“Todas las noches de un día”, las luces y las sombras de un amor que no puede ser

Tres años después de ser premiado y editado este fantástico texto toma cuerpo gracias al excelente trabajo de Carmelo Gómez y Ana Torrent en una puesta en escena que transmite fielmente la sensibilidad y ternura de sus personajes y la hondura y poesía de sus diálogos. Una representación sencilla y sin alardes escénicos que ensalza lo que hace grande, importante y necesaria la magia del teatro, la potencia de sus palabras y la presencia de sus intérpretes.  

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El patio de butacas no solo es testigo de Todas las noches de un día, también es parte integrante de su narración. A él se dirige Samuel en muchos momentos intentando explicarle con la humildad de su sencillez, y la batuta de la razón, las emociones que ha vivido en ese invernadero en el que trabaja como jardinero y en el que ha encontrado una razón para sentir y entender que la vida son los lazos afectivos que se establecen con los demás. Unas coordenadas en las que por motivos muy diferentes y ocultos estaba ya Silvia, una mujer que tras su elegancia, atractivo y seducción se esconde en la metáfora de ese espacio de acceso restringido en el que todo está supeditado al bienestar y la belleza de las plantas.

En la comunicación entre ellos dos los pétalos, los tallos y las ramas se convierten en los elementos en los que depositan cuanto desean pero que son incapaces de hacer, decir o transmitir. La presión de esa necesidad humana que les rompe por dentro, de esas palabras que son incapaces de pronunciar, de esos gestos incapaces de materializar, de ese amor que ni entregan ni se dejan recibir es lo que Alberto Conejero materializa con la sencillez de lo sublime y la autenticidad de lo que es transparente de principio a fin.

Un material cargado de delicadeza y de humanidad, y como tal con sus luces y sus sombras, que Luis Luque pone en manos de Carmelo Gómez y Ana Torrent haciendo que todo gire en torno a su presencia y sus habilidades interpretativas . Y ni este texto necesita ni hace falta más para hacernos conectar con esos dos interiores en los que el amor ruge como un torrente pidiendo encontrar el curso por el que correr. Un conflicto entre las incapacidades que evidencian las corazas que ocultan las heridas del pasado, y las evasiones que cronificaron el dolor sufrido alejando aún más la posibilidad de vivir con plenitud, que Carmelo y Ana personifican con absoluta precisión.

Con el recuerdo que dejó en mi memoria la lectura tres años atrás de esta obra, tan solo eché en falta dos elementos sobre el escenario. Un invernadero más explícito, menos diáfano, que hubiera utilizado sus elementos no como algo visual, sino como símbolo de la intangibilidad de lo emocional, y haber hecho de la iluminación un recurso más expresivo a la hora de subrayar dimensiones temporales. Subjetividades que en cualquier caso quedan en un segundo plano ante el resultado final de una platea llena donde los espectadores quedan sobrecogidos por cómo texto, dirección e interpretaciones han hecho que el latido de su corazón palpite al mismo ritmo que la simbiosis de los de Samuel y Silvia.

Todas las noches de un día, en el Teatro Bellas Artes (Madrid).

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