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Paul Bowles y sus “Memorias de un nómada”

Autobiografía de un hombre, más músico que escritor, cuya vida consistió en ir de un sitio a otro para, a medida que conocía culturas y lugares del mundo e interiorizaba experiencias, pasar de un estadio a otro dentro de su particular crecimiento interior. Estas memorias, escritas cuando contaba con sesenta y dos años, tienen más de sucesión cronológica de episodios, personas, lugares, impresiones y retazos de conversaciones que de reflexión sobre su trayectoria vital.

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De EE.UU. a Marruecos, de Francia a Tailandia, de Reino Unido a Kenia, de España a Ceilán, de Suiza a Costa Rica. Fueron muchas las rutas que a lo largo de su existencia llevaron a Paul Bowles (Nueva York, 1910 –  Tánger, 1999) de un continente a otro. Unas veces por motivos literarios, otras musicales y muchas sencillamente para vivir sin más, para experimentar y conocer. En ocasiones también por trabajo, trayectos de ida escribiendo reportajes periodísticos o investigando sobre tradiciones musicales y viajes de vuelta a su país natal para que sus composiciones formaran parte de montajes teatrales e, incluso, producciones cinematográficas.

Unas veces solo, otras acompañado, ya fuera de la mujer con la que más compartió, Jane Auer, de multitud de amigos y colegas (Gertrude Stein, Peggy Guggenheim, Truman Capote, Tennessee Williams, Francis Bacon,…) o con todos aquellos que se encontrara en su camino, de manera más o menos casual y fuera cual fuera su condición (profesional, social, económica, cultural,…). Una vida que comenzó con el soporte económico e intelectual de una familia de buena posición, formada por una madre atenta y cariñosa y un padre estricto y represivo, así como unos abuelos y tíos siempre presentes. Un entorno en el que Bowles no recuerda haber interactuado con otro niño hasta cumplir los cinco años y del que salió para no volver nunca más una vez que comenzó sus estudios universitarios.

Casi cuatrocientas páginas en las que se percibe que vivió cada instante –ya fuera en París, Londres, Fez, Nairobi, México o Bangkok- con una mezcla de idealismo y pragmatismo combinada con ingenuidad y laissez faire, apoyándose en los recursos y personas que encontraba y buscaba allá donde estuviera. Nombres que entonces eran sinónimo de rebeldía y que hoy –ya en el siglo XXI, aunque también probablemente en el momento en que el autor de El cielo protector escribió estas memorias en 1972- son considerados como los innovadores que dieron forma a buena parte del legado intelectual y cultural del siglo XX.

Una etapa de la historia moderna en la que EE.UU. se convirtió en la primera potencia mundial, los imperios franceses y británicos llegaron a su fin y el mundo vivió dos guerras mundiales. Circunstancias que provocaron inestabilidades políticas, sociales y militares de gran calado y que Bowles también vivió de una manera muy particular. Valgan como ejemplo los interrogatorios que sufrió por su afiliación al Partido Comunista –organización que abandonó en 1939- durante la caza de brujas del McCarthismo, o su experiencia en primera persona de la independencia de Marruecos, por cuya cultura quedó prendado desde su primera visita al norte de África en los años 30.

Without stopping (acertado título original) podría ser una obra sugerente. Sin embargo, no lo es tanto. A la hora de plasmar sus vivencias sobre el papel, el objetivo de Paul Bowles es el de poner en orden sus recuerdos y no elaborar y concretar el hilo conductor -que seguro que lo hubo en el plano ideológico, espiritual y creativo- que le llevó de un lugar a otro, no solo geográfico sino también interior. Así es como Memorias de un nómada –a excepción de los capítulos dedicados a su infancia y adolescencia- no pasa de ser un volumen al que acercarse para conocer más sobre la biografía y recorrido de este autor, pero no con el que disfrutar y enriquecerse como lector.

Memorias de un nómada, Paul Bowles, 1972, Editorial Grijalbo.

“Shiawase-Dô” de Alex Pler

“Los 15 principios japoneses hacia una vida plena y feliz” o cómo aprender de otra cultura para tomar conciencia de aquellas actitudes vitales que se nos hacen más evidentes al mirar cómo las viven y aplican a miles de kilómetros de nosotros. Redactado de una manera sencilla, más cercana que didáctica, y con un entusiasmo con el que su autor contagia el ánimo por convertir lo conocido y vivido en primera persona en una experiencia compartida.

A día de hoy hay ya tres maneras de compartir la pasión de Alex Pler por Japón. Acercarse a su librería, Haiku Barcelona, y pedirle consejo sobre qué autor y título nipón leer. Abrir su anterior título, Hanakotoba, y dejarse seducir por esas palabras que no tienen traducción directa al español y que te trasladan hasta momentos y conceptos llenos de poesía y lirismo. O bien, desde ahora, leer este simulacro de diario sobre el contenido de su ikigay, los pilares de la cultura y la manera de vivir del país del sol naciente y de los que, a su manera, él desea ser embajador y transmisor.

