“Bajarse al moro” de José Luis Alonso de Santos

Han pasado más de 30 años desde su estreno y aunque han cambiado muchas cosas, este texto sigue siendo tan gracioso y tan profundamente realista como el primer día en que se puso en escena. Su perfecta estructura y la frescura de sus diálogos crean una atmósfera que va más allá de sus páginas y del escenario de su representación. Una obra que nos deja ver también qué temas eran los que preocupaban a una España que intentaba ser moderna tanto en su manera de pensar como en su modo de actuar.

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Los asuntos serios son mucho más tratables cuando se hace con humor. De esta manera se deja a un lado su potencial dramático y se consigue dialogar sobre aquello que de otra manera solo llevaría a caminos sin salida o vías enfrentadas. Alonso de Santos tiene la virtud de ponernos a todos de acuerdo y normalizar esa situación que cuando miramos al edificio de enfrente nos parece, sino un escándalo, algo con lo que no queremos tener nada que ver.

En Bajarse al moro es muy fácil empatizar con sus personajes y, mientras conocemos cómo ir a Marruecos a comprar hachís para luego venderlo a la vuelta, sentir que podemos ser perfectamente un policía que está del lado de aquellos que no cumplen la ley, pequeños traficantes sin malicia o jóvenes inmaduras no dispuestas a soportar el yugo materno. No hay diferencias de clases entre ellos, lo que cada uno alberga en su interior no son espurios intereses o falsas intenciones, lo suyo no son más que ganas de vivir y de disfrutar el aquí y ahora, el momento presente, un carpe diem en el que no se le demanda nada a nadie y no se pide más que respeto a sus propias decisiones. Era 1985 y la España de aquel momento veía que la ilusión de la libertad de la transición democrática no estaba dando más resultados tangibles que el del paro y un futuro incierto. Una nación en la que, como señala José Luis con un punto de ironía, se leía El País y muchos ciudadanos pensaban en afiliarse al PSOE.

No había pasado ni una década desde el fin de la dictadura cuando se estrenó Bajando al moro y nuestro país parecía haber sustituido el poder de la Iglesia y la jerarquía de la edad, el parentesco y el dinero por la frescura de la juventud y la exaltación de la experimentación. Eso es lo que plantea esta gran comedia, llena de chistes y gracias que fluyen como un caudaloso torrente perfectamente medido para que las carcajadas se produzcan con la frecuencia adecuada y el espectador/lector tenga una sonrisa casi permanente, incluso en sus episodios con tinte policíaco.

Chusa –imposible no imaginar a Verónica Forqué en este papel que encarnó tanto en el teatro como en el cine- es esa que ya ha pasado por todo y de ahí que sea una macarra, una sobrada y una chunga, pero con la naturalidad de quien es así, de que esa es su esencia, su verdadero yo. Mientras que Elena –Amparo Larrañaga sobre las tablas, Aitana Sánchez-Gijón en la gran pantalla- es la niña bien que se acerca a ese entorno de posibilidades que está a la vuelta de la esquina, ahí al lado, en el mismísimo centro de Madrid. Un territorio que sabe que no está del lado de la ley, pero que no se siente ilegal, en el que no existen los tabúes y el sexo ya no es algo oscuro y sucio sino una actividad lúdica que practicar libremente y compartir abiertamente con quien y cuando apetece.

En torno a ellas se mueven Jaimito y Alberto, dos hombres que encarnan dos tipos de masculinidad, de hombría, el que se acerca como amigo y el que lo hace con misión paternalista. El primero es hijo de los nuevos tiempos, el segundo lo intenta. Y poniendo de relieve qué les une, y les separa con el resto de la sociedad, está Doña Antonia. Como traída a nuestros tiempos desde una función de Miguel Mihura, de Jacinto Benavente o de Valle-Inclán, ella es la encargada de representar con el esperpento de sus valores trasnochados a esos que que comenzaban a quedarse atrás, descolgados de una sociedad empeñada en liberarse de los que no representaban más que una hipócrita y torcida rectitud.

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