Archivo de la etiqueta: Luz

El Cristo de Velázquez

La sala 014 del Museo del Prado alberga una de las experiencias más intensas del Barroco. El cuerpo del hijo de Dios, arrasado por las canalladas de la especie humana, en sus momentos previos a concluir su etapa terrenal para definitivamente transitar hacia el ser divino que es. El paso del dolor carnal, de lo que nos lastra y ancla, a la belleza absoluta que nos libera de toda carga, remordimiento y culpa.

Una vez que sabes dónde está, hay un imán que te dirige a él. Tras entrar a la pinacoteca por la puerta de los Jerónimos y subir las escaleras que te conducen a la primera planta lo suyo es girar a la izquierda para dirigirte a la galería central y ver a Carlos V a caballo, pero es inevitable, mis pasos me llevan siempre hacia la derecha para situarme ante esta imagen que me llama, me atrae, me absorbe y me eleva. Qué impresionante tenía que ser verlo allá por 1632 en su lugar original en el Convento de San Plácido, sin los focos que ahora nos lo revelan, solo con la vibrante llama de las velas o la tenuidad que se filtrara desde el exterior.

Comenzar a observarlo desde abajo, fijando los ojos en la sangre que resbala desde esos dos pies que, a pesar del daño infringido, parecen pisar con serenidad y sosiego la madera sobre la que están colocados. Continuar por sus piernas esbeltas hasta el abrazo delicado de la tela que le cubre previniendo el pudor de sus observadores y la proyección de sus pecados. Encontrarse nuevamente con el sufrimiento de la carne en su costado izquierdo, en un pecho que demuestra firmeza y templanza a pesar de no respirar ya. Y culminar en su rostro y a pesar de sus ojos cerrados, sentir que él está vivo y yo desnudo, débil y vulnerable, que él es más y mejor, que es fin y principio, que lo es todo. Y que por eso mismo es esencia, sencillez e infinitud.

Es fuente de luz, de una energía que transforma la barbarie en confianza y la pesadumbre en esperanza. El halo que emana y que reverbera siendo observado por cuantos le contemplamos con asombro, admiración y devoción es la muestra visible, la constatación que acalla nuestra desconfianza exigente de pruebas de que estamos ante la evidencia de Dios, de un más allá en el que reina la igualdad, la empatía y la paz. Un cariño que te acoge con sus brazos abiertos, obligados a sufrir por los clavos que los sostienen abiertos, pero a la par dispuestos a acoger y recoger, a rodear a quien esté dispuesto a entregarse con humildad, generosidad y reciprocidad.  

Hasta hace un momento eras creyente o no, y una vez que te des la vuelta seguirás siéndolo o no. Pero en este preciso instante no tienes duda alguna, estás ante Jesús el Nazareno, rey de los judíos, tal y como reza en hebreo, griego y latín la inscripción que preside su crucifixión. Y tras él, la oscuridad de una pared que si te fijas bien resulta ser una atmósfera que te envuelve junto a él, en un aquí y ahora en el que han desaparecido la noción y las coordenadas del tiempo y el espacio. Las sensaciones físicas trascendidas por la inmensidad de la espiritualidad. La comunión total, la simbiosis, de él conmigo y yo con él, sintiendo que lo que estoy viviendo ahora mismo es un summum solo superable por la tan ansiada, desconocida e inverosímil eternidad celestial que, supongo, viene a continuación.

Cristo crucificado, Diego Velázquez, hacia 1632, Museo del Prado (Madrid).

La pintura analógica de Alfonso Albacete

Resultado de la experiencia real, la observación y la conexión con el lugar en el que se posa la mirada. Así surge este conjunto de obras, realizadas en su gran mayoría durante los últimos dos años y que, como es habitual en su autor, aúnan la frescura de lo actual con el dinamismo que surge cuando confluyen motivación e inspiración, búsqueda y encuentro.  

Alfonso es un hombre serio, se expresa muy bien. Al igual que los pinceles, sabe utilizar muy bien las palabras. Las selecciona apropiadamente y las maneja con precisión. Pero el rigor no está reñido con la retranca de que impregna, cuando lo considera necesario, su inteligente retórica. De ahí el título de esta muestra en que presenta su producción más actual, incluyendo Días de mayo, la primera imagen que creó tras permanecer casi dos meses confinado en su casa por el mismo motivo que lo estuvimos todos los demás.

Pinturas analógicas por lo que tienen de semejanza con la realidad, de traslación de su mirada al lienzo y expresión de su manera de percibir y seguir investigando, progresando y aprendiendo a partir de cuanto le sorprende cada día. Sea porque no se había percatado hasta ahora, sea porque no tuvo contacto con ello hasta etapas más recientes de su biografía. Es su caso con las culturas orientales, esas a cuyos lugares naturales ha viajado en cantidad de ocasiones y por cuyos conceptos, principios e intenciones se deja influir cuando así lo considera su estado de ánimo. Analógicas, también, en contraposición a lo digital y a sus algoritmos que, supuestamente, saben de nuestros gustos, intereses y necesidades más aún que nosotros mismos.