Quince capítulos en los que no se presenta como erudito, experto o académico sobre el tema, si no como alguien atraído e inspirado por otro modo de estar en el universo. Sin hacer de ello un dogma, Alex se queda con su esencia para incorporarla a la manera de ser y actuar en la que ha crecido y sido educado. Una especie de mestizaje entre cultural, espiritual y conductual que siente como un impulso desde niño y que ya como adulto ha sido capaz de convertir en un estilo que tiñe tanto su talante interno como su propuesta -personal y profesional- hacia los demás.

De alguna manera, el planteamiento general de cada uno de los términos, actitudes y comportamientos que expone, nos resultan cercanos. Valga como ejemplo el itadakimasu o el momento de agradecimiento antes de comenzar a comer lo que se tiene en la mesa. Mientras nuestro poso cristiano ha hecho que ese momento tuviera como fin evocar el poder de un ser superior, lo que Alex nos cuenta es que en Japón tiene una intencionalidad más humana, destinada a recordar que en el mundo en el que vivimos todo es resultado de la continua interrelación e interacción entre personas y naturaleza.

Pero tal y como señala en su introducción, esto no quiere decir que lo japonés -con sus ecos del budismo, el zen o el taoísmo- sea más o mejor que nuestro humanismo y nuestra occidentalidad, sino que es otra manera de disponerse y posicionarse en la vida. De dar forma a eso que formamos junto con las demás personas en forma de amistad, familia, empresa o sociedad. Y que, tal y como Pler deja claro desde el inicio, no es perfecto y tiene también un lado de sombra, coacción y límite, por lo que él prefiere ser testigo y visitante frecuente para quedarse con los efectos positivos de su concepción y aplicación cuando se realiza con mesura, espontaneidad y adaptabilidad.  

Además de una introducción a la cultura japonesa, Shiawase-Dô es también el relato del descubrimiento y aplicación personal de su autor de los términos indexados. Una narración bien hilvanada con la exposición conceptual, en la que Alex expone -con un punto tan o más emocional que divulgativo- cómo tomó conciencia en Japón de lo que cuenta, cómo podemos acercarnos a ello a través de la literatura -muy útil para los que aún no hemos viajado hasta allí- y cómo es aplicable en nuestro día a día a este otro lado del mapa. Por último, señalar la bonita edición de Zenith Libros, haciendo que la presencia e imagen de este título sea coherente con su contenido, mensaje y propósito.

Shiawase-Dô. Los 15 principios japoneses hacia una vida plena y feliz, Alex Pler, 2019, Zenith Libros.  

Un domingo en Liverpool

El primer día de un viaje suele ser el más anodino por el asunto de los traslados, los tiempos de espera y la desubicación al llegar a destino. Si es domingo, se presupone que allá donde vayas reinará una calma total, pero basta que pienses de una manera para que la realidad -es decir, Liverpool- te demuestre que lo tranquilo no está reñido con lo interesante.

De Madrid a Liverpool haciendo parada intermedia en Manchester por capricho de las tarifas aéreas. Escala perfecta para disfrutar con el trayecto ferroviario de algo más de una hora pasando por el extrarradio de la capital de la revolución industrial y la llanura verde que une ambas ciudades. Como pequeño colofón de este prólogo, la llegada a Lime Station te hace sentir la magnificencia arquitectónica -piedra, hierro y cristal- de las grandes estaciones de tren del s. XIX.

Tras la elipsis temporal de poco más de 10 minutos a pie al alojamiento reservado observando la arquitectura moderna residencial -adjetivada por grandes ventanales, supongo que para aprovechar al máximo la luz, a la que los locales se asoman cual anuncios de Calvin Klein- comienza la verdadera aventura, la de descubrir la ciudad. Como es el primer día, dejándome llevar, sin rumbo fijo, cruzándome con casi nadie y tomando nota mental de los pubs en los que imagino que acabaré durante los próximos dos días tomando una pinta, una doble o lo que quiera que me pongan.

Será el destino, será la intención, pero atraído por la monumentalidad de su exterior he llegado al complejo del s. XIX -va a ser que Liverpool tiene mucho de decimonónica- en el que están ubicados el World Museum, la Liverpool Central Library y la Walker Art Gallery. La entrada de la biblioteca resulta de lo más tentadora, algo así como una alfombra roja formada por el título de grandes obras de la literatura y el cine -o de ambas artes a la vez- como Don Quixote, Gone with the wind, Rebecca, The maltese falcon o Rebecca. Promesa que no defrauda cuando la recorres y traspasas sus puertas automáticas accediendo a un atrio tan moderno como gótico. Su diafanidad -resultado de su reconstrucción, finalizada en 2013- te permite abarcar en un solo vistazo no solo sus varias alturas, sino hacerte una idea de cuánto albergan y ofrecen. Es más, el espacio parece estar concebido no solo para hacer uso bibliotecario de él, sino para que te pasees, para que transites por él.

