“El frágil orden del universo” de Eduardo Quijano Sánchez

Veinte relatos gamberros. Historias cortas en las que la lógica y el sentido común están tan ausentes como protagonistas. Mundos paralelos en los que la realidad responde a las reglas que deseamos y no a las que conocemos. Momentos, paréntesis y pausas con los que evadirse, jugar y entretenerse como si fueran fantasías soñadas con los ojos abiertos.

En la imaginación de Eduardo Quijano bullen habitantes del interior de EE.UU., seres cuya vida consiste en cumplir con el mandato de vivir y disfrutar de lo que tienen a mano sin buscar mayor complicación que sentir la compañía de quien está cerca, comer y beber lo que encuentran a mano y sentir que tienen bajo control sus coordenadas espacio temporales. Pero no siempre cuanto les ocurre responde a esos parámetros. Entonces Quijano da la vuelta a sus personalidades y conduce su comportamiento por el camino de lo bizarro, lo estrambótico y la fantasía.

Senda que plasma sobre el papel con situaciones imposibles de creer, mas planteadas con un tono jocoso y ligero, invitando a recrearse con el capricho de su exceso. Podrían interpretarse como fábulas o narraciones con una intención indeterminada. Sin embargo, no hay en ellas más que un propósito hedonista, el gozo del carpe diem del aquí y ahora. De tomarse la vida con humor, convertir el drama en comedia ácida y socarrona, reír por la barbarie explicitada y sonreír para sentirse bien.

Así es como en estas historias se le mete mano a la muerte, descubres cómo tu padre te ha robado cuando pretendías quedarte con el contenido de su cartera, las parejas acaban juntas cuando su propósito es estar separadas, las apuestas se ganan empatando a puntos en el capítulo de pérdidas y las debilidades se convierten en virtudes mutables con tal de sentirse único, diferente, alabado y bendecido. Y todo ello con un tono coloquial y de confianza, que construye personajes transparentes y diáfanos, con la única intención de expresarse y comunicarse, nunca pretender o simular.

El frágil orden del universo es un volumen que consumir en pequeñas dosis, cerrando sus páginas tras llegar al punto final de cada relato y experimentar qué pasa dentro de nosotros. Qué nos resuena tras ese corto paso por una irrealidad con apariencia de posibilidad tras un filtro de mala leche que sacude lo que, de otra manera, quizás hubiera caído en un costumbrismo gore, en el terror psicológico o en una suerte de ciencia-ficción con carácter simbólico en estos tiempos de tanto desatino y desvarío.

Por último, siempre queda esa suposición de si El precio de una amistad, Un hombre racional, Múnich o California son fogonazos a los que no se le puede pedir más que cumplir su misión de impresionar y sugerir, o si han de ser tomados como conatos de una prosa que podría dar más de sí si su autor optara por desarrollarla y prolongarla narrativamente. Veremos qué nos depara Eduardo Quijano, profesor de lengua y literatura, en futuras entregas mientras seguimos leyendo sus aportaciones en el blog La piedra de Sísifo.

El frágil orden del universo, Eduardo Quijano Sánchez, 2024, Editorial Cazador.

Hugo Fontela: “Estoy iniciando una etapa reposada y tranquila, en la que impera más la calma que el impulso”

A pesar de su juventud (Grado, 1986), este joven artista tiene tras de sí una trayectoria sólida de más de quince años en la que ha recibido el reconocimiento de académicos, críticos y coleccionistas. Las «Notas para un paraíso» que ahora muestra en el Museo Esteban Vicente de Segovia demuestran porqué.

Hugo Fontela es “un pintor, sin más, un hombre que pinta”. Así se dio a conocer en 2005 cuando ganó la XX edición del Premio BMW de Pintura. Para entonces ya vivía en Nueva York, a donde se trasladó en 2004 en un giro de guión de lo más arriesgado. En lugar de ingresar en la universidad en su Asturias natal (donde ya había estudiado en la Escuela de Artes y Oficios de Avilés y en la Escuela de Arte de Oviedo), optó por marchar a la Gran Manzana y matricularse en The Arts Students League a la par que instalaba en Manhattan su estudio-taller. Una etapa de descubrimiento y conocimiento en la que lo más le impresionó fue “la escala, la diversidad y la complejidad del mundo” y constatar que “solo hay un camino, ser fiel a ti mismo”.