Hay tres temas o miradas en esta muestra de Albacete en el espacio principal de la Galería Marlborough de Madrid. Los interiores y vistas desde los espacios de su cotidianidad, el cielo y las acumulaciones de vegetación. Además de una sala menor reconvertida en una instalación sui generis que sintetiza cómo es su estudio. Un lugar que aúna energía y orden, en el que las ideas se concretan en dibujos, bocetos, acuarelas y conatos de lo que quizás esté por venir, al amparo de fotografías que ilustran tanto su biografía como sus pilares emocionales. Papeles en los que anota los conceptos sobre los que gira su pensamiento y, en consecuencia, sus creaciones. Transformación. Voluntad. Crecimiento. Naturaleza. Pensamiento. Divinidad. Reproducción. Trascendencia. Muerte. Desaparición. Nacimiento.    

El lírico minimalismo de la serie Tiempos transmite paz y pausa el tempo interno de su espectador. Seis cielos de proporciones 1:1 y distintos tamaños, que una bandada de aves cruza sobre sus diferentes veladuras cromáticas. Una mirada a lo alto que evoca la búsqueda del paraíso en el cielo de la cultura islámica, ecos de su infancia y de sus muchas estancias en el litoral almeriense que en su día fue Al-Andalus. Lo que siempre está ahí, lo que forma parte del devenir y de los ciclos naturales, independientemente de los objetivos y visiones de la mente capitalista, estratega y futurista, huidiza del aquí y ahora, del hombre.  

El rural de su infancia (nació en Antequera en 1950 y después vivió en Murcia hasta que llegó a Madrid en 1972), el agua que corre y que se estanca actuando como reflejo de su entorno, la frondosidad de la vegetación, las plantas que se acomodan al espacio en el que nacen. Todo lo que estos elementos, por sí mismo y en su unión, tienen de azar y de casual, de capricho, pero también de sentido y equilibrio están en otras telas. Piezas con recursos como la pintura que deja fluir de arriba abajo creando su propio cauce, o con extras de acrílico seco aplicado sobre ellas, juego intervencionista que las amplía tridimensionalmente o yendo más allá de la superficie acotada por su bastidor.    

Antes que pintor, Alfonso fue arquitecto y quizás por eso las proporciones, perspectivas y composiciones de interiores y paisajes siguen formando parte de su obra. Más de cuatro décadas de trayectoria y 80 exposiciones, y sigue haciendo de su estudio un espacio no solo en el que estar y trabajar, sino en el que ser y transmitir a través, desde y con él. De ahí que lo siga representando como un lugar lleno de luz y vida, en el que se puede sentir el pulso de la creación y la convicción de lo que está haciendo. No como un espacio sacro, sino como coordenadas en las que se pueden deducir sus influencias (el constructivismo ruso, la abstracción americana o el barroco español) y su particular visión de su oficio y labor. Tal y como él dice, y la suya es ejemplo de ello, la pintura está viva.

Pinturas analógicas, Alfonso Albacete, Galería Marlborough (Madrid), hasta el 9 de enero de 2021.

“Tamara de Lempicka” de Laura Claridge

Mujer enigmática, dotada de una técnica extraordinaria que combinaba la belleza del Renacimiento con la sensualidad modernista a la hora de trabajar sobre el lienzo. Con una concepción de la vida y de las relaciones que le dio buenos frutos en el terreno personal, pero que la mantuvo alejada de los círculos oficiales del arte a los que se asomó en la década de los 20 y que no volverían a considerarla, aunque levemente, hasta los años 70.

TamaraDeLempicka.jpg

No debemos tomar como cierto mucho de lo que esta mujer dijo de sí misma en vida, partiendo incluso de su nacimiento. Ella dijo que fue en Varsovia, pero aunque su familia era polaca, todo apunta a que realmente llegó al mundo el 16 de mayo de 1898 en Moscú. Pasó las dos primeras décadas de su biografía en los círculos de la alta sociedad del Imperio Ruso gracias a la acomodada posición social de su familia. La revolución bolchevique la obligó a trasladarse a París, pero de alguna manera, en su mente y en sus posteriores residencias en Nueva York, Beverly Hills, Houston y Cuernavaca, así como en sus viajes por Europa y EE.UU., siempre intentó reproducir aquel estilo de vida elitista y hedonista.

En la capital francesa, sus aptitudes para la pintura eclosionaron y sus lienzos poco a poco se fueron haciendo un hueco en los salones oficiales y en algunas de las galerías a orillas del Sena. La originalidad de su propuesta -evocadora con sus pinceladas de las superficies y las luces del Quattrocento italiano- con su fastuoso tratamiento del color, sus compactas composiciones con fondos arquitectónicos y sus escultóricos volúmenes destacaron por su buena conjugación de la belleza clásica y la modernidad, pero sin romper con el pasado como promovían las vanguardias.