Así que movido no solo por la curiosidad y el deseo, sino por el deber de cumplir lo que su arquitectura me sugería, he recorrido todas sus plantas. He subido a la primera en las escaleras mecánicas y a las demás a pie por rampas escalonadas hasta llegar a la cúpula de cristal desde donde puede salir a la terraza en la que, como el tiempo acompañaba, he disfrutado de una vista panorámica de esta urbe de medio millón de habitantes. Al volver al interior, lo mejor, disfrutar paseando cada uno de sus pisos, observando a la gente que lee, escribe o consulta en puestos individuales preparados para conectar el portátil, la tablet o el móvil (wifi incluido), caminando entre sus muchas estanterías dedicadas a historia de aquí y de allá, a arte, música y a toda clase de ensayos y géneros literarios.

Pero si hay una sección que siempre busco en estos templos es la del teatro, sin más ánimo que el de soñar, recordar lo ya leído y parafraseando una canción –so many books, so little time– tomar nota de lo que me gustaría leer en mis próximas siete vidas. Edward Albee, Cristopher Hampton, Oscar Wilde, T.S. Elliot, Federico García Lorca (verle traducido me causa ilusión), Ian McEwan (no sabía que había escrito textos teatrales para televisión), David Mamet… No podía irme sin más, así que he hecho tiempo de transición en la cafetería de la planta baja, leyendo el título con el que estoy ahora mismo (Drácula de Bram Stoker) mientras cuatro mujeres en la mesa de al lado hacían punto de cruz y destilaban una atmósfera de club de viejas conocidas que se reúnen cada domingo en este lugar para relatarse sus historias entre puntada y puntada.

Lo tenía anotado como uno de los planes de estos días, pero ya que estaba al lado -y la entrada es gratuita (donaciones bienvenidas)- me he asomado a la Walker Art Gallery. He decidido dejar su exposición permanente sobre la historia del arte desde el medievo hasta 1950 para mañana o pasado y echarle hoy un vistazo a sus temporales. As seen on screen, sobre las influencias recíprocas entre el arte y el cine, no deja de ser más que una corta colección de obras para exponer algo que ya sabemos. Lo más interesante, la pieza de vídeo de Bill Viola (Observance, 2002) elaborada a partir de grabaciones a actores interpretando emociones y manipuladas posteriormente, ralentizándolas, silenciándolas y proyectándolas en un formato diferente para acentuar su dramatismo.

Y cuando ya consideraba la visita por concluida, buscando la salida me he encontrado con lo mejor del día, con David Hockney y su Peter getting out of Nick’s pool. Lienzo con el que en 1967 ganó el Premio John Moore y motivo por el que este museo cuenta con su visión californiana de la salida del agua del hombre (Peter Schlesinger) con el que entonces comenzaba una relación. Una imagen pictórica concebida como si se tratara de una instantánea fotográfica (¿son sus proporciones las de una Polaroid?) que rezuma tanta luz como sensualidad. Normal que Pedro Almodóvar cayera -exitosamente- en la tentación de copiarle, reinterpretarle y homenajearle en las secuencias de la piscina de La mala educación.

“El Tiempo entre Costuras” de María Dueñas

ElTiempoEntreCosturas

He hecho coincidir la lectura de “El Tiempo entre Costuras” con un viaje por dos de los lugares en los que María Dueñas ambienta su novela: Tánger y Tetuán. Por sus medinas y sus ensanches urbanísticos de planificación occidental he recorrido y visitado calles y lugares en los que se sucede esta historia. Leer durante el viaje no me ha ayudado a una mayor visualización de la novela, sino al revés, la narrativa de Dueñas apoyó la experiencia personal de verme trasladado a la época de su historia, al esplendor internacional y el pasado español que Tánger y Tetuán vivieron durante varias décadas en la primera mitad del siglo XX. Añádase a esto conocer por residencia o por viajes previos sus otras localizaciones, Madrid y Lisboa.

La sobria redacción, claridad de las descripciones y justa precisión de los detalles ofrecidos se sitúan en un punto de encuentro entre el exhaustivo trabajo de documentación que se le supone a la autora y dar al lector la información que necesita, ni más ni menos, para introducirse en la historia y situarse en cada uno de los momentos y escenarios por los que esta avanza.

Su hilo argumental son las vivencias de Sira Quiroga, un personaje -tan bien presentado como todos los demás- que como narradora en primera persona nos conduce de unos lugares y tiempos a otros. A través de sus ojos y vivencias la novela evoluciona con diálogos vivos y profusos entre el retrato social, el folletín amoroso, la historia contemporánea y la intriga de espías. En esta variedad de géneros, personajes, lugares y momentos históricos se van incorporando en un relato que crece con gran espontaneidad.

