“Las guerras de nuestros antepasados”: la llamada a la sensatez de Miguel Delibes

Delibes no falla. Sus historias y el trazado biográfico y reflexivo de sus personajes tienen tal potencia que, bien adaptados, funcionan sobre las tablas tan bien como sobre el papel. El paso del tiempo le da, incluso, una pátina de memoria histórica y democrática a la que Carmelo Gómez y Miguel Hermoso le suman un lustre de humanidad y empatía. Un montaje notable con el que interrogarnos sobre cómo construimos nuestra historia común.

Pacífico Pérez recibe en la prisión en la que está encarcelado la visita del psiquiatra de la institución. Comienza entonces una larga conversación en la que conocemos quién es ese hombre privado de libertad, el ambiente y los valores en los que se crio, los motivos que le han llevado a estar entre rejas y cómo contempla él esa situación. Un recorrido ideado por Delibes en 1975 para reflejar la sociedad de su tiempo, para mostrar su autenticidad y, sin faltarle al respeto, criticar aquello que no le hacía ningún bien. La exaltación de la violencia. Algo más que un impulso o una respuesta. Una manera de vivir, una actitud con la que se vivía el presente y se introducía al futuro de la vida a los niños que llegaban a este mundo.

Eduardo Galán recoge la prosa certera del de Valladolid y sus diálogos diáfanos y transparentes y los convierte en una dramaturgia fluida en la que lo que importan son los personajes y lo que les sucede. Una sencillez apoyada por una escenografía acorde, más bien apoyos para la alternancia estática-dinámica de sus intérpretes, a la que quizás le falta ambición en términos de iluminación y sonido. Una puesta en escena, en cualquier caso, suficiente para la capacidad, la energía y el saber hacer de Carmelo Gómez y Miguel Hermoso. Suyo es el don de la palabra y de la presencia, y Claudio Tolcachir los maneja con la misma precisión con que Delibes construía sus historias.

Con más mesura que contención, con una sobriedad gestual que dice mucho de esa España de los años 50 y 60 que nos expone, educada en la confrontación, sustentada en la diferencia y la jerarquía, negadora de la decencia, la humildad y la empatía que se le supone innata al género humano. Marco que atraviesa Las guerras de nuestros antepasados para mostrarnos a nosotros, a los de ayer y a los hoy, moldeados por una cultura en la que nos definimos por ser más que el otro y por otorgarnos la autoridad de definir lo que es correcto y de castigar al que no es sumiso a nuestros principios. Justicia entendida a la manera bíblica, ojo por ojo y diente por diente, que se transmite de generación en generación, anulando la posibilidad de plantearse su sentido y la posibilidad de otras alternativas.

Fisura en la que surge un personaje como Pacífico, aparentemente falto de inteligencia, pero sobrado de sentido común, honestidad y coherencia consigo mismo. Un alma diferente que no encaja ni con la entelequia del sistema ni con la concreción de su familia. Un ser que se deja llevar por sus instintos, que busca el goce y el disfrute del sexo y de la carne, y que rehúye el dolor y el sufrimiento. Una decencia difícil de comprender, justificada por su discapacidad intelectual, pero a la que Carmelo Gómez le da la dignidad, el respeto y el cariño que se merece con una actuación en la que priman la clarividencia de la transparencia y la diafanidad de la verdad.

Horizonte de paz y sosiego en el que Hermoso le acompaña con brío, le apuntala con sus interrogantes, amplía con sus propias emociones y su conflicto entre el deber como representante de lo burocrático y el juramento hipocrático de su profesión. Juntos consiguen que Las guerras de nuestros antepasados sea un montaje que, aun no siendo innovador, vaya más allá del antibelicismo o de una potencial mirada revisionista, para interrogarnos sobre lo que verdaderamente nos hace humanos y supuestos seres inteligentes capaces de vivir en sociedad.

Las guerras de nuestros antepasados, en el Teatro Bellas Artes (Madrid).

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