Así fue como se convirtió en uno de los nombres de la Escuela de París de los años 20, del modernismo y del art decó, pero sin llegar a compartir expresamente principios ni propuestas con ningún otro creador. No pretendía ser rupturista, sino ser valorada artísticamente y ganarse la vida con ello lo suficientemente bien como para llevar un alto tren de vida. Lo primero le falló en el momento en que se trasladó en 1939 a EE.UU. para evitar vivir bajo el yugo del fascismo, aunque nunca dejó de investigar ni de intentar superarse en lo pictórico. En lo segundo nunca tuvo problemas, tanto por lo que consiguió por sí misma como por los dos hombres con los que se casó. Con el apuesto Tadeusz Łempicki tuvo a su única hija, Kizette (con quien ya adulta, siempre tuvo una conflictiva relación), después, con el barón Raoul Kuffner vivió un matrimonio concebido más como compañerismo que como historia de amor.

En lo personal Tamara fue una mujer siempre pendiente de la imagen que proyectaba -y por eso cuidó con esmero todo lo estético, la decoración de sus residencias, su vestimenta…- pero al tiempo impulsiva a la hora de relacionarse, sin pudor en lo concerniente a lo sexual, con un comportamiento caprichoso en infinidad de ocasiones y con un ánimo depresivo que, de manera intermitente, la acompañó hasta que murió el 16 de marzo de 1980 en tierras mexicanas.

Para la posteridad quedan más de 500 obras como Adán y Eva o Madre superiora, así como multitud de retratos, bodegones, dibujos y apuntes en los que también jugó con la abstracción o la espátula como manera de aplicar los pigmentos que ella misma se fabricaba. Lempicka fue en vida una figura difícil de definir, que no encajaba en las categorías que establecieron los que escribían sobre la marcha la Historia del Arte, pero a la que -en buena medida gracias a su influencia sobre la moda y el diseño- con el tiempo se le está reconociendo la valía, originalidad y saber hacer que siempre tuvo.

Tamara de Lempicka, Laura Claridge, 1999, Circe Ediciones.

«Julio Romero de Torres» de Fuensanta García de la Torre

Su peculiar estilo –al margen de las vanguardias de las primeras décadas del siglo XX y de la pintura oficial- le forjó un reconocimiento popular en vida que hizo que buena parte de la crítica y del mundo académico no le considerara como merece ni entonces ni posteriormente. Sin embargo, la calidad técnica de sus obras, la capacidad para unir lo profano y lo sagrado y el impacto visual de sus imágenes hace que su producción y su nombre vuelvan a ser desde hace años un referente artístico de la España de su tiempo.

JulioRomeroDeTorres.jpg

Julio Romero de Torres (1864-1930) hizo mucho más que pintar a la mujer española que señala la copla. La ensalzó como protagonista en multitud de ocasiones de unos lienzos con los que sacudió los límites de aquellos que querían seguir el dictado de la moral conservadora. Obras con las que también demostró que la historia de la pintura permitía seguir innovando sin necesidad de romper con los grandes nombres que habían configurado su evolución desde hacía siglos.

Ligado al arte desde bien niño, su padre era pintor y conservador del Museo de BB.AA. de Córdoba, su día a día estuvo siempre enmarcado en coordenadas artísticas. Rápidamente se inició en la práctica del dibujo y de ahí pasó al óleo, el temple y la aguada sobre papel, tabla, lienzo o mural. Siguiendo inicialmente las tendencias de su tiempo, el modernismo y la luz de Sorolla, pero poco a poco fue creando su propio lenguaje combinando la estética del simbolismo y las composiciones de nombres como Leonardo da Vinci, Tiziano, Valdés Leal o Goya, combinadas con elementos culturales de su tierra natal (el imaginario religioso, la narrativa y el sentimiento del flamenco o el urbanismo y la historia de su ciudad).

Fue reconocido y valorado por sus convecinos, siendo muchos de ellos los primeros que le hicieron encargos, ya fueran carteles para sus ferias, murales para las paredes de sus lugares de encuentro o retratos para sus residencias privadas. Una producción que junto a los títulos que presentó a distintas Exposiciones Nacionales -premiadas unas veces, rechazadas otras por la naturalidad con que mostraba cuestiones como la prostitución- le catapultaron hacia una gran fama y alta demanda desde lugares como Buenos Aires o Santiago de Chile.

Tal y como explica Fuensanta García de la Torre, Julio contó con la valoración y amistad de muchos de sus coetáneos –pintores, escritores, intelectuales…- , como Valle Inclán, Unamuno o Rusiñol, además de personajes de la alta sociedad o del mundo del espectáculo a los que recibía en su estudio de la calle Pelayo en Madrid. Un acompañamiento de su persona, figura y creación que, sin embargo, desapareció en gran medida tras su fallecimiento en mayo de 1930. Un alejamiento que se intensificó, aún más en los círculos intelectuales, por la apropiación que el régimen franquista hizo de su iconografía, ligándola a una visión regionalista de lo que suponía ser andaluz y, por extensión, español.