Sin embargo, una vez conseguida la fluidez narrativa llegan determinados quiebros en la historia y en la evolución de los personajes que por su efectismo hacen que el avance de “El tiempo entre costuras” tenga algunos giros forzados. Queda la duda de si estos momentos son resoluciones para encajar piezas predefinidas o si su intención es cerrar círculos narrativos y descriptivos cuya no solución impedía el correcto desarrollo de los personajes y de la propia historia.

Para cuando esto comienza a suceder, el relato ya tiene suficiente bagaje y demanda seguir adelante con él por el buen trabajo de ambientación y recreación, por lo entretenido que es y por la locuacidad narrativa de su autora. Un fin a una novela que para mí marca la curiosidad de tener la experiencia de volver a leer otro título más de María Dueñas.

(imagen tomada de amazon.es)

31 días en Kazajistán

Astana, 26 de Noviembre de 2013

Tres viajes, y si sumo los días de cada uno de ellos, el resultado es 31. En el último medio año, he pasado un mes completo en Kazajistán. Viajes laborales, pero también experiencias personales. Que hayan sido por trabajo los condiciona, eso está claro, pero también les da atractivos y circunstancias que de otra manera no hubieran existido.

Estepa, nómadas y antigua Unión Soviética fueron las primeras ideas que me surgieron en la mente al saber que iba a venir aquí. Tópicos que encontré y que experimenté. Las grandes llanuras con arbolado casi inexistentes en los centenares de kilómetros que recorrí desde la capital, Astaná, hasta la frontera rusa pasando por Kostanoi, y desde Karaganda hasta Astana. El espíritu nómada en las historias que te cuenta la gente local de etnia mongola y su orgullosa descendencia del imperial Genghis Khan. Y la huella soviética, muy visual y también muy sutil, muy invisible a la par, está en el carácter, en los modos directivos y burocráticos en que pueden convertirse y aparentemente complicarse en un instante, para luego resolverse con la misma velocidad, las relaciones personales y profesionales.

Astana: Capital

Quizás para dejar atrás los tópicos y con el fervor del patriotismo iniciado (Kazajistán comienza a existir como país en 1991 tras la desintegración de la URSS) en 1997 decidieron que la capital del país debía dejar de ser Almaty (en la frontera montañosa del sur con China y Kirguizistán) para ser Astana (en el norte). La Lonely Planet que hojeé en uno de mis viajes decía en su edición de 2007 que la ciudad tenía entonces 300.000 habitantes, y hoy seis años después llega a los 780.000. ¿Qué ha pasado? Antes el río Ishim debía señalar el límite de la ciudad por el Este, hoy es la línea que la divide en dos zonas, la antigua y la moderna. En la moderna todo el aparato burocrático (político y económico) de la República de Kazajistán con sede en la ciudad ocupando grandes edificios en un plan urbanístico diseñado por el conocido Norman Foster.

Un desarrollo urbano que tiene como centro un boulevard de 2,5 km donde a un extremo se sitúa el Palacio Presidencial (residencia del Presidente de la República que recuerda en mucho al Capitolio de Washington, con la variante de que su cúpula está forrada en azul lapislázuli) y a su otro término un centro comercial con forma de yurta, el centro de entretenimiento Khan Shatyry. En el centro de esta avenida el Bayterek, una torre de 97 metros de altura (simbología: tantos como el año en que se declaró la capitalidad de la ciudad) desde cuyo mirador se pueden tener unas vistas infinitas gracias a la planicie en que se encuentra Astaná (nombre que en kazajo significa “capital”). Si entras y subes puedes optar a la máxima experiencia patriótica de un kazajo, en el centro del mirador, colocarte donde en su inauguración lo hiciera el Presidente de la República, Nursultan Nazarbayev, poner la mano donde han esculpido la huella de la suya y escuchar en ese momento el himno nacional.

Al Bayterek se le conoce popularmente como “ el chupa-chups”, y tenemos otros rascacielos como el “mechero” o el “colchón” o el “huevo” del Ministerio de Defensa. Son algunos de los muchos edificios con formas cónicas y juegos geométricos  sólo posibles gracias a la moderna ingeniería en altitudes de decenas de metros forradas con cristal, acero o láminas que simulan ser oro.

Junto a la simbología, la simetría es la otra máxima buscada en este diseño urbano, a uno y otro lado de la plaza del Bayterek se abren en espejo el uno frente al otro las sedes mastodónticas del Ministerio de AA.EE. Y como guinda, dos vistas. En la explanada de entrada al centro comercial Khan Shatyry (lleno de marcas españolas con precios más elevados que en su mercado patrio, y en su último piso con una piscina de olas), una fuente en la que los chorros confluyen en un punto sobre el que visualmente se sitúa la cúpula del Bayterek. Nada es porque sí. Y si nos vamos al otro lado del boulevard, el Bayterek nos provocaría todas las tardes un eclipse en el momento en que en el atardecer, visto desde el punto central de la fachada del Palacio Presidencial, se sitúa tras él. Una perfecta simbiosis de líneas que tiene como fin la búsqueda de la belleza como equilibrio y la emoción de dejarnos boquiabiertos.

