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10 películas de 2017

Cintas españolas y estadounidenses, pero también de Reino Unido, Canadá, Irán y Suecia. Drama, terror y comedia. Aventuras originales y relatos que nacieron como novelas u obras de teatro. Ficciones o adaptaciones de realidades, unas grabadas en el corazón unas, otras recogidas por los libros de Historia. Ganadoras de Oscars, Césars o BAFTAs o nominadas a los próximos Premios Goya. Esta es mi selección de lo visto en la gran pantalla este año.

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«Solo el fin del mundo«. Sin rodeos, sin adornos, sin piedad, sin límites, una experiencia brutal. Dolan va más allá del texto teatral del que parte para ahondar en la (in)consciencia de las emociones que tejen y entretejen las relaciones familiares. Las palabras cumplen su papel con eficacia, pero lo que realmente transmiten son los rostros, los cuerpos y las miradas de un reparto que se deja la piel y de una manera de narrar tan arriesgada y valiente como visualmente eficaz e impactante.

«La ciudad de las estrellas (La La Land)«. El arranque es espectacular. Cinco minutos que dejan claro que lo que se va a proyectar está hecho con el corazón y que nos hará levitar sin límite alguno. La la land está lleno de música con la que vibrar, la magia de las coreografías y la frescura de las canciones consiguen que todo sea completo y felizmente intenso y la belleza, la fantástica presencia y la seducción que transmiten Ryan Gosling y Emma Stone que fluyamos, bailemos, soñemos y nos enamoremos de ellos ya para siempre.

«Moonlight«. Un guión muy bien elaborado que se introduce en las emociones que nos construyen como personas, señalando el conflicto entre la vivencia interior y la recepción del entorno familiar y social en el que vivimos. Un acierto de casting, con tres actores –un niño, un adolescente y un adulto- que comparten una profunda mirada y una expresiva quietud con su lenguaje corporal. Una dirección que se acerca con respeto y sensibilidad, manteniendo realismo, credibilidad y veracidad al tiempo que construye un relato lleno de belleza y lirismo.

«El viajante«. Con un ritmo preciso en el que se alternan la tensión con la acción transitando entre el costumbrismo, el drama y el thriller. Consiguiendo un perfecto equilibrio entre el muestrario de costumbres locales de Irán y los valores universales representados por el teatro de Arthur Miller. Un relato minucioso que expone el conflicto entre la necesidad de justicia y el deseo de venganza y por el que esta película se ha llevado merecidamente el Oscar a la mejor película de habla no inglesa.

«Verano 1993«. El mundo interior de los niños es tan rico como inexplorable para los adultos, todo en él es oportunidad y descubrimiento. El de sus mayores es contradictorio, lo mismo regala abrazos y atenciones que responde con silencios sin lógica alguna, conversaciones incomprensibles y comportamientos inexplicables.  Entre esas dos visiones se mueve de manera equilibrada esta ópera prima, delicada y sutil en la exposición de sus líneas argumentales, honesta y respetuosa con sus personajes y cómplice y guía de sus espectadores.

«Dunkerque«. No es una película bélica al uso, no es una representación más de un episodio de la II Guerra Mundial. Christopher Nolan deja completamente de lado la Historia y se sumerge de lleno en el frente de batalla para trasladar fielmente al otro lado de la pantalla el pánico por la invisibilidad de la amenaza, la ansiedad por la incapacidad de poder salir de allí y la angustia de cada hombre por la incertidumbre de su destino. Un meticuloso y logrado ejercicio narrativo que sorprende por su arriesgada propuesta, abduce por su tensión sin descanso y arrastra al espectador en su lucha por el honor y la supervivencia.

«Verónica«. Hora y media de tensión muy bien creada, contada y mantenida sin descanso. Genera tanto o más horror y angustia la espera y la sensación de amenaza que el mal en sí mismo en ese escenario kitsch que es 1991 visto desde ahora. Una historia muy bien dirigida por Paco Plaza y protagonizada brillantemente por una novel Sandra Escacena.

«Detroit«. Kathryn Bigelow ahonda en los aspectos más sórdidos de la conciencia norteamericana por los que ya transitó en “La noche más oscura” y “En tierra hostil”. Esta vez la herida está en su propio país, lo que le permite construir un relato aún más preciso y dolorosamente humano al mostrar las dos caras del conflicto. Detroit no solo es el lado oscuro de la desigualdad racial del sueño americano, sino que es también una perfecta sinfonía cinematográfica en la que intérpretes, guión y montaje son la base de un gran resultado gracias a una minuciosa y precisa dirección.