La que fuera entre 1981 y 2012 directora del Museo en el que se crió Romero de Torres  completa su ensayo sobre la producción y evolución del estilo del pintor con dos interesantes capítulos. Uno sobre las relaciones de influencia que tuvo con sus contemporáneos y otro en el que repasa cómo su imaginario ha seguido vivo hasta nuestros días, gracias sobre todo a la interpretación que de su obra, estilo e iconografía ha hecho, y sigue haciendo, la publicidad en sus múltiples formatos y soportes.

Julio Romero de Torres, Fuensanta García de la Torre, 2008, Arco Libros.

“Bill Viola. Espejos de lo invisible”

La combinación de tecnología, espiritualidad y estética del máximo exponente del videoarte no solo lleva un paso más allá la evolución de las bellas artes, sino también su papel como medio con el que expresarnos e indagar en esas eternas interrogantes, quiénes y cómo somos, a las que no conseguimos dar respuesta.

Más de cuarenta años de trayectoria le han permitido a Bill Viola (Nueva York, 1951) desarrollar una carrera y una obra única en sentido estricto. Basta con ver unos cuantos fotogramas de cualquiera de sus piezas para identificarlas con él y con su muy particular concepción y búsqueda de nuevos registros y sentidos de la imagen, uniendo al uso de la composición, la luz y el color de lo pictórico, el movimiento y el imponente silencio de la dimensión audiovisual.

Tecnología. Espejos de lo invisible es una síntesis de la producción de Viola (desde The reflecting pool, 1977-1979) y de su capacidad para aprovechar las posibilidades artísticas y técnicas de los distintos medios de grabación y reproducción con los que ha trabajado.

Desde lo analógico -con su correspondiente grano y afectación en la calidad de la luz y los colores- y lo digital -dejando atrás la postproducción artesanal para pasar a convertirla en un código de ceros y unos-, desde la reproducción mediante proyección a los terminales con memoria integrada y desde los monitores catódicos hasta las pantallas de alta definición de la serie de los martirios (Earth, Air, Wind, Fire, 2014).

Espiritualidad. A Bill Viola le interesa la esencia del ser humano, aquello que somos antes y después de los códigos sociales, las reglas morales y los valores espirituales. El nacimiento y la muerte. El principio y el fin (Heaven and earth, 1992) frente a frente, combinándose, uniéndose y solapándose en dos imágenes que se miran, pero que también se reflejan, hasta el punto de contenerse mutua y recíprocamente.  

Y entre uno y otro punto, ¿qué media? ¿Por qué etapas pasamos? ¿Qué tienen en común y qué diferente la infancia, la juventud y la madurez que reflejan las mujeres de Three Women (2006)? ¿Qué nos dice que ha llegado nuestro momento y qué que debemos esperar o pasar a un segundo plano? ¿Qué nos enlaza? ¿El hecho humano en sí o el biológico entendido como la genética que nos vincula emotivamente?

La ausencia de palabras, el silencio de sus proyecciones, hace que nos planteemos bajo qué filtro nos acercamos a sus propuestas y, por extensión, al mundo en el que vivimos. ¿Por qué Ablutions (2005) nos hace pensar en un ritual de pureza de religiones como el Islam o el catolicismo? ¿Dónde situaríamos los seis minutos de Basin of Tears (2009)? ¿En la filosofía zen por la indumentaria de sus protagonistas? ¿En el valle de lágrimas del cristianismo al que podríamos derivar por su título?

Estética. La oscuridad y la carnalidad del barroco está en muchas de sus piezas, especialmente en aquellas en las que la luz, a la manera de Caravaggio, tiene como único fin destacar, perfilar y tridimensionalizar la figura humana. Un logro aumentado tanto por la estaticidad de sus modelos -apenas el parpadeo de su mirada en casos como el de The Quintet of the Astonished (2000)- como por la proyección a cámara lenta y por un fondo que más que sugerido, es intuido.

También hay lugares, escenografías y decorados que remiten a la delicada humildad de los interiores de Zurbarán (Catherine’s room, 2011), con detalles y recursos en los que podemos presuponer, imaginar o antojar a la madre de James Whistler, la cotidianidad de Vermeer o, incluso, las ramas de los almendros en flor de Van Gogh.

Las dos mujeres y el hombre de Anima (2000) evocan la manera de analizar y destacar a los retratados en el Renacimiento, estilo que enmarca también el pódium y la triada protagonista de Study for Emergence (2009) sobre un azul que nos permitiría enlazar con las madonas de Rafael, con la Capilla Sixtina de Miguel Angel o con tantos otros.

Pero más allá del óleo, Viola fija también su ojo en los paisajes infinitos, en horizontes que se pierden en un más allá que lo mismo pueden ser el inicio de un encuentro (The Encounter, 2012) que de una separación de rumbos (Walking on the Edge, 2012). Miradas que más que al óleo, remiten en lo pictórico a la acuarela, a las aguadas que sobre el papel -o la pantalla en su caso- convierten en una experiencia emocional la sobrexposición lumínica de visiones desérticas como la de Chott el-Djerid (A Portrait in Light and Heat, 1979).

