Teatro esencia. Texto, presencia y voz. Miguel Delibes y José Sacristán. Un contenido ejercicio de expresión emocional compuesto de sobriedad castellana, madurez masculina y la asertividad propia de los que se formaron en la España de los 50 y 60.

En 1991, Delibes publicaba a sus 71 años una novela en la que un pintor alter ego recordaba a la que había sido su mujer y cómo, tras su muerte, su ausencia la hacía tan presente como cuando estaba en vida. Apenas un centenar de páginas en el que el genio de El camino (1950) o Los santos inocentes (1981) describía lo que supone vivir en un presente formado por los recuerdos del amor sereno de un ayer, tal y como le había ocurrido a él desde 1974. Hoy, muchos años después, esas palabras escritas para darles cuerpo con la voz imaginada que tiene todo lector, se han transformado en un monólogo -que por su combinación de belleza literaria y sensibilidad humana- retumba en el interior de quien lo escucha.
Es inevitable no comparar esta función con la de otra adaptación a las tablas del de Valladolid, Cinco horas con Mario, hito de la historia del teatro español que décadas después de su estreno (1979, trece años después de la novela) Lola Herrera sigue interpretando en salas abarrotadas. Pero hay diferencias entre las dos. No ya solo por la contraposición viuda vs. viudo y la visión femenina y masculina del mundo, propia de una generación en que el género sexual era -antes incluso que el nivel económico y el educativo- el primer filtro social. Aunque ambos parten del interior, el texto de ella nos permite ver cómo era, concretada en una ciudad castellana, la España de los 60. El de él, en cambio, es más cerrado, no sale de las paredes de su intimidad más que lo justo. Más bien, son los agitados acontecimientos de 1975 los que -como podemos suponer ocurrió en muchos hogares- las traspasan circunstancialmente.
Pero la mayor diferencia se da en el registro emocional que adoptan para exponer su dolor. Frente a la expresividad, cincelada por el negro del luto católico, de Carmen, la contención de Nicolás adquiere un prisma quizás más existencial por el terremoto que supone sentir que se desmorona el suelo sobre el que se pisa y se desdibuja el futuro acompañado que se preveía. Pero a pesar de la parquedad gestual y tonal propia de un personaje así, José Sacristán es capaz de extraer de él matices, volúmenes, quiebros, luces y sombras suficientes para darnos a conocer cómo vivió, metabolizó y sobrevivió a la inesperada enfermedad de su mujer, la incomprensión de su declive físico y el vacío en que le dejó sumido su marcha.
Será por su prolongada carrera, por su madurez personal (82 años) o por su maestría, Sacristán consigue que lleguemos a ver cómo tras la fachada de la máscara masculina y la educación conservadora, hay un hombre que sufre. Un marido y un padre que no niega lo que siente, pero que, como tantos otros, no lo muestra porque realmente no sabe cómo hacerlo. Quizás sea eso lo que haga tarde tras tarde se llene el patio de butacas de un público que no solo disfruta con José Sacristán, sino que entiende y se identifica con Nicolás.
Señora de rojo sobre fondo gris, en el Teatro Bellas Artes (Madrid).