A lo largo de este tiempo ha reafirmado su personalidad artística “en torno a las posibilidades de la pintura, que ha sido siempre mi preocupación” hasta llegar a un lugar en que su rumbo está marcado de manera capital por “la observación y la percepción de la naturaleza, así como por mi emoción ante ella. Un punto al que he llegado partiendo de la historia de la pintura, identificando los referentes que me interesan y encontrando el modo de, a pesar de todo lo ya dicho, mostrado y alcanzado, trazar mi propio camino para emocionar utilizando el lenguaje pictórico”. 

Entre los nombres evocados están algunos de los más grandes de la pintura norteamericana del siglo XX como Cy Twombly, Philip Guston o Sean Scully, a los que se puede intuir en los paisajes industriales y las vistas que realizó del puerto neoyorquino que mostró en 2008 en sus primeras exposiciones individuales en España. Después han llegado otras, como las periódicas en la Galería Marlborough -en sus sedes de Madrid, Barcelona y Nueva York- en las que muestra periódicamente su nueva producción, que le han abierto la puerta de más de treinta colecciones privadas e instituciones museísticas de las que hoy forma parte.

La llegada a Madrid en 2015 implicó un punto y aparte, “un concentrarme más en mí mismo, iniciar una etapa más introspectiva, más pendiente de lo que ocurre dentro de mí y del espacio en el que trabajo, que de lo que sucede en el exterior”. En su estudio se percibe ese pálpito interior que determina su producción, generalmente superficies amplias -ya sean lienzos como sobre tabla o papel-, en las que su determinación por la impresión visual y la acotación cromática le sitúan en ese lugar indeterminado en el que unos le juzgan abstracto y otros figurativo, pero a sabiendas de que ninguna de las dos etiquetas es totalmente absoluta. “Yo lo vivo como una tensión natural, unas veces pinto las cosas tal y como las veo y otras según las siento, es un terreno en el que me siento muy cómodo y en cualquier caso actúo así libremente, no porque esté pendiente de lo que los demás puedan esperar o querer de mí”, afirma Fontela. 

Uno de sus últimos proyectos ha sido The nature of painting, una aventura editorial con formato de libro de artista (edición limitada de 196 unidades, interior y cubierta intervenidas por el propio Hugo), que recoge su evolución a lo largo de la última década a través del objetivo fotográfico de Carmen Figaredo y que “al mirar hacia atrás me ha servido para pasar página, notar que cierro una etapa”. Preguntado por hacia dónde se dirige, su respuesta es hacia un estadio más reposado y tranquilo, donde impere más la calma que el impulso. 

Una actitud con la que espera seguir teniendo un sitio propio en la confusión existente entre el mundo del arte y el mercado del arte. “Mi intención es guiarme por mis convicciones y capacidades artísticas para llegar al máximo con mis posibilidades. Soy ambicioso en este sentido y espero no renunciar a una idea por lo que pueda determinar el mercado, ni decantarme por otras solo porque sienta que vayan a ser bien recibidas”.

Fotografía de Hugo Fontela de Carmen Figaredo. Versión actualizada de la entrevista publicada en el número 280 de Descubrir el Arte (junio, 2022).

“Almudena. Una biografía” de Aroa Moreno Durán y Ana Jarén

Retrato sencillo, cercano, íntimo y político de la persona y de la escritora. La Grandes expuesta como ciudadana, esposa, amiga y madre, también como alguien preocupada por airear las rémoras de la historia, las trampas de la etapa más reciente y las oscuridades con las que seguimos conviviendo. Alguien a quien apreciar y querer, a quien admirar y reivindicar.

Ser escritor profesional es una tarea ardua, enfrentarse a la hoja en blanco cada día, sin tener claro por dónde te van a llevar los derroteros de tus personajes y si serás capaz de darle forma humana y literaria a su devenir. Asunto aparte es cuando la misión que te propones es tratar sobre alguien a quien conoces y cuantos te pueden contar sobre ella se ponen a tu disposición. Ese regalo y reto es el que asumió hace un año Aroa Moreno a la hora de escribir esta biografía de Almudena Grandes (Madrid, 1960-2021).