Bill Viola. Espejos de lo invisible, en Espacio Fundación Telefónica (Madrid), hasta el 17/05/2020.

Puntos de encuentro de la Colección Soledad Lorenzo

En 1986 Soledad Lorenzo decidió poner en marcha un proyecto vital, personal y empresarial, su propia galería de arte. Un recorrido de tres décadas al que puso punto final hace poco y cuyo mayor legado no son solo las obras de artistas únicos colocadas a lo largo de estos años, sino las que ella misma se quedó porque nadie se fijó en ellas o no estuvo dispuesto a adquirirlas. Una selección de ese conjunto alcanza ahora el sumun del arte al ingresar como depósito en el Museo Reina Sofía.

SoledadLorenzo_AntoniTapies_Estera.jpg

Un mecenazgo que se mostrará a través de dos muestras. La primera de ella es este Punto de encuentro formada por 57 piezas de 15 autores –que desde que comenzaron a trabajar con ella la tuvieron como representante en exclusiva en Madrid- a través de las que poder ver cómo ha sido la creación artística en nuestro país en el último período del siglo XX y el arranque del XXI. Estas son algunas de ellas.

Antoni Tápies (Barcelona, 1923 – 2012). Estera, 1994. Pintura y collage sobre madera. 200 x 228 x 12,5 cm.

Un material pobre, esparto hilvanado para formar una estera con la que cubrir el suelo a modo de alfombra. Un utensilio humilde ligado a lo rural, descontextualizado, en lugar de en el suelo está en la pared, en lugar de tocar directamente la superficie está colocado sobre una tabla que lo magnifica. Sin embargo, esta dignificación no pierde de vista su pasado utilitario y lo muestra de manera realista, desgastado, curtido por el uso y el paso del tiempo. De ahí ese centro del que brota aquello que ya no tapa, una gran mancha de pintura que por su forma lo mismo puede ser la inicial del apellido de su autor que una cruz griega. O quizás, deliberadamente, sea las dos y de ahí su número 2. Junto a este elemento gráfico, otros dos elaborados con grafito. Con el número 1 el término TAYKYOKU, que refiere al concepto filosófico chino del Taiji, el principio generador de todas las cosas. Con el 3 una mano que se extiende buscando, ofreciendo, esperando encontrarse con la nuestra.

Pablo Palazuelo (Madrid, 1916 – 2007). De somnis II, 1997. Óleo sobre lienzo. 217 x 149 cm.

SoledadLorenzo_PabloPalazuelo.jpg

Primero hay que mirar, pasados unos segundos para dejar atrás la carga visual del trayecto realizado hasta situarse frente a esta pieza en la planta 4ª del edificio Sabatini, se comenzará a ver algo que antes parecía no existir. La imagen aparentemente plana comenzará a desplegarse y revelar una profundidad onírica que nos hará creer que su geométrica bidimensionalidad es en realidad una tridimensionalidad en la que podemos adentrarnos. Una inmersión visual que nos demostraría que no estamos entre líneas aleatoriamente suspendidas, sino paseando entre elementos arquitectónicos dispuestos de manera que nos transmiten una doble complejidad. La de sus construcciones individuales –tanto de sus caras externas como de sus distribuciones internas-  y la del ecosistema formado por la interrelación de todos ellos. Una densificada urbanización con una potente luz amarilla, producto de un intenso amanecer, momento previo de un ocaso estival y de la intervención eléctrica del género humano.

Guillermo Pérez Villalta (Tarifa, 1948). El temporizador elíptico, 1989. Óleo sobre lienzo. 200 x 140 cm.

SoledadLorenzo_GuillermoPerezVillalta.jpg

La atención no se la lleva el ciclista, sino el surco visual que deja a su paso. Una mezcla del impacto de la velocidad del futurismo italiano a la manera del orfismo de Robert Delauny pasado por el tamiz de un autor que creció al sur de todas las influencias occidentales mientras miraba desde su Tarifa natal el norte de una cultura en la que no existen las representaciones figurativas. Los radios de la bicicleta actúan como si fueran un prisma y provocan que la luz que llega desde el este se transforme en distintos haces primarios. Rojos, azules y verdes que brotan de un mismo lugar, pero que toman direcciones distintas, haciendo que el lienzo se proyecte en diferentes planos con el resultado ilusorio de crear un espacio en el que hay cabida para más deportistas dispuestos a dejarse la piel sobre las dos ruedas. Mientras haya movimiento, mientras el ciclista no deje de pedalear, el Lleno Cuando Muevo escrito con tipografía de estilo romano en la parte superior seguirá siendo verdad.

Juan Uslé (Santander, 1954). Azul dudoso 640, 1997. Técnica mixta sobre lienzo sobre tabla. 61 x 45 cm.