Añadir a este boulevard su prolongación espiritual. Al otro lado del Palacio Presidencial, cruzando el río Ishmir, y también en la línea (el boulevard) que articula perfectamente el Kahn Shatyry, la fuente referida, la torre Bayterek y la mencionada residencia presidencial, está la Pirámide, denominación popular porque tal es su forma. El nombre oficial, Palacio de la Paz y la Concordia, porque ese es el espíritu con el que fue ordenada su construcción por el Presidente de la República (todo gira en torno a él), como lugar en el que significar las más de 130 nacionalidades que viven en el país y el diálogo entre culturas y religiones. Como base un cuadrado de 62 metros en cada lado y una altura de… 62 metros. Otra vez simetría, geometría, equilibrio y simbolismo en las dimensiones. En su interior: un centro de convenciones, una teatro de ópera, una galería de arte, el Centro Internacional de Culturas y Religiones, la Academia del Mundo Turco,… un mundo que poder descubrir a través de las visitas guiadas que presta el edificio a sus visitantes.

Astana

La torre Bayterek, el palacio presidencial, el centro Kahn Shatyry y grandes edificios en los 2,5 del Green-Water Boulevard diseñado por Sir Norman Foster.

¿Es todo Astana así? Sí, ¡aún hay más! Grandes torres de viviendas –una incluso con gran similitud al Waldorf Astoria de Nueva York-, un auditorio para conciertos con un diseño que recuerda a las esculturas de Richard Serra en el Guggenheim de Bilbao, una ópera recién inaugurada con un coste de 500 M€ realizada en estilo neoclásico con mármol importado desde Sicilia, el centro de convenciones –sí, otro- del Palacio de la Independencia,… Insisto, ¿es todo así? Pues no, no todo es así. Fuera de las manzanas modernamente urbanizadas se ven zonas humildes, casas que parecen autoconstruidas en calles de escaso asfaltado y nula iluminación pública, y otras con construcciones en modo colmena que te recuerda el pasado soviético de Asia Central.

Una vuelta en el hop on-hop off es ideal para con su recorrido observar esta disposición de la ciudad sobre el terreno. Apenas 170 años de historia de un territorio que hasta iniciado el siglo XIX no conoció la vida sedentaria y que hoy pretende ser icono de lo más moderno de la globalización. El reto de Astana es 2017, el año en que será la sede de la Expo y por la cual tanto la ciudad como su país pretenden situarse en la primera línea del reconocimiento y la atracción en el mapa mundial.

Kostanay: construcción soviética

Antes que la arquitectura espectáculo, en Kazajistán se practicó la construcción funcional. La que no tenía detrás la planificación de las grandes firmas y el objetivo del marketing político y turístico, la que tenía como fin ubicar a la masa obrera para poner a esta al servicio de la acción productiva.

A extraer carbón y minerales como oro y cobre, y a practicar la agricultura de los cereales, a esos fueron trasladados cientos de miles de personas a finales del siglo XIX y primeras décadas del XX a ciudades como Kostanoy en el norte de lo que es hoy Kazajistán. Fueron las décadas de la economía planificada, la que imponía un objetivo, una labor y una misión única a territorios y masas de ciudadanos. El precio, el que fuera necesario. El objetivo estaba por encima de los medios, de las posibilidades o de los costes que supusiera el conseguirlo.

El tiempo en esta ciudad parece haberse parado en 1991, en la caída de la Comunidad de Estados Independientes que siguió a la caída de la URSS. Bloques que parecen prefabricados, colmenas que se sitúan una detrás de otra, en sucesión como fichas de dominó. Con fachadas de estética geométrica –hasta la extenuación- descuidada y erosionada por el paso del tiempo y la dureza de un clima que pasa de nueve meses de invierno gélido a dos de verano tórrido en unas transiciones –primavera y otoño- que llegan como se van, en un suspiro de una quincena. El trazado urbano es una cuadrícula de avenidas anchas, con doble carril por cada sentido de la circulación. Estas son acompañadas por las largas fachadas de las edificaciones multifamiliares que parecen ser de hormigón. Según vas pasando una, otra, y otra, y otra,… te surge una duda, ¿por dónde se entra? Porque no has visto ninguna puerta o portal.

Kostanoy

Camina, tuerce a la izquierda o derecha según sea el sentido de tu andar, y por donde veas que entran y salen los coches a lenta velocidad, sigue tú. Si es de noche lo harás con muy poca oscuridad, y tendrás que tener cuidado de que no haya llovido o helado, porque quizás el suelo no esté asfaltado. Una vez hayas entrado en este patio “interior” te encontrarás con el portal que buscas. Probablemente desatendido, quizás abierto, con la cerradura estropeada. Décadas atrás todos los servicios colectivos eran provistos por el Estado, en el momento en que este desapareció, ¿quién se encarga  de gestionar la “comunidad de vecinos”? Parece que están aprendiendo a manejarse en colectividades autónomas.