Una encomienda en la que ha estado acompañada por la labor como ilustradora de Ana Jaén para conformar un ensayo sencillo, pero con las dosis suficientes de análisis y documentación para considerarlo una pieza con la que acercarse con rigor y seriedad a la figura, obra y personaje de la escritora de los Episodios de una guerra interminable.

Aroa no esconde que parte de la experiencia personal, de la admiración que siente y la amistad que mantuvo con Almudena. Una cercanía que plasma en el tono cariñoso que da a su redacción, pero manteniendo el rigor de quien sabe manejar la técnica de la escritura -equilibrando narración, fuentes, detalles, anécdotas y archivo- y entiende que ha de ser, al tiempo, rigurosa para no sobrepasar a la mujer sobre la que escribe. Una atmósfera, a su vez, perfectamente transformada en imágenes por el trazo armónico y colorido de Jaén, partiendo de fotografías en ocasiones, recreando escenas en otras e imaginando objetos de todo tipo en el resto.

Más allá de conocer cómo surgió su amistad con Eduardo Mendicutti, donde se veía con Luis García Montero hasta que se formalizaron su relación, sus habilidades como cocinera o cómo se convirtió en la orgullosa poseedora de un gato, lo interesante de esta biografía es que no solo repasa su vida y su obra, sino que transmite con una controlada emoción su carácter, su manera de ser y estar, de relacionarse con sus lectores, de mirar e interpretar la realidad y la visión con la que compartía su interpretación de las últimas décadas de la historia de nuestro país.

En definitiva, Almudena. Una biografía, sirve tanto para acercarse a una de las escritoras más exitosas y significativas de la literatura española más reciente si no la conoces, del mismo modo que te embarca en una suerte de travesía emocional si has sido un ferviente seguidor de ella desde que se diera a conocer con Las edades de Lulú en 1989, como es mi caso. Y de paso, y aunque no es su propósito, un lugar de encuentro para, desde él, acercarse a la narrativa de Aroa Moreno Durán y seguirle la pista a la trayectoria artística de Ana Jaén.

Almudena. Una biografía, Aroa Moreno Durán y Ana Jaén, 2024, Editorial Lumen.

“Mucho ruido y pocas nueces” de William Shakespeare

Enredos sobre el amor a primera vista en el que “los que mucho se pelean, se desean”. Comedia ligera, con su buena dosis de drama, pero en la que no se toman en serio ni la política ni la justicia, pero sí los asuntos morales ligados a los roles de género y a las diferencias de clase. Divertida y recurrente por el uso de la retórica para definir a sus personajes.

No hay guerras al uso en esta obra. El belicismo está antes de su primera página. Tras su fin, el victorioso Don Pedro de Aragón llega a Mesina, a los dominios de Leonato, quien le recibe con alegría y festividad. Parecían conocerse ya de antes, pero no así el adjunto del primero y la hija del segundo, Claudio y Hero, jóvenes y excelsos, con ímpetu, pero aún faltos de experiencia en lo que se refiere a los asuntos de la intimidad. Aunque no todo será fácil. Shakespeare tenía que entretener a su público durante, al menos, un par de horas. Y lo estructura con dos tramas.

Complica el destino de los que parecen hechos el uno para el otro con una intercesión malintencionada y con aires de tragedia. Y complementa esa intensidad con el sarcasmo y la acidez del humor con que se enfrentan verbalmente Benedicto y Beatriz. Guerrero y compañero de Claudio él, ella prima y amiga de Hero. Todo esto hace que la puesta en escena, sea real en un escenario o imaginada con su lectura, de Mucho ruido y pocas nueces conlleve grandes dosis de gestualidad y movimiento con tintes de histrionismo e hipérbole.

Cuanto se plantea está sucintamente afinado para provocar la sonrisa de los que disfrutan con el intento de los malvados, se apiadan de quienes sufren la maledicencia y gozan con los enredos de quienes dicen repeler a aquellos que buscan. En la trampa que sufren Claudio y Hero -y por extensión, Don Pedro y Leonato- se juega con el honor y los celos, y las alianzas y conflictos políticos y sociales (entre padres e hijos, así como también entre hermanos) en torno a estos dos conceptos.