SoledadLorenzo_JuanUsle.jpg

Caminos trazados de norte a sur y de abajo a arriba. Un territorio ondulado con intervenciones horizontales sobre su verticalidad. Un espacio dividido en cinco partes en el que la primacía la tiene la proporción en la que concluye la lectura de nuestra mirada. Esta última es igual que las anteriores, pero el rectángulo que la enmarca con su tonalidad verde la hace parecer diferente, más grande, más protagonista. Esta pequeña pieza nos coloca desde una perspectiva superior, nos ofrece una mirada cenital en la que la tierra queda por debajo de nosotros, en la que suponemos terrenos vacíos por la planicie del color azul que las ocupa y otras que imaginamos son áreas habitadas por la huella que ha dejado en ellos la intervención del pincel del pintor. ¿Forman todas unidas un conjunto? ¿Solo las segundas? ¿Existe algún tipo de comunicación entre ellas que así lo permita? Mientras tanto, sentimos una inquietante sensación de movimiento al ver esas manchas blancas que más que unas nubes que flotan por debajo de nosotros, parecen ser algo energético que emana de ese lugar y que pretende ascender hasta llegar a engullirnos en su absoluta luminicidad.

Colección Soledad Lorenzo. Punto de encuentro, en el Museo Reina Sofía (Madrid), 27 septiembre – 27 noviembre 2017.

“Nunca apagues la luz” o sí, da igual

El mal juega con nuestros sentidos y como el que más utilizamos es el de vista, él se vale de su ausencia para hacer acto de presencia y hacer de nosotros sus súbditos o si nos negamos, sus víctimas. Pero en esta ocasión el miedo es tan evidente, los sustos tan esperados y el argumento tan simple que la obviedad se instala en la pantalla hasta el momento final.

372903.jpg

Comienza la película con el asesinato de un hombre a manos de un ser que solo somos capaces de ver cuando no hay luz, situación que se mueve entre la paradoja y el desconcierto. Poco antes, este empresario ocupado hasta bien entrada la noche ha recibido una videollamada de su hijo que le dice que su madre se vuelve a comportar de manera extraña, que está hablando sola. Fácil conexión, quien ha matado al padre tiene algo que ver con a quien dirige sus palabras esa mujer. Ese es el primer misterio que hemos de resolver, con la consiguiente angustia que nos produce imaginar qué puede estar pasando ahí. Para guiarnos hacia las respuestas aparecerá la joven Rebecca, quien ya pasó por esto en su infancia. Su vuelta al que fue su hogar familiar para ayudar a su hermanastro desatará la campaña final del mal. ¿Quién ganará la guerra?

Que nadie me acuse de spoiler, matiz arriba matiz abajo así es el argumento de muchas historias que pretenden ser de terror. Algo del pasado que viene dispuesto a lo que sea para ocupar su lugar, desconcertando y amenazando a los del presente, pero entre ellos hay alguien que sabe de qué va todo esto y será quien lidere la reconquista del terreno, el hogar y la convivencia invadida. La cuestión es que en Nunca apagues la luz todo se desarrolla de manera rápida, y no porque el ritmo sea frenético sino porque no hay mucho que tratar. Las exposiciones duran lo que una pieza publicitaria y lo que se cuenta en ellas es de un lineal y elemental que lo que podría ser una película para todos los públicos, parezca específicamente para adolescentes que busquen, por un rato, ver algo diferente a Gandia Shore.

Lights out fue anteriormente un eficaz e impactante cortometraje lleno de intriga y tensión, original en su planteamiento y muy bien resuelto. Una buena idea que podía convertirse en un gran largo. Sin embargo, no ha ido más allá, se ha quedado en lo básico, dos minutos convertidos en ochenta en una historia sin profundidad, resuelta a base de corrección técnica –al tercer susto ya se ve venir tanto la manera en que van a aparecer como a superarse- y diálogos y acciones de lo más insustancial. Si el no valerse de lo religioso apuntaba en la buena dirección creativa, el haber convertido un cierto toque de ciencia-ficción en una presencia tan nulamente paranormal, lo echa por el suelo. Para colmo, un final que pretende resultar impactante y que te deja con la sensación de hasta aquí, menos mal que esto se acaba ya.

Isabel Quintanilla, el realismo es la luz

La protagonista, por encima de todo, es la luz. Eso es lo que queda claro cuando se observa cualquier obra de Isabel. No hay nada que se escape a su influjo. Es ella, haciendo foco sobre el elemento que menos lo esperes, la que puede hacer grande detalles y elementos que en la obra de otros resultarían totalmente superfluos o, incluso, innecesarios. He ahí ese vaso de duralex o esas granadas ante las que nos podríamos pasar horas, mirándolas, descubriendo cada uno de los pequeños reflejos que la incidencia de la luz causa en la geografía de sus superficies.

IsabelQuintanilla_Vaso_Granadas.jpg

Vaso, 1989 y Granadas, 1970.

