Una película basada en hechos reales, el combate en 1972 entre el americano hecho a sí mismo y la todo poderosa amenaza rusa por el campeonato mundial de ajedrez. Un relato de tintes épicos que intenta mostrar el lado humano del genio, pero que no pasa de su superficie, quedándose en la mayoría de ocasiones en lo meramente gestual y resultando casi una confusa caricatura tanto de su protagonista como del mundo –político y deportivo- en el que se desenvuelve.
Cada momento de la historia tiene unos héroes y unos hábitos que durante un tiempo estuvieron en boca de todos, pero igual que se hicieron populares casi de un día para otro, dejaron de serlo de la misma manera. Algo así sucedió con Bobby Fischer, el hombre que fue capaz de quitarle a los rusos uno de los tronos que alegóricamente se utilizaba como señal de superioridad intelectual entre los dos bloques políticos en que estaba dividido el mundo occidental durante la Guerra Fría, el del ajedrez. A modo de biopic, esta cinta nos cuenta la trayectoria de aquel que comenzó como niño prodigio y que acabó dando momentos únicos a la historia de este deporte.
Fischer es presentado como un niño que no conoció a su padre, hijo de una madre de ideas políticas nada acordes con el correcto pensamiento norteamericano de la década de los 50. El joven Bobby fue poco a poco iniciándose en la práctica del ajedrez y despuntando con sus resultados hasta iniciarse en su práctica profesional y hacer de ello tanto su manera de ganarse la vida como el medio con el que independizarse de los suyos. Proceso en el que su duro carácter y su obsesión por ser el número uno le llevan al más completo aislamiento. Una vida en la que rápidamente comienzan las paranoias de sentirse espiado y controlado por fuerzas –los rusos y los judíos- que según él conspiraban para que no pudiera desplegar y materializar todo su potencial.
Ese triángulo de exceso, obsesión y afán de liderazgo es el que se propone contar El caso Fischer (adaptación comercial de El sacrificio del peón, título original haciendo mención a una de las tácticas utilizadas para hacerse con el campeonato mundial). Sin embargo, vemos a un Tobey Maguire continuamente con el ceño fruncido, levantando la voz y de movimientos bruscos, pero no se nos da acceso a la mente de su personaje, a qué pasaba dentro de él, a de dónde venía esa manera tan particular de interpretar lo que ocurría a su alrededor. En el terreno visual, además, se cae en lo recurrente, grafismos con los que plasmar la ciencia que tiene tras de sí una partida de ajedrez o los interludios a modo de videoclip para trasladarnos geográficamente o para sumar elementos argumentales, como el eco mediático que se une a la trama a partir de un momento determinado.
Por otro lado, no queda clara cuál es la trayectoria, la progresión que convierte a un aficionado en un aspirante al título mundial. Se suceden las partidas, los lugares en los que se juega adquieren talla internacional pero el guión no da a conocer en ningún momento la lógica, el calendario o el procedimiento competitivo que hay tras ello. Está claro lo que quiere contar esta película, pero le faltan piezas y profundidad. Más que entretener y dar a conocer, la cinta de Edward Zwick confunde –y casi aburre- al dejar demasiadas cuestiones sin explicar.