Aprietos sustentados en la diferencia entre el ser y el parecer y en los que se involucra a su espectador, al solo saber él la verdad de la injusticia que supone la acusación contra Hero y la situación imposible en que eso la sitúa frente a su familia y entorno. Shakespeare vuelve a circunstancias que ya había utilizado en Romeo y Julieta (1595) y avanza otras que utilizará de manera más intensa en Hamlet (1601) u Otelo (1603-04). Dicho esto, lo atractivo y sugerente de Mucho ruido y pocas nueces es el divertimento que propone en torno a la iniciación, la manifestación y el reconocimiento de la llamada del amor.

El mismo enredo que en una parte de la función da pie a la confusión y a la confrontación con riesgo de cisma, en la otra es un divertimento con la inteligencia añadida, de que están involucrados, casi los mismos personajes. Los diálogos son incisivos en los retratos con que sus protagonistas se plantean a sí mismos y describen a sus contrarios, y agudos en la formalidad de la retórica con que se despliegan. Su autor despliega recursos como cadenas de símiles que derivan en lógicas de absurdos, o conjunción de significados que se entrelazan para señalar la distancia y cercanía, a la par, que hay entre sus dialogantes. Y como entre ellos, entre el descaro de la indiferencia y la aceptación del amor como un sentimiento basado más en la convicción de compartir una sintonía que en vivir el fuego repentino de la pasión.

Mucho ruido y pocas nueces, William Shakespeare, 1598, Alianza Editorial.

“Deus ex” de Ferdia Lennon

Novela de aventuras, historia devota del clasicismo y relato que pretende acercarnos la magia, la mística y la capacidad de trascendernos del teatro. Mejor intencionada y documentada que conseguida en un título que intentando sonar a los tiempos de Eurípides, resulta demasiado teñida de la supuesta frescura de hoy.

Medea y Las troyanas, dos dramaturgias que a todos nos suenan. Puede que no las hayamos leído o vistas representadas, que ni sepamos que su autor responde al nombre de Eurípides, pero, aun así, su sola mención nos despierta imágenes de túnicas y pliegues, máscaras con gestos caricaturizados, escenarios desnudos en parajes ideales y escenificación con un coro encargado de amplificar las emociones y lecciones vitales de sus ficciones. A Ferdia Lennon no le basta con eso y viaja con su imaginación a muchos siglos atrás para situarse en la piel de dos personajes que vivieron en el presente del autor ateniense (484/480 – 406 a. C.).

Con ellos comparte una obsesión, imbuirse en la energía que tiene el proceso teatral, para, en su caso, cimentar sobre ello una narración literaria que nos traslade a aquel entonces, mas viviéndola con la pulsión con que hoy interpretamos cuanto tiene que ver con la pasión que nos puede provocar lo creativo. En torno a ello Lennon traza varias tramas con que situarnos. Primero la temporal, las guerras greco-púnicas. Después la geográfica, la ciudad de Siracusa en la isla de Sicilia y su descripción sirviéndose de las diferencias de hábitos y medios materiales de sus habitantes. Y finalmente la concreción de Gildes y Libón, dos almas sin mayor pretensión que vivir cada día y que de repente se marcan el reto de dirigir y producir un montaje que aúne las dos obras indicadas.

La particularidad es hacerlo sin disponer de registro documental de ambos textos, contando con presos atenienses como actores y hacerlo en una cantera que está siendo utilizada como prisión al aire libre. Licencias verosímiles, pero fundamentadas con una prosa demasiado procaz como para trasladarnos a aquel entonces en que imperaban la meteorología y el instinto, y el conocimiento del entorno era de muy corto radio.

Lennon plasma bien el contraste de caracteres de su pareja de protagonistas -uno taimado y razonable, otro impetuoso y poco prudente-, pero falla su comportamiento, más propio de alguien de hoy. Las argumentaciones que nos ofrece el que ejerce como narrador, las expresiones que utiliza y los elementos de juicio que expone tienen más de alguien cuya diversión, frescura y expresión deslenguada resulta actual, que de una persona cuya vida estuviera condicionada y limitada a una casuística muy lejana de quienes le leemos hoy.