«The square«. Esta película no retrata el mundo del arte, sino el de aquel que nos dice y cuenta qué es el arte. Dos horas y media de ironía, sarcasmo y humor grotesco en las que se expone la falsedad de esas personas que se suponen sensibles y resultan ególatras narcisistas.  Una historia que muestra entre situaciones paradójicas y secuencias esperpénticas el lado más ruin de nuestro avanzado modelo de sociedad.

«Tierra de Dios«. Con el mismo ritmo con el que avanza la vida en el mundo rural en el que sucede su historia y transmitiendo con autenticidad la claustrofobia anímica y la posibilidad de plenitud emocional que dan los lugares de horizontes infinitos. Una oda a la comunicación, al diálogo y al amor, a abrirse y exponerse, a crecer y conocerse a través de la entrega y de ser parte de un nosotros.

Emocionante «Tierra de Dios»

Con el mismo ritmo con el que avanza la vida en el mundo rural en el que sucede su historia y transmitiendo con autenticidad la claustrofobia anímica y la posibilidad de plenitud emocional que dan los lugares de horizontes infinitos. Una oda a la comunicación, al diálogo y al amor, a abrirse y exponerse, a crecer y conocerse a través de la entrega y de ser parte de un nosotros.

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Por su título en español podría parecer que esta es una película en la que la religión tiene algo que ver. Nada más alejado de la realidad, God’s own country es ese territorio en el que las relaciones humanas se basan en el afecto, la cercanía y la empatía y donde no tienen cabida los prejuicios, el egoísmo o los fines individuales. Pero este no es un lugar que se pueda delimitar con unas coordenadas geográficas, no es necesario viajar para llegar a él. Basta con actuar con consideración, con cariño y con respeto por los demás para verse habitándolo. Uno de sus residentes es el rumano Gheorge, un joven apuesto que acude hasta la campiña de Yorkshire buscando una oportunidad laboral en sus granjas. Allí comienza a trabajar con Johnny, alguien que está en una dimensión interior completamente opuesta.

Hasta aquí un guión muy bien definido que comienza a crear un relato cuyo ritmo visual es el del tranquilo, pero potente, latido del corazón de sus personajes. A partir de este momento un trabajo de dirección que imprime en los espectadores de Tierra de Dios la actitud que sus protagonistas tienen hacia lo que les sucede, la sensibilidad con la que fluyen con la vida, la robustez para no dejarse avasallar por lo no deseado, la resistencia ante los obstáculos y la aridez de quien se niega a aceptar su incapacidad.

Sin embargo, lo que inicialmente parece ser diferente y opuesto resulta ser complementario, tal y como sucede entre Gheorge y Johnny. El rechazo y la rabia que el segundo vierte sobre el primero no son más que una proyección de su incapacidad de aceptar y tolerar sus frustraciones, siendo una de ellas la de manifestar su deseo de amar y ser amado, gozar y ser gozado en lugar de comportarse como un autómata sexual que nunca acaricia, besa o abraza. Hasta que un día comienzan a compartir horas en una soledad alejada de toda comodidad que arrasa con los límites y barreras que pudiera haber entre ellos. La mano tendida del recién llegado da rienda suelta en el prisionero de sus coordenadas familiares a un torrente de sensaciones y respuestas nunca antes conocidas que irá tomando forma a medida que cree y encuentre su cauce.

Entonces la cinta de Francis Lee alcanza una nueva dimensión. El valle rocoso de la tensión del choque de personalidades inicial desemboca en una llanura en la que con un tempo espontáneo y producto de su presente, comienza a explorarse lo que sucede cuando ambas se abren, se muestran y se comparten recíprocamente en un carpe diem que no excluye, pero que no se plantea el destino al que ese viaje les llevará. El resultado es una película más profunda, valiente, íntima y sensible, resultando más certera y auténtica, única.

Algo que es labor también, sin duda alguna, de su pareja protagonista, la viva encarnación de lo que dicen que en ocasiones es el amor, atracción invisible, química. Eso es lo que transmiten y derrochan Josh O´Connor y Alec Secareanu incluso cuando no están juntos, cuando no comparten plano se puede llegar a sentir en la piel como a cada uno de ellos le falta el otro. Ese es el espíritu de Tierra de Dios, tanto del concepto como de esta versión cinematográfica del mismo.