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«Iphigenia en Vallecas»

María Hervás se hace dueña y señora del escenario a lo largo de la hora y media de representación de este descarnado monólogo. Un texto que comienza haciéndonos reír de su personaje para tras dejar atrás su fachada de chonismo e incultura, lograr que comprendamos sus intenciones, empaticemos con sus emociones y finalmente hacer que nos cueste mantenerle la mirada ante la dura realidad que nos muestra.  

IphigeniaEnVallekas

Iphigenia es un personaje clásico que Gary Owen hizo actual hace apenas unos años. Esta mujer cuenta con un alter ego vallecano que se deja ver en el ambigú del Teatro Pavón. En sus primeros minutos no queda claro si es un personaje teatral o alguien que podría haber participado en Hermano mayor, el programa televisivo dedicado a jóvenes conflictivos enfadados con el mundo, o luciendo leggings, ombligo y top en el también catódico Mujeres, hombres y viceversa. Ese es el anzuelo con el que desde la comodidad de la butaca contemplamos lo que se nos narra desde el escenario y nos reímos desde la lejanía que imponen los prejuicios de esta muchacha maleducada, grosera e impertinente.

No trabaja, no estudia y sus relaciones afectivas y sexuales tienen mucho impulso y poca cabeza. Así le va, podríamos decir. El histrionismo, la jocosidad y la verborrea procaz de Iphigenia junto a la expresiva voz de María Hervás y su flexible lenguaje corporal se combinan para mostrar con absoluta desnudez lo que es esta joven. Una persona sin más visión que el corto plazo, buscando siempre evadirse del presente y cuyo anhelo es, aparentemente, satisfacer sus necesidades materiales –techo y comida- y sociales –compañía- básicas.

Ahí es donde se produce el punto de inflexión en el que Iphigenia en Vallecas se afianza como un texto inteligente a partir del cual María pasa de hacer una muy buena interpretación a un trabajo soberbio (como ya lo hiciera en su día en Confesiones a Alá). Sin olvidar de dónde vienen, libreto y actriz convierten al que hasta entonces era un público condescendiente, en una comunidad que es testigo en primer plano de las tristezas y miserias de un ser humano que tiene los mismos conflictos, sufrimientos y sueños que cualquier otro.

La diferencia está en que en sus coordenadas de barrio pobre las esperanzas y las ilusiones rara vez se han materializado y cuando lo han hecho, ha sido con la fragilidad que dejan ver su profunda, directa y penetrante mirada. Es entonces cuando los espectadores traspasan el filtro del alcohol, los chicles, los tacos y el desorden y acceden al amplio terreno de las sensaciones, las emociones y los afectos. Un territorio frágil, de cristal, quebradizo, pero al tiempo profundamente delicado, deseoso de ser habitado, de dar acogida.

Una dimensión que las instituciones de nuestra sociedad ignoran a aquellos sin recursos materiales o que no practican unas determinadas formas de protocolo social, a esos a los que se deja en los márgenes del estado del bienestar y a los que no les queda otra que replegarse y endurecerse para sobrevivir. La representación de Iphigenia no deja en ningún momento de ser un retrato personal, pero llegado este momento es también una propuesta política que no indica valores o principios, sino que muestra hechos objetivos y consecuencias perdurables, heridas y cicatrices que demuestran que la realidad es mucho más de lo que vemos.

Es imposible no salir de la representación sin pensar, meditar o debatir sobre la interrogante que lanza al aire una María de ojos vidriosos, nariz moqueante y cuerpo encogido, que sigue resonando tras apagarse los focos, ¿qué va a pasar cuando ya no podamos soportar más?

Iphigenia en Vallecas, en El Pavón-Teatro Kamikaze (Madrid).