Algo similar sucede con la estructura de Deus ex. Queda clara la fundamentación de su segunda parte, pero el trazo que la separa de la primera es tan abrupto que se lee casi como la continuación de una novela no cerrada. Curiosamente, su prosa, al estar ya libre de labores documentales y exigencias divulgativas, resulta más ligera y fluida al adquirir un tono de novela de aventuras que solo busca progresar dejando a un lado cuanto pudiera entorpecer ese fin como los caracteres secundarios y acontecimientos adyacentes antes expuestos y utilizados para cimentar su recorrido.

Deus Ex, Ferdia Lennon, 2024, Editorial Impedimenta.

“El hombre en busca de sentido” de Viktor Frankl

Relato y análisis de lo que supuso ser prisionero en un campo de concentración durante la II Guerra Mundial. Fusión de vivencia en primera persona y observación desde su exterior. Comunión de sensibilidad e inteligencia para descifrar el propósito de la existencia humana. Texto emocionante y didáctico, catártico por la claridad de sus ideas, la sencillez de su exposición y la profundidad de su logro.  

Libro de cabecera al que volver cuando no tienes claro qué está ocurriendo en tu vida. Guía con la que ser capaz de ver más allá de la superficie y encontrar las placas tectónicas que están chocando en ese momento de desconcierto, inflexión o novedad para el que, quizás, no estás preparado. Por muy hondo, profundo u oscuro que sea el dolor, el sufrimiento o el vacío en el que se esté, siempre habrá un camino, una luz o una señal que nos haga ver, comprobar o sentir que nuestra existencia e identidad está por encima de lo que nos está ocurriendo. De que hay modo de que seamos capaces de estar por encima, de no caer y enriquecernos a pesar de las heridas, cicatrices y minusvalías que esa experiencia nos dejará como legado.

El hombre en busca de sentido podemos y debemos ser cualquiera de nosotros. El testimonio que Viktor Frankl (Viena, 1905-1997) nos ofrece tiene la dualidad de ser el de un paciente y el de su terapeuta, coincidentes ambas figuras en él mismo. Despojado de posesiones y familia, y con intención de dejarle sin dignidad, los nazis le torturaron junto a muchos más en Auschwitz. Pero él supo valerse de sus conocimientos sobre la mente y la conducta humana para entender el porqué de su reacción y de aquello en lo que esta coincidía o difería de la de sus compañeros. Su exposición no pretende señalar porqué sobrevivió a quienes pretendían exterminarlo, sino qué hizo que, a pesar de todo, sintiera tener el control de sus convicciones y no perder el foco de cuáles eran las prioridades, los alicientes y las ilusiones, de su vida.

Asunto complicado, pero posible si se cuenta con las habilidades que permitan sobrevivir al ataque exterior que pretende o tiene la capacidad de arrasar con lo interior. Difícil, pero posible con técnicas como la de la logoterapia, la terapia que Viktor Frankl terminó de formular sumando su catártica experiencia a su conocimiento previo. Una concepción de la psicología que, como él mismo explica, tiene como fin -al contrario que el psicoanálisis de Freud- más mirar al para qué del futuro que al porqué del pasado.

Este breve ensayo tiene la virtud de exponer la complejidad de la que trata con un lenguaje asumible y una narración comprensible por cualquier ciudadano medio, sin necesidad de tener o haber tenido relación alguna con la psicología, ya sea como paciente, curioso o estudioso de la misma. Permite verse, sin condicionante alguno, en esa manera de ser y estar en el mundo.

A destacar su definición del ser humano como alguien que basa su existencia en los vínculos que establece, cuida y mantiene, así como el bienestar psicológico como un equilibrio, y no como una llanura sin grises, influenciado por los valores de la sociedad en la que vive cada individuo y por su forma de entender y practicar su dimensión espiritual.

El hombre en busca de sentido, Viktor Frankl, 2015, Herder Editorial.

