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“Pierrot con guitarra” (Salvador Dalí, hacia 1923)

Aún no había cumplido veinte años y el nacido en Figueras ya demostraba que sabía hacer suyas cuantas coordenadas artísticas practicara. Apenas llevaba unos meses en Madrid y su espectro de referencias se ampliaba con movimientos como el cubismo. Una etapa de su larga y prolífera carrera escondida tras sus éxitos surrealistas, su comercialidad y su personalidad, pero en la que también dejaba claro que no hubiera reto técnico y expresivo que no fuera capaz de superar.

La imaginación de Dalí nunca tuvo límites, ni espaciales ni temporales. Podía estar en el aquí y ahora mientras su mente estaba, a la par, en el allí y entonces, trasladando hasta su hoy nombres, momentos y escenas vistas, leídas o escuchadas y después guardadas en su memoria. El mundo italiano fue quizás la mayor de sus fuentes, he ahí la excelencia de Rafael y las perspectivas renacentistas que tanto juego le darían. O personajes como Pierrot, un secundario de la Comédie Italienne convertido en icono de la misma al haber sido representado por innumerables artistas, entre ellos los dos genios del cubismo español, Juan Gris y Pablo Picasso.

Una máscara, un payaso, un mimo descompuesto en sus elementos fundamentales. El rostro. La figura. La vestimenta. La guitarra. Es posible identificarlos, pero también confundirlos porque tras ellos está la faz de Salvador. No queda claro dónde acaba él y comienza su homenajeado, cuánto de la personalidad de este comediante asume, se apropia o fagocita a través de este retrato que es, también, un retorcido autorretrato. El cubismo como forma de mostrarse, pero también de juego intelectual que exige de la participación activa del otro para ser descubierto y conocido.

Observando sin ser visto, adueñándose de la escena concebida para otro. Haciendo él con Pierrot lo que sentía que su hermano mayor, también llamado Salvador y fallecido diez meses antes de su nacimiento el 11 de mayo de 1904, realizaba con él. Una presencia invisible, pero intensa, continua, ante la que no cabían quiebros, dobleces ni escondites. Una omnisciencia poseedora, una presión y una duda sobre cuánto de mí debo a aquel y cuánto de él soy yo.

Sobre una base casi cuadrada de cartón, un collage de diversos elementos y color aplicado con óleo. Materiales recortados con formas definidas. Como el cuerpo de la guitarra o el rostro del cómico. El hombro y brazo derecho de la figura (replicando el instrumento musical) o los detalles de su vestimenta bajo su cuello, recordando las geometrías de un arlequín. Hilo cosido en las alusiones a un espacio de cocina (cual naturaleza muerta) y papel de lija prolongando la corporeidad y espacialidad del conjunto

Pinceladas negras, varias tonalidades de gris, marrón y algo de azul en diferentes orientaciones, pero formando siempre espacios geométricos, de ángulos rectos, claramente delimitados. Con mayor densidad y encaje en su centro visual, donde confluyen lo humano y lo musical, haciendo de lo evocado y lo sugerido el argumento no escrito de una narración no compartida. Apenas unos toques para dejar testimonio de dónde quedan las manos, y un trazo más sinuoso para fijar la posición de los dos rostros. Usando el pincel con vigor incluso para, a través de su después archiconocido bigote y su inconfundible firma, reafirmarse y dejar constancia de su ser, su persona y su arte.

Como curiosidad, señalar que este no es el único Pierrot que se puede ver en el Museo Thyssen. También es protagonista de una escena de la Commedia dell’arte que Watteau pintara en 1712 y que Lucien Freud bocetaría en 1981 como fondo de un retrato en primer plano del barón. El propio Hans Heinrich parece estar emulando la postura corporal del personaje teatral en su siguiente posado para el británico, ya en 1985, pero esa es ya otra historia.

Pierrot con guitarra, Salvador Dalí, hacia 1923, Museo Nacional Thyssen-Bornemisza (Madrid).

«Un marido ideal» de Oscar Wilde

Da igual que seas hombre que mujer, maduro o joven, soltero o casado, comprometido o irresponsable, siempre y cuando formes parte de los altos círculos sociales, tanto de manera natural como por accidente, Oscar Wilde tendrá un momento de verdad, acidez y corrosivo humor para ti. Una manera de hacer moderno, fresco, cercano y divertido un vodevil que gira en torno a dos temas universales, el amor y el poder.

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La residencia londinense de los Chiltern es el lugar donde se celebra una fiesta que reúne a toda clase de gente. Desde mujeres que se sientan a esperar acontecimientos que observar y comentar, a hombres que ignoran las conversaciones que esperan se mantengan sobre ellos. Y entre unos y otros se cuelan de manera entre discreta y descarada personas con unos objetivos muy claros. Ese es el caso de la señorita Cheveley que espera que su anfitrión vaya en contra de su propia palabra y defienda ante la Cámara de los Comunes un proyecto de especial interés financiero para ella, el proyecto de construcción de un canal en Argentina.

Wilde escribió esta obra hace más de 120 años, dato a tener en cuenta ya que introduce en su trama algunos elementos de la realidad artística y política del momento, como es el debate sobre la viabilidad e interés de esta infraestructura, o el reconocimiento con que contaban ya pintores como Corot o Watteau, incluyendo al primero en los diálogos de sus personajes y utilizando al segundo como elemento descriptivo de su apariencia. Pinceladas de presente que quedan intrincadas en unos diálogos que fluyen a la velocidad del rayo hilvanando conversaciones y sentencias provocadoras que vagan difusamente entre la crítica más prejuiciosa, la reflexión compartida y una alborotadora demagogia.

Directo y punzante, pero también elegante y armonioso, así es como utiliza el lenguaje Oscar Wilde, haciendo de él no solo un elemento transmisor de mensajes y constructor de personajes, sino también un medio profundamente estético, creador de belleza y generador de deleite. Esto, unido a su ingenio y su total desvergüenza, es lo que constituye la clave de que esta obra, como el resto de su teatro, siga siendo hoy tan potente, seductora y atractiva como escandalosa e impúdica resultara en el momento de su estreno en 1895.

No hay convencionalismo sobre los roles, los géneros o los sexos que se le escape, elevándolo hasta la hipérbole, transformándolo en una paradoja o dándole la vuelta para hacer de él una crítica de lo que pretendía ensalzar o al revés, destacando positivamente lo que otros habían vulgarizado, aunque esto último ocurra en muy pocas ocasiones y lo refleje más por la vía de los hechos que por la de las palabras. Ese camino, el de los actos, es el que utiliza para mostrar –y quizás transmitir sus propios principios morales- qué debe haber tras las fachadas de la política, cuando esta se ejerce como una verdadera vocación de servicio público, y de la institución del matrimonio, cuando el compromiso de los contrayentes es ser el uno para el otro apoyo y fuente de bienestar.