Kilómetros y kilómetros

Fuera de los edificios ya descritos, las construcciones  que encuentras alejándote del centro de las ciudades parecen viviendas unifamiliares construidas por sus habitantes con un espacio circundante que  seguro muchos utilizan para una pequeña huerta de autoconsumo. Probablemente generadora de ingresos extra en puestos espontáneos en las grandes avenidas de productos frescos, hortalizas y verduras que le dan colorido y bullicio a la calle, en definitiva, vida.

Practicar la agricultura fue una obligación a modo de tortura que los rusos impusieron a los que se movían por estas tierras a finales del siglo XVIII. Hasta entonces los herederos de los modos y maneras del Imperio Mongol forjado por Genghis Khan en el siglo XII, vivían como nómadas desplazándose en núcleos familiares por el territorio de la infinita estepa. Pero eso llegó a su fin cuando los rusos quisieron emular el imperialismo de sus vecinos europeos, su brújula se dirigió hacia la estepa de Asia Central. Al territorio que iba desde la Siberia de entonces y ahora hasta cubrir el antiguo eje central de la ruta de la seda y hacer frontera con el imperio británico que desde la India y Pakistán se introducía en el actual Afganistán. Los límites este y oeste quedaban marcados por la frontera infranqueable de China y el Mar Caspio.

Actualmente varios millones de kilómetros cuadrados que se reparten entre cinco repúblicas: Kazajistán, Turkmenistán, Uzbekistán, Kirguizistán y Tayikistán. Este territorio no tuvo otra consideración por parte del Imperio Ruso, y posteriormente de la República Socialista, de convertirse en granero con el que alimentar a sus ciudadanos de primera.

Así fue como se iniciaron inmensas plantaciones de cereales –fundamentalmente trigo- que debían explotar los antiguos nómadas ahora hechos ciudadanos sedentarios. Un amplio porcentaje de ellos murieron por todos los factores que el abrupto cambio histórico produjo: la no adaptación al nuevo sistema de vida, la dificultad de que este fuera productivo, la contaminación de los acuíferos que los sistemas de fertilización ruso supusieron para el subsuelo –cuestión que se sigue intentando resolver hoy en día- o el trato de pseudo-esclavitud al que fueron sometidos las poblaciones locales –natas o desplazadas de otros lugares del primero imperio  y después república rusa-.

En aquella obligación del sedentarismo está el inicio de las poblaciones que viajando hoy te puedes encontrar en los 750 km de carretera entre Kostanay y Astana. No son muchas, quizás apenas una decena, de tamaño mínimo y con un estilo similar, casas de una planta, con tejados apuntados, pequeña parcela vallada a su alrededor y gran antena satélite junto a la puerta principal. Y en sus afueras manadas de caballos, ¿salvajes? No, criados para acabar formando parte de la sabrosa dieta autóctona.

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E igual te pasará durante el trayecto con otros vehículos, pocos, la mayoría camiones de gran tonelaje y utilitarios antiguos y pequeños, presupongo que Ladas rusos, o modernos de estilo deportivo de firmas japonesas y coreanas y algún que otro francés. Y te los habrás de cruzar con mucha precaución, la estepa es traicionera para el conductor. La carretera parece recta hasta el infinito, pero está plagada de baches y a excepción de los tramos cercanos a las dos grandes ciudades, con un firme manifiestamente mejorable.

Y dos consejos para el viajero. Primero, en todo el camino no te vas a encontrar otro espacio para el aseo personal que la estepa (en las estaciones de servicio tienen algo en formato rústico, nada recomendable). Y segundo, igual sucede a la hora de comer, ninguna opción en el largo recorrido. Tan sólo una excepción, a unos 100 km de Astana –y solo lo averiguarás si viajas con locales- un pequeño establecimiento al que no identificarías como donde poder comer. Pequeño, limpio y de apariencia muy modesto, pero con una oferta casera que ves preparándose en los fogones. El lugar es diáfano, y en un simple golpe lo has visto en su conjunto, un pequeño comedor con un mostrador, la cocina y un lavabo. La dificultad del idioma la puedes salvar señalando en las fotos que tienes en el mostrador cuáles son los platos que quieres, y la recia señora de gesto adusto que te atiende sumará su coste ¡con un ábaco! Te sientas en tu mesa cubierta con hule y a disfrutar de tu selección recién preparada. Elijas lo que elijas, platos bien contundentes y que saben a casero: sopa de fideos con verduras y carne guisada, arroz con carne a la brasa especiada, salchichas con puré de patatas,…