“Grandes preguntas” de Eduardo Mendoza

Divertimento de escritura teatral en el que su autor da rienda suelta a su particular sentido del humor. Situaciones, personajes y diálogos excesivamente livianos, sin mayor propósito que dejarles hacer y entretenerse con sus ocurrencias y desencuentros en una imaginaria entrada, libre de prejuicios y convenciones, en el reino de los cielos.

Cuando nos morimos los buenos van al cielo y los malos al infierno. Promesa católica que seguro Eduardo Mendoza (Barcelona, 1943) escuchó hasta la saciedad durante sus primeras décadas de vida. Asunto al que, al margen de que fuera creyente o no, seguro le dedicó tiempo y de ahí surgió el argumento de Grandes preguntas. ¿Cómo es el momento del Juicio Final? ¿Su escenografía? ¿Quién está presente? ¿Cómo se rinde cuentas, de verdad saldrá todo a la luz, incluso lo nunca contado o confesado?

Asunto psicoanalítico al que el también autor teatral de Restauración (1990) y Gloria (1991) se enfrentó como suele ser habitual con él. Con sencillez y parsimonia, resaltando la gracia de los contrastes y haciendo hincapié jocoso en lo cotidiano, sobre aquello aparentemente imperceptible o que consideramos sin importancia.

En su prosa (La ciudad de los prodigios, El asombroso viaje de Pomponio Flato…) Mendoza suele ser mordaz, ácido y agudo desde su papel de narrador, pero en el teatro no tiene esa posibilidad. Sobre un escenario no hay más que las palabras que pronuncian sus personajes, no tienen envoltorio que les presente, explique o amplifique. Y eso provoca que su propuesta no arranque, le falta una base sobre la que anclarse y crecer a partir de ella. Un espectador o lector podría incorporarse a Grandes preguntas a mitad de función y se sentiría en el mismo punto que uno que llevara en ella desde el inicio. No hay una estructura que fluya y que nos indique que el texto evolucione o crezca. Es una y otra vez lo mismo, y sin reglas ni lógicas intrínsecas que nos permitan saber a qué atenernos.

De un lado Daniel, el hombre de mediana edad que ha sido llamado a las alturas para iniciar la otra vida. Frente a él, Tobías, personaje salido de la Biblia, y quien ejerce de recepcionista en la entrada al reino de Dios. El desconcierto del primero frente a la monotonía administrativa del segundo. La modernidad y actualidad de uno versus la incomprensión y el desconocimiento de los usos y costumbres de nuestro tiempo por parte del otro. Mendoza intenta un absurdo interesante, pero la estupefacción e incredulidad que transmiten sus diálogos no cuajan. Convierten a Grandes preguntas en una sucesión atónita de estas, con escasa gracia y originalidad, tediosas incluso.

Las referencias sexuales resultan banales, más aún cuando se las hace protagonistas. Despista cuando los personajes tan pronto entienden las referencias que manejan entre sí como, acto seguido, se comportan como dos extranjeros que nunca antes se vieron. Los quiebros conceptuales son demasiado fáciles, no funciona la lógica con que son presentados. Lo que sí lo hace es la intención desconcertante de muchas de las interrogantes que se plantean, pero presupongo que no con la intención ideada por Eduardo. Cierro con esta obra la trilogía de su Teatro Reunido (Editorial Planeta, 2017) y me vuelvo a sus novelas y reflexiones.   

Grandes preguntas, Eduardo Mendoza, 2004, Editorial Planeta.

“Civil war”, podría ser verdad

Alex Garland escribe y dirige una historia potente y verosímil sobre lo que supondría vernos inmersos en una guerra fratricida. No entra en las causas y los fines de los combatientes, solo expone sus consecuencia: la barbarie y el salvajismo. Y lo muestra adoptando un interesante punto de vista, el de quienes pretende dejar testimonio, resaltando así el papel y el valor del periodismo.

Nuestro deber es documentar y dejar que sean otros los que hagan las preguntas”, esa es la línea de diálogo clave en el guión de Civil war. El comentario sencillo, pero rotundo y clarificador, que en una de las primeras secuencias le hace Lee a Jessie, una sólida y convincente Kirsten Dunst a una pujante y resuelta Cailee Spaeny.

