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“Tan solo el fin del mundo” de Jean-Luc Lagarce

Muchas voces unidas en un único discurso. Una genialidad que amalgama lo que se dijo, lo que se recuerda, lo que se pensó, se escuchó y se interpretó. Todo a la vez, como una cacofonía sordamente ruidosa, pero con un eco que retumba y te atraviesa sin dejarte escapatoria. Un texto brutal, una bofetada en la cara, un estrangulamiento en la boca del estómago, un campo de lucha en el que no hay más salida que el hacerle frente.

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En esta familia se comparte mucho más de lo que ellos creen, están más unidos de lo que están dispuestos a reconocer. Da igual que el hijo mayor lleve doce años fuera de casa y sin apenas contacto con su madre y sus dos hermanos. El vínculo es tan fuerte que no pasa un segundo de sus vidas en que no se tengan en cuenta. Su vuelta a casa con la intención de decirles que va a morir hace patente la invisible tela de araña que les une en una red de dolor y culpa, ira y desgarro, sin saber ya ni cuándo ni por qué comenzó ese fluir de energía hiriente y destructiva, pero al tiempo endemoniadamente identitaria. Odian lo que son, pero todo eso que desprecian es lo que les vincula.

El afecto tiene forma de desprecio y la impotencia se manifiesta como insultos no pronunciados, el cariño y el sentido del tacto no se encuentran, el respeto tiene múltiples fisuras. Una tensión y un resquebrajamiento que suponen a la vez el equilibrio que les da el suelo que pisan. Un lugar en el que el amor está pero no se le espera, lo desean y lo tocan, pero se les va de las manos, están llenos de él, pero no fluye, le falta oxígeno, está sucio, estanco, corrompido.

Un maremágnum en el que lo emocional lleva una dirección y lo corporal otro, cuanta más quietud, más cerca de la explosión. Y sin embargo, un a punto que nunca termina de llegar, una inacción que supone un desgaste brutal, que pone al cuerpo y a la mente al borde del abismo, borrando las fronteras entre el vivir y el morir.

Lo que Jean-Luc Lagarce escribe es un ejercicio de superación impresionante, convierte el lenguaje en un medio con el que llegar a lugares interiores –solitarios unos, compartidos otros con aquellos con los que tenemos lazos inevitables- cuya existencia no queríamos reconocer porque supone poner a la luz todo lo que escondemos, dar voz a lo enmudecido, liberando de su armadura –cuyo peso es ya superior a la protección que otorga- a lo que siempre hemos estado defendiendo, nuestra dolida, herida y castigada vulnerabilidad.

Tan solo el fin del mundo es algo más que una ficción teatral, es una performance literaria con la que únicamente se puede conectar si se empatiza con ella y transitamos ese pasaje interior que es el de abrirse en canal, descargarse del dolor ya sufrido y sentir la dificultad de saberse más ligero. De dejar atrás el confort del miedo y los límites conocidos y arriesgarse a conquistar lo que está lejos de nosotros solo porque hasta ahora no hemos sido capaces de acercarnos a ello.

“Lo peor de todo es la luz” de José Luis Serrano

Un doble recorrido de amor a través de dos parejas masculinas. Una unida por un compromiso de vida, la otra por el lazo de la amistad. Una real y recreada, la otra de ficción y, por tanto, imaginada. Una narrativa sinuosamente analítica, envolvente, que va más allá de lo visible, profundizando en sus personajes hasta llegar a ese momento inicial y mágico en que nacen las emociones y las sensaciones que se convierten en recuerdos de un pasado, que se desdibuja con el paso del tiempo, o derivan en sentimientos que perviven y evolucionan hasta convertirse en parte intrínseca de nuestra identidad y nuestro proyecto vital.

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El tiempo pasa, unas veces tan rápido y otras tan lentamente que no nos damos cuenta de que hemos cambiado. Quizás no en nuestra mente, pero sí en nuestro cuerpo y en lo que vemos en nuestro entorno. Pero hay algo que hace patente la diferencia entre quiénes somos y quiénes soñábamos ser años, décadas atrás. Ese elemento que aplica una transparencia absoluta ante la que no tenemos opción alguna de ocultarnos es, según José Luis Serrano, la luz.