Espíritu épico

Las pocas poblaciones que puedas haberte encontrado en el recorrido anterior o en los 250 km que separan la capital de Karaganda –ciudad de referencia en el centro del país- te recibirán siempre de dos posibles maneras. En el caso de las localidades mencionadas con un arco de entrada que enmarca la carretera, y estas y muchas de las demás también con monumentos conmemorativos de grandes dimensiones que te parecerán deben ser la traslación de un diseño de formas geométricas llevado a la práctica multiplicando por 1000 la escala del papel. Además de estos, aparecen también en estos momentos en cruces y glorietas grandes pancartas anunciándote las virtudes, riquezas y objetivos del país. En muchos de ellos  verás al Presidente de la República jugando al tenis, saludando a niños, posando en un espacio público, o sonriéndote levemente sin más; en otros a grandes atletas olímpicos del país –como halterofílicos, judokas y nadadores- en el momento épico de la celebración y la medalla; o mujeres y hombres uniformados con mensajes relativos al objetivo de gran desarrollo que el país tiene establecido para hasta el año 2050.

EspirituEpico

No debes dar por seguro el cálculo de horas que te puede llevar un trayecto, además de la situación del firme y del tráfico de camiones, las obras se extienden por todo el recorrido, y a esto debes sumarle las posibles inclemencias meteorológicas. En lo duro del invierno, la nieve y el hielo son continuos, por lo que viajar de noche es opción a olvidar, las carreteras llegan incluso a cortarse por tormentas de viento.

Una dureza extrema que en su día vivieron todos aquellos que como desterrados y prisioneros ideológicos y de guerra fueron deportados por las dictaduras rusas desde sus lugares de origen hasta alguno de los 11 gulags que llegó a haber en lo que hoy es Kazajistán. Este es uno de los motivos de que un porcentaje mínimo de la población del país sea de ascendencia alemana y coreana. Allí donde Rusia hiciera prisioneros, los deportaba a miles de kilómetros para evitar riesgos de rebelión, los agotaba y extenuaba durante los largos trayectos de traslado, para posteriormente llevarles hasta la muerte en los campos de concentración por las duras condiciones de vida y de trabajo esclavo en estos.

Karaganda

Una de esas localizaciones fue Karaganda, en el centro del país. Durante la II Guerra Mundial lugar de recepción de miles y miles de prisioneros de guerra alemanes trasladados desde el frente europeo. No cesó su actividad en 1945 y en los años posteriores siguió recibiendo víctimas de las limpiezas étnicas que por todo el territorio ruso realizó Stalin. Algunos de aquellos millones de afectados fueron españoles que por convicción ideológica huyeron durante y tras acabar la Guerra Civil a Rusia. La desgracia les siguió ya que allí, años después, volvieron a verse como víctimas del régimen en el que creían debido a su origen geográfico.

Hoy Karaganda es una ciudad industrial, en la que por las mañanas ir al trabajo supone lidiar con un tráfico intenso. Donde hay una analogía entre el humo de los tubos de escape, el que  exhalan los muchos que fuman a la puerta de su trabajo (en los recintos cerrados está prohibido por ley) y el vaho provocado por los varios grados bajo cero a temperatura ambiente en otoño e invierno.

En la calle frío helador y en los interiores un calor antagónico. Las calefacciones no tienen término medio, y puedes llegar a pasar calor, mucho calor. Te conviertes en una cebolla poniéndote capas de ropa al salir al exterior y quitándotelas al volver. El sistema es como el de una gigante calefacción central que se articula a lo largo de todas las grandes ciudades. Tubos que siguen el trazado de las grandes avenidas, que de repente suben perpendiculares y la cruzan formando un arco para volver a situarse al nivel del suelo y seguir el callejero. No ves de dónde surgen, pero están en todas las calles y cuando entras en cualquier establecimiento cerrado su efecto es evidente, tus mejillas enrojecen producto del contrastado cambio de temperatura. Para consolidar el calor corporal también en el interior, la sugerencia es comenzar toda comida tomando de cuchara bien  caliente, una crema, que bien pudiera ser de salmón y gambas o de brócoli, o una sopa de tomate.

Para no pasar frío en el exterior te dicen “la clave está en un buen calzado y un buen abrigo, además de gorro y guantes, ¡ah! y ropa interior térmica, si tienes esto no hay problema en salir fuera”. ¿Y si tienes coche? ¿Cómo lo arrancas? Si tienes medios para ello, además de que duerma en garaje, el coche tiene un sensor que al alcanzar los -10º se activa y pone en marcha un sistema de calefacción para que sus circuitos no se estropeen por culpa de tan gélidas temperaturas mantenidas durante largo tiempo (días, semanas, meses,…).

