Una historia de amor inconfeso convertido en obsesión, de pérdida de la noción del tiempo, de convivencia de planos de ensueño, realidad y fantasía. Un texto con una estructura magistral y un lenguaje lleno de belleza y poesía. Un libreto que destila magia y ferviente deseo de verlo representado.
Basta leer la descripción que Alberto Conejero hace del invernadero en el que propone situar la acción de su obra para caer rendido ante su capacidad para hacer de la combinación de apenas unas palabras algo tremendamente efectivo en el plano formal y aún más evocador y sugerente en el sensorial. Tan solo unas líneas consiguen que abramos de par en par el corazón y la mente para empatizar con unos personajes que son emoción pura y entender las decisiones que han tomado para hacer que la vida sea para cada uno de ellos poco más que el otro.
Silvia, la mujer dueña de la propiedad, es a la belleza lo que Samuel, el jardinero que cuida de su plantas, a la devoción. Ella aporta la presencia y él crea la atmósfera. Dos seres que se complementan sin tocarse, que se buscan y se demandan de manera vital. Cada uno con un pasado y una forma de amar de la que se alejan y se esconden –los hombres en el caso de ella, la familia en el de él- para más allá de la noción del tiempo y del espacio, hacer que su existencia gire en torno a la soledad compartida, un lazo invisible que les une como si fuera el más fuerte de los compromisos.
A medida que avanza la acción, cuanto se dicen y nos relatan ambos personajes va adquiriendo una profundidad llena de intimidad, una desnudez que deja atrás pudores y distancias. El verbo de Conejero fluye a través de sus bocas con una armonía casi musical, con un ritmo que es pura melodía y que a buen seguro será deleite acústico el día que sea representado. Junto al lenguaje corporal que debemos presuponer entre ellos (miradas, distancias, momentos de contacto físico) se va creando un ambiente lleno de energía, un campo magnético que les trasciende, seduciendo y atrapando a su lector hasta abducirlo completamente.
Las noches del título y el invernadero en el que se suceden gozan también de su protagonismo, son ese tiempo y ese lugar alejados del mundo real en el que viven Silvia y Samuel. Coordenadas que tienen su propia vida y que influyen de manera directa sobre las de ellos en una manera que recuerda a las novelas y relatos de uno de los maestros del retrato psicológico y del ambiente barroco de la literatura del XIX, Henry James. Una ambientación amplificada con la música de Corelli que Alberto propone en las anotaciones de algunas de las escenas de su texto, y a la que contrapone en algún momento la voz de Mina como un intento de oxigenar la claustrofobia emocional cada vez más oscura y asfixiante hacia la que nos dirige.
Las recién editadas “Todas las noches de un día” son una creación redonda en el plano literario y material de primera para el montaje que lo representará en Madrid en unos meses. Un título con el que creo puede ocurrir lo mismo que vi con su exitosa y reconocida “La piedra oscura” (2013) tras leerlo, encontrar una puesta en escena que teniendo su propia esencia, amplifica y da una nueva dimensión a la genial creación de su dramaturgo.
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