que se encontraban en Praga, hoy los pequeños que están en…

«Los dos papas»

Los entresijos del Vaticano incitan siempre al morbo y a la fantasía. De ahí que esta película parta de la premisa no explicitada de dar respuesta a cómo se gobierna uno de los estados más pequeños, poderosos y menos transparentes del mundo. Una interrogante que queda sin resolver al ocultar su relato en el superficial y evasivo retrato humano de sus dos protagonistas.

Y está bien que así sea, conocer a los hombres, las mentes y el pensamiento de quienes se dieron el relevo al mando de la Iglesia católica apostólica romana en 2013. Los dos papas menciona los conflictos administrativos, burocráticos y judiciales (gestión de las finanzas vaticanas, conocimiento de abusos sexuales…) en que se vio envuelta la gestión de Benedicto XVI, pero no entra a exponer lo que los permitió, el alcance del daño ocasionado ni las medidas que supuestamente se pusieron en marcha para enmendarlo (quizás porque no hizo nada al respecto).

Otro tanto sucede con las cuestiones de fe y de interpretación del mensaje de Cristo, quedándose en la superficie de la retórica de dos posiciones aparentemente enfrentadas. Frente a la postura conservadora del cardenal Ratzinger, la aparentemente más abierta y humana del argentino Borgoglio. Una dialéctica bien planteada y que podría haber dado mucho juego, pero en la que no profundiza y que más bien parece tener como fin promocionar al actual Papa y humanizar a quien fuera tildado de frío, insensible y alejado de la realidad.

Los dos papas podría haber sido una película de guión, pero se enreda en los flashbacks argentinos y renuncia en su presente al poder de la palabra, trasladando todo su peso al genio interpretativo de Jonathan Pryce y Anthony Hopkins. Un vacío que Fernando Meirelles intenta cubrir con un gran despliegue de recursos técnicos bien manejados (la reproducción de la Capilla Sixtina, el ritmo del montaje de los cónclaves), pero que transmiten más saber hacer que saber contar como demostró en anteriores títulos como Ciudad de Dios o El jardinero fiel.

“La sesión final de Freud”, la cabeza y la razón sobre el ser humano y el corazón

freud

¿Se imaginaría Freud que su nombre iba a estar tan presente en nuestras vidas décadas después de su muerte? Que seguimos dándole vueltas a conceptos como el de Dios o al papel que el sexo tiene en nuestras vidas. No se trata de si se está a favor o en contra de lo que dijo o dejó escrito, pero lo que no le podemos negar es que puso sobre la mesa una serie de discusiones que todavía hoy siguen dando mucho que hablar. Más allá incluso del ámbito científico de la psiquiatría y la psicología, sus supuestos campos naturales, el interés que suscita Freud trasciende a otros ámbitos como es el de la creación y la expresión artística.

Aquí es donde surge el americano Mark St. Germain convirtiendo a Freud en un personaje teatral. Para ello le enmarca en su residencia de Londres en una fecha muy significativo, el 3 de septiembre de 1939, nada más iniciarse la II Guerra Mundial. Los nazis que le habían hostigado hasta hacerle abandonar Viena un año antes, acaban convirtiéndose nuevamente en un riesgo activo en su vida ante el inminente inicio de las hostilidades entre británicos y alemanes. No sabemos exactamente qué estaría haciendo ese día, pero el autor de este texto propone la ficción de un encuentro suyo con C.S. Lewis, profesor de Oxford y futuro autor de las conocidas Crónicas de Narnia.  Aparentemente dos hombres de edades diferentes y con planteamientos diferentes ante cuestiones vitales como la existencia o no de Dios o el significado de la vida y de la muerte en un día marcado por el anuncio de una guerra que hace temer la barbarie y el fin de muchas vidas.

Y ese es el propósito de “La sesión final de Freud”, la contraposición entre dos figuras tan diferentes como inteligentes a la par. A pesar del riesgo que esto supone, el libreto está perfectamente equilibrado, dejando claro en cada momento los planteamientos intelectuales de  uno y otro. De tan opuestos resultan casi complementarios, en la propuesta de cada uno está la refutación de la postura del otro, y al revés del argumentario para justificar el no a la postura del otro sale el sí de la propia, y eso es lo que hace a esta obra una mezcla continua entre debate y juego dialéctico. Podría parecer que estamos ante un texto académico presentado en formato teatral en lugar de como ensayo. Y aunque no cae en ningún momento en el exceso técnico y el lenguaje utilizado es cercano y coloquial, esta no es una representación ligera, el mensaje crece con cada intervención y perderse alguna frase haría que el puzle y la comprensión de lo que se escucha resultara sino  incomprensible, sí al menos incompleto.

Un texto así no es fácil, requiere de buenos actores que sean capaces de transmitir su academicismo a la par que hacer humanos a un hombre de 83 años con un doloroso cáncer de boca –y para cuyos cuidados solo confía en su hija Anna, también psicoanalista como él- y a un joven de 40. En su entrada en escena este equilibrio es conseguido tanto por Helio Pedregal como por Eleazal Ortiz, Freud y C.S. Lewis respectivamente. Sin embargo, en este montaje de Tamzin Townsend, pasada su presentación, su registro no crece y durante la hora y media de representación quedan ambos como eficaces transmisores del texto, quedando en segundo plano los personajes que hay tras él.

Parece que a la hora de acerarnos a la figura de Freud o a la de cualquier otra considerada como referente intelectual deben primar sus ideas sobre sus vivencias personales (lejos queda este C.S. Lewis del que encarnara Anthony Hopkins en el cine en “Tierras de penumbra”), la cabeza y la razón antes que el ser humano y el corazón.

“La sesión final de Freud”, hasta el 22 de febrero en el Teatro Español (Madrid).