La sonrisa kazaja

Pero por más que suba o baje la temperatura, el carácter afable o asertivo permanece. Uno u otro depende de la etnia con la que te encuentres. Aunque toda norma tiene más excepciones que afirmaciones de la misma, la sonrisa suele ser propia de los kazajos de origen mongol, mientras que el rostro serio y parco de los de origen ruso. Los primeros te consideran siempre un invitado al que han de agasajar y atender, al que guiar por las maravillas de su país, compartirán contigo lo que tengan y brindarán a tu salud. Sus ojos ligeramente rasgados transmiten más vida y el tacto de su piel en un apretón de manos es más cálido. El ruso será contigo más asertivo, sin adjetivos, recto en su pose, pero igual de eficiente y resolutivo si así lo necesitas de él.

La barrera del idioma es casi infranqueable si no hablas una de sus lenguas, ruso o kazajo, ya que pocos son los que entienden y hablen inglés. Complicado comprenderlas siquiera además cuando son lenguas que no utilizan el alfabeto latino, sino el cirílico en el primer caso y el túrquico en el segundo. Ante la imposibilidad te queda el lenguaje de signos y ahí la diferencia de carácter en la etnia se volverá a notar, probablemente el kazajo utilizará más recursos para intentar hacerse comprender o entender tu desesperada habilidad mímica. Hasta te dirigirá una sonrisa para favorecer el entendimiento y la empatía.

Y no te cansarás de que te sonrían, lo hacen no solo con los labios, sino también con la mirada, con la amabilidad de su trato. Resulta fácil establecer comunicación, para ellos ser anfitriones afables es tan natural como su curiosidad por conocer el mundo de su visitante.

SonrisaKazaja

Y entre ellos, ¿cómo hacen? ¿Cómo socializan? Preguntando a un local esta interrogante, su respuesta fue: “La dureza del clima y los modestos ingresos hacen que la forma de vivir no sea como la que tenemos los occidentales, en el mundo ruso-asiático multiplica por 10 los habitantes que ha de tener una ciudad para ofrecerte los mismos servicios que una europea. Por lo tanto aquí no se es de ir a restaurantes o de ir a cines, sino que la mayoría de la gente lo que hace es reunirse en las casas con la disculpa de una comida, un partido en la tv, una celebración,…”.

Comunión de cielo y tierra

Entre las construcciones soviéticas erosionadas por el tiempo, el clima y la baja calidad de sus materiales, y la modernidad de las grandes firmas arquitectónicas llaman la atención las mezquitas grandes, lustrosas, brillantes, que se ven en todas las ciudades. ¿Es Kazajistán un pueblo musulmán? “Hay muchas gente que practica el Islam, pero no somos musulmanes. Sí, hay mezquitas, pero aquí eso es estrictamente una religión, no un código social y civil como sucede en los países musulmanes”, dicho por un local de 34 años. “Cuando los musulmanes llegaron hasta aquí con la pretensión de conquistarnos militarmente siglos atrás, no lo consiguieron. Entonces lo intentaron predicando, y ahí sí que tuvieron cierto éxito, pero para nosotros el Islam es una forma de vivir la espiritualidad que hemos adaptado con lo que ha formado parte de nuestro espíritu nómada desde siempre.”

Cierto es que en el papel moneda (tengue es la moneda local) puedes ver la mano de Fátima, el talismán del mundo árabe que te protege de las desgracias. Ves mezquitas, pero no oyes llamadas a la oración ni a mujeres con la cabeza cubierta ni a hombres con chilaba. Quizás no haya espiritualidad musulmana, pero sí una estrecha relación con el mundo árabe que puede verse a través del dinero. El billete de 500 tengues, por ejemplo, incluye las famosas torres de Kuwait junto a las sedes del Ministerio de Finanzas y del Ayuntamiento de Astana, edificios costeados por el país árabe como regalo a Kazajistán.

Viajar, salir de la ciudad, parar en el campo, agacharte y tocar el suelo, levantarte e inspirar fondo, llenar los pulmones de aire limpio, abrir los ojos y mirar al cielo. Es una manera de llenarte de paz, de energía, de conectar con todo, con tu interior, con lo que te rodea y con lo que está más allá, con los que estuvieron antes y con los que vendrán después.” Y la misma mujer que me contaba cómo le gustaba hacer esto que su abuela le enseñó, prosiguió: “Somos un pueblo con miles de años de historia. En Europa tenéis una cultura que también tiene miles de años de historia, que ha ido y venido desde entonces. Pero en nuestro caso, tenemos algo que incluso es más antiguo que vuestra cultura, es una espiritualidad que pervive, que seguimos practicando.”

Y esa conversación te viene a la mente al día siguiente mientras viajas y por la ventanilla del coche ves la infinita planicie. Miras a lo lejos y no terminas de encontrar nunca ese punto en el que se funden cielo y tierra, nunca llega. Parece que siempre van juntos en el interior del kazajo, su parte terrenal, la parte de sí mismo pegada a la tierra en la que vive y le da lo que le nutre, y su parte espiritual, la que le llena el corazón de sensaciones y el espíritu de motivaciones e ilusiones.

CieloyTierra