Ese el propósito de toda la película, agitar nuestra conciencia. La actualidad ha llegado a un punto en el que concebimos que hordas como las que asaltaron el Capitolio de Washington el 6 de enero de 2021 podrían derivar en una guerra de todos contra todos, en el que la anarquía y el asesinato sean la norma, la muerte y la destrucción el objetivo final.

Suposición a partir de la cual Garland imagina un grupo de cuatro periodistas que parten de Nueva York hacia la capital norteamericana con la intención de conseguir la primicia de una entrevista con el presidente de los EE.UU., atrincherado en la Casablanca. Civil war resulta no es solo una distopía, un thriller y una película bélica, sino también una road movie que viaja mostrándonos a dónde nos puede llevar la brutalidad cuando desaparecen el civismo y el imperio de la ley. La venganza y la crueldad, los fusilamientos y las fosas comunes, el exterminio y la completa deshumanización de lo que antes habían sido comunidades concebidas desde el diálogo y para la convivencia.   

Haciéndolo a través de la cámara de los fotorreporteros, la cinta resulta aún más creíble en su ánimo por mostrar la posible realidad. El deber del periodista es observar y mostrar, saber mediar recogiendo cuantos elementos intervienen y forman ese instante o episodio que sintetiza con objetividad en una imagen, un clip de vídeo o una crónica. Aunque siempre con esa endeble y sutil línea roja que de un lado dice que no se debe intervenir ni tomar partido en ella, y en el otro sitúa la subjetividad de las emociones y el compromiso con valores como los derechos humanos, así como la relación, cercanía y distancia, entre vocación y experiencia.

Un punto de vista aplicado muy correctamente a una sucesión de avatares lógicos y posibles que se viven desde la butaca con curiosidad e intriga por conseguir que nos identifiquemos con sus protagonistas. Con tensión y ritmo por el dinamismo de su narración. Con estupefacción y miedo en los pasajes en los que el horror físico y psicológico es justificadamente explícito. Con alucinación y asombro por el espectáculo visual que aúna una postproducción sobrada de intervención digital, una banda sonora concebida para significar lo que no muestra la pantalla y un elenco actoral que, a pesar de todo, consiguen que en Civil war tenga cabida la esperanza. Tomémosla como una advertencia más que como una premonición.

“Baumgartner” de Paul Auster

Historia en torno al recuerdo, el amor y cuanto rodea a la creación literaria. Personajes creíbles en tramas fundamentadas que surgen como relatos casi independientes y confluyentes en un todo correctamente compactado. Un título con el que introducirse en las obsesiones de su autor o prolongar la experiencia que ya se tenga de él.

Baumgartner podría ser un alter ego de Paul Auster. Un profesor universitario que convive con el duelo causado por la muerte de su esposa diez años atrás, situación análoga a la que el escritor vivió durante su proceso de escritura al recibir la noticia de su diagnóstico oncológico en enero de 2023. Punto de partida que marca cuanto está por venir.

La disección consciente de los episodios anodinos que constituyen el día a día de la monotonía, la costumbre o el simple hábito. Los viajes al pasado provocados por la chispa de lo anecdótico desvelando personajes, historias y acontecimientos que da igual si fueron trascendentes o no, pero están ahí formando parte del recorrido emocional de su protagonista. La búsqueda de no se sabe bien qué en aquello que siempre había estado al alcance, revelándose para dar contexto, referencia y quién sabe si motivación a su devenir.

Múltiples planos con los que Auster construye y despliega un crisol narrativo. Desde los personajes, a los que describe en su juventud, madurez y ancianidad; los ambientes, mostrando su vida familiar, académica y amorosa; y las coordenadas históricas, reflejando la dureza que siempre enfrentaron los emigrantes llegados a EE.UU., la agitación social de los 60 y el declive de muchas de sus ciudades tras su involución industrial años después. Cómo suele ser habitual en él, utilizando distintas voces, además del narrador en tercera persona y los diálogos con que revela su omnisciencia, están los escritos con tintes biográficos firmados por Anna.