Pero Isabel no es solo una pintora de detalles. Estos son solo el primer paso para captar la esencia, la atmósfera de los espacios que aun vacíos, están improntados por las personas que los habitan. No se las ve, pero se sabe que están ahí, que acaban de salir o que quizás entren en cualquier momento y se pongan manos a la obra, de manera probablemente automática porque hay cosas que se hacen con los ojos cerrados de tantas y tantas veces que se han realizado con anterioridad, como es el hacer una llamada de teléfono o las tareas de costura.

IsabelQuintanilla_Telefono_Plancha.jpg

El teléfono, 1996 y Habitación de costura, 1974.

Mirar al exterior exige de humildad interior, el hombre interviene sobre el ahí fuera dándole forma, pero la naturaleza manda mucho más en él. Ella es la que decide cuando se ve y cuando no, cuando hay sol y cuando hay luna, con el consiguiente efecto no solo sobre lo que vemos, sino también, sobre como lo hemos de mirar para captar qué es igual y qué es diferente. De nuestra mano queda el adaptarnos a ello para hacer de ambas facetas ese único lugar que habitamos.

IsabelQuintanilla_Tapia_Nocturno.jpg

Tapia del estudio de Urola, 1977 y Otoño, 1992.

Donde quiera que esté, Isabel no deja de mirar al cielo. A principios de los 60 se trasladó a Roma y allí se empapó de cultura clásica, de los juegos de las proporciones y los equilibrios de las perspectivas. Conocimientos que hizo suyos y los sumó a los que ya había adquirido en la Escuela de BB.AA. de San Fernando en Madrid y durante las muchas horas que pasó dibujando y copiando en el desaparecido Museo de Reproducciones Artísticas. Con todos ellos en mente, desde su residencia en la Academia de España en Roma, pintó entonces una y otra vez la ciudad eterna –mitad cielo, mitad urbanidad- a la que no ha dejado de volver.

IsabelQuintanilla_Roma.jpg

Roma, en 1962 y en 1998-99

Pero no hace falta viajar, la luz está por todas partes, natural y solar unas veces, eléctricamente artificial otras. Isabel prefiere pintar la primera, resulta más viva, varía cada segundo, cambia de continuo y, además, invita al dinamismo, al movimiento, incita a salir y a buscar. Por eso también refleja como la miramos desde dentro,  cuando nos situamos al margen, fuera de ella, desde el interior del hogar, creyéndonos salvados de su influencia por las paredes y el techo bajo el que residimos. Pero todos sabemos que no es así, que necesitamos que nos toque –paradoja que nosotros no podamos tocarla a ella- y sentir su influencia sobre nuestra piel. La luz es vida.

IsabelQuintanilla_Ventana

La noche, 1995 y Ventana, 1970

Realistas de Madrid, hasta el 22 de mayo en el Museo Thyssen (Madrid).

Amarillo, rojo, azul (Kandinsky, 1925)

AzulRojoAmarillo

El rostro de un hombre, San Jorge luchando contra el dragón, el mundo gira, gira que gira. El amarillo del verano, el de los campos de trigo que Van Gogh pintó en el sur de Francia. El rojo de la sangre, de la fuerza del barroco. El azul del cielo saturado, de las noches al óleo de Chagall. Luz a raudales, colores primarios en equilibrio, formas geométricas en perfecta sintonía, líneas diagonales que nos guían desde la izquierda hasta un centro desde el que nos vamos hacia la derecha con curvas y planos que se superponen agolpándose en una alegre convivencia generadora de combinaciones de tonos, brillos y saturaciones que enriquecen el lienzo, multiplican su efecto físico sobre la retina y generan una interpretación dinámica en la persona que lo observa.

Moscú en 1866 (nacimiento), Munich en 1896 (traslado), Moscú de nuevo en 1914 (regreso) y Alemania en 1921 (vuelta). Tras haberse iniciado en la pintura con 30 años, cofundar el grupo “El jinete azul” en 1912, volver a su Rusia natal obligado por la I Guerra Mundial y continuar como gestor cultural solicitado por el régimen revolucionario, iniciada la década de 1920, Vasili se establece nuevamente en tierras germánicas. La Bauhaus le abre sus puertas y él hace de sus principios, de la geometría, de la forma y del diseño, el elemento a partir del cual su genio eclosiona.

Con el ritmo de la novena sinfonía de Beethoven, en uno de esos momentos en que todos los músicos de la orquesta tocan al unísono, los colores, las líneas y las formas son como la percusión, la cuerda y el viento que materializan las notas del pentagrama impulsando el latido del corazón, erizando la piel y despertando la sonrisa. Una multitud de sensaciones, un acopio de emociones, un sinfín de imágenes sin forma definida surgen en nuestro cerebro, sin relación exacta ni lógica aparente, pero en completa armonía. Nos lleva hacia un sitio que no existe, al que no se llega, pero del que se tiene recuerdo una vez que se ha pasado por él, se quiere volver a él.

