Carla Simón profundiza en el estilo que ya mostró en “Verano 1993” convirtiendo lo cotidiano, el mimbre de lo que nos une, en lo que marca de principio a fin el contenido, el tono y la evolución de su película. Tras ello, una mirada tranquila y empática guiada por el punto en el que se encuentra lo anodino con lo íntimo y lo invisible con lo obvio, y un trabajo interpretativo en el que brillan todos y cada uno de sus intérpretes.

Hace cinco años Carla Simón deslumbró con una cinta en la que partía de sí misma, lo que siempre puede dar pie a pensar que el buen resultado fue debido a lo muy trabajado que tenía en su mente lo que quería contar. Ahora demuestra que aquello no fue una casualidad, y lo hace enfrentándose a un reto superior, tomando el paso del tiempo como hilo conductor y una familia de más de una decena de miembros y tres generaciones como encarnación del mismo. El transcurso, el lugar y las personas como elementos que priman sobre el cine, y no el séptimo arte como medio que los define, sintetiza y edita en función de sus necesidades.
Alcarràs está articulada por la idea de legado en sus múltiples manifestaciones. Por la tierra que pasa de padres a hijos y con la que los protagonistas se ganan la vida como agricultores. Por las expectativas de querer que los más jóvenes aprovechen las oportunidades que no tuvieron sus mayores. Por el arraigo al lugar en el que se vive, a su orografía y a su clima, a su gente y a sus costumbre y tradiciones, a aquello que te hace sentir quién eres y dónde está tu lugar en el mundo. Un todo que se siente en duda por la llegada de una carta que avisa del fin de la propiedad de las fincas sobre las que se sustenta todo lo anterior.
El guión no se organiza en base a puntos de inflexión, escenas cargadas de intensidad dramática o giros tras los que detona cuanto antes se hubiera cocido a fuego lento previamente. Lo que plasma sobre la pantalla es el costumbrismo que surge de las coordenadas entre la edad, la experiencia y las expectativas con lo que ofrecen y exigen la familia, el trabajo y la sociedad. Por eso hay en Alcarràs comedia y drama en todas sus variantes. En el ámbito formal, la composición de cada plano está determinada por la manera en que la cámara en movimiento recoge las emociones de sus personajes, ya sea por las relaciones directas e indirectas que tienen entre sí como con cuanto les estructura. Los árboles que cuidan, las máquinas que les ayudan o los alimentos que cultivan.
El resultado es una expresividad continua, creíble y verosímil, con la que se conecta y empatiza como si no hubiera nadie mediando entre ellos y nosotros. La sensación que se tiene en todo momento en la butaca es estar asistiendo a una ficción que tiene mucho de ensayo antropológico, etnográfico y periodístico. La humildad de su argumento y sus diferentes tramas hace que se sienta como una invitación a una realidad auténtica y a la más absoluta privacidad de quienes la habitan. Una sencillez que está tanto en su propia génesis como en la delicada manera con que Carla Simón nos la narra cinematográficamente.
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