Súmese a ello algunas de las obsesiones propias del autor de títulos geniales como La trilogía de Nueva York (1986), El libro de las ilusiones (2002) o La noche del oráculo (2004). Cuanto rodea al proceso creativo y expresivo de la escritura, su interés por la cultura europea (Kierkegaard y García Lorca en este caso), y su introducción en esa tierra de nadie que está entre lo real y lo onírico, lo que ignoramos cuánto tiene de verdad y cuánto de disociación o desdoblamiento de uno mismo. En esta ocasión estos asuntos no son planteados como tesis con las que interrogarse, sino como medios para conseguir una narración interesante y con cierta hondura, pero, sobre todo, fluida y entretenida.

No deseamos ser parte de su acción, pero sí nos convierte en espectadores curiosos, deseosos de conocer qué es de Baumgartner. Qué le preocupa o le obsesiona hoy o con qué momento del pasado enlaza desde el presente y qué agitación anímica le provoca esa traslación. En paralelo, la siempre eficaz construcción literaria de su creador, capaz de transmitir lo trascendente con la sencillez de lo cotidiano y de hacer de la casualidad el instante que explique, sintetice y concentre cuanto ha ocurrido anteriormente y provoque un giro argumental que de nueva y renovada fluidez a lo que viene después.

Baumgartner, Paul Auster, 2024, Editorial Seix Barral.   

“La madre”, drama, intriga y Aitana Sánchez-Gijón

Más allá del síndrome del nido vacío y de un matrimonio de cara a la galería. Retrato de una mujer frustrada, pero con una ambigüedad bien calculada sobre los motivos de la imagen que transmite y las causas de su comportamiento. Un texto trazado con inteligencia, una puesta en escena sobria que explicita sus tensiones y un elenco compacto que despliega todas sus aristas.

El inicio es convencional. Una mujer espera en casa la llegada de su marido y tras un leve saludo se queja de la desconsideración de su hijo emancipado, de la desconexión de su hija ya autónoma y de la falta de comunicación -por no decir falsedad y lejanía- de quien acaba de llegar de su trabajo. Toques de ironía y acidez disfrazados de humor que generan complicidad y empatía, cercanía con unos personajes que nos resultan familiares, si no por identificación, sí por suposición de los arquetipos del mundo urbano, proletariado y capitalista en el que vivimos. Sin embargo, la sensación de comodidad dura poco.

La dramaturgia de Florian Zeller rápidamente vira para adentrarse en el terreno de las percepciones, obligándonos a preguntarnos si aquello de lo que estamos siendo testigos es tan transparente, sencillo y lógico como habíamos asumido. Un terreno de ocultaciones e invisibilidades que la dirección de Juan Carlos Fisher deja entrever a través de un diseño escénico que más que minimalista, frío y sobrio, resulta revelador en su asepsia, subrayador en su simplicidad e intensificador en el simbolismo de su fractura. Súmese a ello la complementariedad de la iluminación y la amplificación de la ambientación sonora y musical.

Hora y media en la que la narración familiar y el retrato individual se van transformando, afectando incluso al punto de vista desde el que observamos, interrogándonos sobre desde dónde miramos e interpretamos, si lo estamos haciendo desde el lugar y el modo correcto. Qué se nos escapa y qué hemos asumido como lo que no era. Así, La madre y sin dejar atrás sus toques de humor corrosivo, profundiza en su drama adquiriendo tintes de intriga y misterio más propios del thriller y hasta el terror psicológico.

Una introspección bajo un prisma de opresión y agorafobia encarnado por un elenco en el que Aitana Sánchez-Gijón integra con solvencia en su personaje el devenir de las diferentes y superpuestas tramas. La esposa desencantada, la madre Agripina y la mujer abandonada por su pasado y carente de un futuro. Estados emocionales, registros relacionales y versiones alejadas e integradas de sí misma que se despliegan, complementan y confrontan con el buen y acotado trabajo de sus compañeros.

Juan Carlos Vellido compone un marido que nunca termina de estar y que permanece cuando resulta ausente. Alex Villazán es ese hijo obligado a volar solo para sobrevivir y condenado a permanecer para que su verdugo no se convierta en su víctima. Y Júlia Roch destella revelando las indeterminaciones de cuando sucede en La madre, obligando a sus espectadores a tomar parte en la construcción de su absorbente, seductor y conseguido relato.

La madre, en Teatro Pavón (Madrid).