En 1933 a París, considerado “arte degenerado” por los nazis. En la capital francesa hasta 1944, viviendo tranquilo entre la vorágine de la II Guerra Mundial, el legado de los surrealistas y el protagonismo de Picasso. Allí pintó este “Amarillo, rojo, azul” en 1925, allí se quedó por decisión de su viuda, expuesto en el Centro Pompidou.

Miro de izquierda a derecha y siento que hago un viaje. De derecha a izquierda que retrocedo, que retorno al punto de inicio. El amarillo me llena de luz, el rojo de energía y el azul de paz y serenidad.  Aunque también hay espacio para el verde, “el color más sosegado” según Kandinsky, quizás por eso lo utilizó para esa zona a la izquierda que evoca las formas biológicas hacia las que derivarían años después sus imágenes en la ciudad de la luz. Las líneas –curvas, rectas, paralelas, diagonales, más horizontales que verticales- nos llevan desde el aquí hasta el allá, combinadas generan ilusión de perspectiva y profundidad, crean redes que atrapan colores. Pero si un elemento destaca como el pilar de toda la composición, sosteniendo invisiblemente lo que vemos, son los círculos. Discretos, pero protagonistas, tranquilos, pero directivos. El punto de origen de la energía que hace funcionar a los demás elementos, que les coordina y les dirige, que les da sentido y razón de ser. Son el principio y el fin. Son el todo.

Kandinsky. Una retrospectiva”, en CentroCentro (Madrid) hasta el 28 de febrero de 2016.

“Lo peor de todo es la luz” de José Luis Serrano

Un doble recorrido de amor a través de dos parejas masculinas. Una unida por un compromiso de vida, la otra por el lazo de la amistad. Una real y recreada, la otra de ficción y, por tanto, imaginada. Una narrativa sinuosamente analítica, envolvente, que va más allá de lo visible, profundizando en sus personajes hasta llegar a ese momento inicial y mágico en que nacen las emociones y las sensaciones que se convierten en recuerdos de un pasado, que se desdibuja con el paso del tiempo, o derivan en sentimientos que perviven y evolucionan hasta convertirse en parte intrínseca de nuestra identidad y nuestro proyecto vital.

Lo_peor_de_todo_es_la_luz

El tiempo pasa, unas veces tan rápido y otras tan lentamente que no nos damos cuenta de que hemos cambiado. Quizás no en nuestra mente, pero sí en nuestro cuerpo y en lo que vemos en nuestro entorno. Pero hay algo que hace patente la diferencia entre quiénes somos y quiénes soñábamos ser años, décadas atrás. Ese elemento que aplica una transparencia absoluta ante la que no tenemos opción alguna de ocultarnos es, según José Luis Serrano, la luz.

¿Quiénes somos hoy y quiénes éramos hace veinte años o durante la niñez? Basta mirar al cielo de la playa, a las farolas de la calle o a las bombillas que iluminan nuestra casa por la noche para, si somos sinceros con nosotros mismos, hacer un sencillo pero auténtico ejercicio de memoria y de reflexión. A partir de algo tan aparentemente simple, el autor de “Sebastián en la laguna” nos deja ver el grado de comunicación al que ha llegado con su marido tras dos décadas de relación. Tiempo en el que han pasado de despedirse en estaciones de autobuses con un apretón de manos a hacer de lo suyo una formalidad legal llamada matrimonio y a decírselo todo sin necesidad de articular palabras en paseos en el mes de agosto por Bilbao, las fantásticas playas de Larrabasterra y Plentzia o los acantilados que las circundan.

Es el verano de 2014 y José Luis barrunta en su cabeza una historia de amor entre dos hombres heterosexuales, Koldo y Edorta. Amor entendido como afecto, cariño y entrega, amor sin sexo, sin los convencionalismos que se le presupone al género y a la orientación sexual. Amor sin calificativos. Amor como el que él siente por su esposo, pero sin el objetivo de formar una familia y sin atracción ni práctica sexual. Dos personas entre las que surge un vínculo sin aparente explicación lógica, bien profundo, que aunque no se practique y se cultive sigue vivo pase lo que pase, ocurra lo que ocurra, considerando siempre al otro como parte del presente y del futuro. La categoría de amigo en ellos no se entiende como un escalón en una jerarquía, sino como una forma de amor, tan grande, enriquecedora y llena de posibilidades como la que la tradición cultural nos dice que son patrimonio exclusivo del matrimonio y del lazo paterno-filial.

“Lo peor de todo es la luz” es una novela con momentos de ensayo y autobiografía que, aunque supongo pensada con la cabeza para darle estructura, parece escrita con el corazón. Solo de esa manera se explica la desnudez emocional que transmiten sus páginas, un ejercicio de total transparencia en el plano personal de su autor y uno de lirismo lleno de sensibilidad en su faceta como escritor. Al otro lado de las páginas, en su lector, su lectura provoca una ola de honda y profunda emoción de principio a fin que deja un poso de nostálgica felicidad y serena alegría que se podría resumir como ganas de vivir y de sentir.