Epítome del turismo, del disfrute del sol y de la ligereza que supone estar de vacaciones. Babilonia organizada en base a nacionalidades, lenguas, vicios y simulacros de horarios. Ciudad en la que lo estable se funde con el carpe diem y son muchos más los que vienen y van que los que están. Vibraciones tan causadas por ella como motor de su existencia y razón de ser actual.

Situada al este peninsular, el sol hace acto de presencia en ella a hora temprana. Es el mejor momento, en época estival, para pasear sin sofocos por su urbanidad y, de paso, encontrarte un fresco de lo que atrae, conjuga y ofrece. A las siete de la mañana en mi camino de ida hacia el agua salada me encuentro individuos, por separado y en pareja, por cuyo bronceado deduzco que son originarios de latitudes nórdicas.
Para cuando llego a la playa de Levante, los más habituales son los que comienzan a tomar posiciones en la arena, los operarios que están poniendo al día las tumbonas y sombrillas que alquilarán en breve, así como los muchos jóvenes, y los no tanto, para los que parece que la noche aún no ha acabado. Aun así, se les ve lozanos, cosas de la edad supongo, ágiles y dispuestos, deduzco que consecuencia de la suma, combinación y adenda de lo espirituoso y lo hormonal.
Tanto el camino de ida como el de vuelta van en contra de una de las presunciones que solemos tener de los lugares de sol y playa. Esta localidad no es plana, las cuestas que hay que subir y bajar en ella son propias de una orografía proveedora de excelentes panorámicas. He ahí la sierra Helada que se prolonga desde aquí hasta Alfaz del Pi, escenario perfecto para introducirse en la práctica del senderismo, de recorridos cortos pero lo suficientemente retadores como para que te sientas un héroe del montañismo premiado con unos amaneceres dorados que ya los quisieran para sí muchos de los que reniegan de este punto del mapa patrio.

Si no te van los suelos inestables por causa de los guijarros, los arbustos y la maleza, así como el polvo rojizo que pondrá a prueba tu calzado, puedes conformarte con los dos kilómetros de ascenso asfáltico que exige llegar por una continua pendiente hasta la cruz de Benidorm. Rémoras del nacionalcatolicismo que en 1961 estimó que subir semejante símbolo desde el nivel del mar hasta ahí era la manera de redimir a Benidorm de su fama de frívola y, de paso, hermanarla paisajísticamente con Sao Paulo, Lisboa y San Sebastián. Seguro que entonces había quien decía sobre ella algo similar a lo que Oscar Wilde sobre San Francisco, “qué raro, todo desaparecido es supuestamente visto en Benidorm, debe ser una ciudad encantadora y poseer todas las atracciones del otro mundo”.
Como alternativa está el muy bien preparado camino hasta la torre de la punta del Cavall, con el que disfrutar de unas vistas espectaculares tanto del Mare Nostrum como de las paredes ibéricas. Y de paso comprobar, gracias a los restos de esta construcción defensiva del siglo XVI, que Benidorm ya existía antes del turismo, y que en su término municipal se puede disfrutar de calas, como las de la Almadrava o la Tío Ximo, de aguas cristalinas, donde -según los meteorólogos- este año el líquido elemento tiene una temperatura superior, incluso, a la del Caribe.

Volviendo a su callejero actual, muchos acusan a Benidorm de arquitectura grandilocuente y masificación megalómana por su capacidad de concentración de viandantes y bañistas, sin distinguir entre locales y foráneos, nacionales e internacionales. Setenta mil habitantes censados y hasta cuatrocientos mil individuos en sus calles, la viva materialización del concepto población flotante en lo que algunos dicen parecer un sucedáneo de Manhattan. Absurda comparación peliculera, cuando la realidad es que resulta más acertado el símil con Las Vegas por su ánimo festivo o con Miami por sus palmeras y su hedonismo, ya puestos a la hipérbole comparativa. Cuestión de tiempo que veamos una campaña de promoción turística dirigida a atraer a sus hoteles, pubs y demás lugares de ocio y esparcimiento, despedidas de solteros y solteras desde donde quiera que puedan venir bajo el lema “Lo que pasa en Benidorm, se queda en Benidorm”.

Quién sabe si formará parte de esa ruta el recientemente inaugurado mirador de la música, al final de la playa de Poniente (la otra, la que está al sur) en honor al Benidorm Fest. Entre la intención seria y el don de la oportunidad, la primera estrella que allí luce es la de Chanel, todo sea porque su carrera profesional eclosione, las próximas citas para elegir a sus sucesores o sucesoras dejen dinero a raudales en esta localidad y Eurovisión siga dando rédito mediático a Televisión Española. Muy cerca de allí está el Hotel Bali, desde cuya planta 43 se puede contemplar, casi a vista de pájaro, no solo la extensión y formato que ya tiene esta urbe, sino los pasos que sigue dando para extenderse sobre la tierra y prolongarse hacia el cielo.
Un callejero en el que casi pasa desapercibido su centro, las callejuelas a partir de las cuales surgió Benidorm. Décadas atrás habitadas mayormente por pescadores que se lanzaban al Mediterráneo como manera de ganarse la vida. No queda ni rastro de ellos. El antiguo puerto es hoy solo deportivo y de reducidas dimensiones, quizás la única barrera que hasta el día de hoy han aceptado los gobernantes con responsabilidades sobre ella. Seguro que en algún momento alguno de ellos soñó con ver atracados aquí yates como los de Puerto Banús o cruceros como los que vomitan a miles de paseantes en Barcelona o Venecia. De momento, esa liga no será la de los benidormíes.
Y aunque en ese reducido plano ya no entran y salen gentes con redes de pescar, lo hacen clientes de todo tipo que acuden a los locales comerciales en que se han convertido casi todos sus inmuebles. Pequeños hoteles, tiendas con una infinita variedad de artículos y restaurantes con una oferta gastronómica tan amplia como los gustos de los que la pasean y transitan a todas las horas del día. Muchos no admiten reserva, como La mejillonera, lugar en el que merece la pena esperar para hacerse con una mesa y chuparse los dedos con los diversos modos en que preparan los moluscos que les dan nombre, sus gambas al ajillo o las mezclas de frituras que incluye su carta.
Lejos de allí y a medio camino de las urbanizaciones, plagadas de piscinas particulares, que se extienden en la ascensión a la serranía se encuentra el Benidorm Palace. Desde fuera podría sintetizar todo aquello por lo que es prejuiciada Benidorm, un edificio aparentemente discreto que se presenta envuelto en una pátina de láminas metálicas a lo Frank Gehry. En su web y taquilla anuncia cenas espectáculos en los que se emula a Cher, Whitney Houston o Queen, y tiene incluso una compañía residente con más de veinte bailarines. Sorprende su interior, inaugurado en 1977, y hoy con un aforo de más de 1.600 butacas. Casi nada. El menú es correcto, seguro que delicioso para el paladar de un británico, y la ingeniería audiovisual, escenográfica y de sonido hace que el show tenga nivel. Digno de que Secun de la Rosa e Isabel Coixet lo consideren para lo que podría ser una continuación de sus El cover y Nieva en Benidorm, ambientadas ambas en el encuentro realidad y ficción cinematográfica que es esta peculiar metrópoli.