¿Quiénes somos hoy y quiénes éramos hace veinte años o durante la niñez? Basta mirar al cielo de la playa, a las farolas de la calle o a las bombillas que iluminan nuestra casa por la noche para, si somos sinceros con nosotros mismos, hacer un sencillo pero auténtico ejercicio de memoria y de reflexión. A partir de algo tan aparentemente simple, el autor de “Sebastián en la laguna” nos deja ver el grado de comunicación al que ha llegado con su marido tras dos décadas de relación. Tiempo en el que han pasado de despedirse en estaciones de autobuses con un apretón de manos a hacer de lo suyo una formalidad legal llamada matrimonio y a decírselo todo sin necesidad de articular palabras en paseos en el mes de agosto por Bilbao, las fantásticas playas de Larrabasterra y Plentzia o los acantilados que las circundan.

Es el verano de 2014 y José Luis barrunta en su cabeza una historia de amor entre dos hombres heterosexuales, Koldo y Edorta. Amor entendido como afecto, cariño y entrega, amor sin sexo, sin los convencionalismos que se le presupone al género y a la orientación sexual. Amor sin calificativos. Amor como el que él siente por su esposo, pero sin el objetivo de formar una familia y sin atracción ni práctica sexual. Dos personas entre las que surge un vínculo sin aparente explicación lógica, bien profundo, que aunque no se practique y se cultive sigue vivo pase lo que pase, ocurra lo que ocurra, considerando siempre al otro como parte del presente y del futuro. La categoría de amigo en ellos no se entiende como un escalón en una jerarquía, sino como una forma de amor, tan grande, enriquecedora y llena de posibilidades como la que la tradición cultural nos dice que son patrimonio exclusivo del matrimonio y del lazo paterno-filial.

“Lo peor de todo es la luz” es una novela con momentos de ensayo y autobiografía que, aunque supongo pensada con la cabeza para darle estructura, parece escrita con el corazón. Solo de esa manera se explica la desnudez emocional que transmiten sus páginas, un ejercicio de total transparencia en el plano personal de su autor y uno de lirismo lleno de sensibilidad en su faceta como escritor. Al otro lado de las páginas, en su lector, su lectura provoca una ola de honda y profunda emoción de principio a fin que deja un poso de nostálgica felicidad y serena alegría que se podría resumir como ganas de vivir y de sentir.

«La peste» de Albert Camus, ¿vivir la vida o sobrevivir a la vida?

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Albert Camus construye una historia sobre el sentido de la vida. Te sitúa en Orán, contándote su emplazamiento geográfico y su meteorología. Comienza la historia con una anécdota, ratas que aparecen muertas. Da un salto y las enfermas comienzan a ser las personas, entra en el detalle, se genera tensión y su relato coge ritmo. La enfermedad crece y la muerte hace acto de presencia, saltan las alarmas, el horror invisible es ya el protagonista. La peste lo invade todo, no es sólo la realidad tangible de una enfermedad con una sintomatología, medidas preventivas y tratamiento, sino también una atmósfera, un espíritu invisible que lo empaña todo. Se pasa entonces al mundo de lo invisible, al universo de las sensaciones, a las individuales y las colectivas, las primeras se suman para crear las segundas, y las segundas influyen con su fuerza sobre las primeras dejando de quedar claro si somos unicidades o parte de una masa. Se limitan los registros de comportamiento y pensamiento, y los que se siguen practicando es de manera opaca y con un alcance limitado. La vida ya no es para vivirla, sino para sobrevivirla. …Qué duro debía ser vivir únicamente con lo que se sabe y con lo que se recuerda, privado de lo que se espera…

En ese in crescendo se desvelan tanto la figura del narrador que nos guía como la de los personajes principales. Algunos de ellos mentes que se crecen y bucean en las tinieblas que se han formado para hacer de la densidad claridad, para en la enfermedad –tanto en la médica como en la espiritual- dar con la esencia del virus con la que crear el antídoto para las futuras ocasiones. Tienen el tesón sin fin y la voluntad infinita para no dejarse llevar por lo visible de la situación y buscar en ella las corrientes limpias que sigan haciendo que los humanos seamos seres racionales con posibilidad de mejorarnos y seguir creciendo, y no caer de nuestro lado animal. Ese que nos lleva a la ley del más fuerte en lo físico y a ser cada día menos en lo que a futuro respecta. …Todo lo que el hombre puede ganar al juego de la peste y de la vida es el conocimiento y el recuerdo…

Personajes y Camus integran al lector mediante la reflexión, en la búsqueda incesante de los argumentos que expliquen el presente, uniéndolo con el pasado (qué antes fue como esto, qué nos ha llevado hasta aquí) y dirigiéndolo hacia el futuro (sabremos evitar volver a caer en los mismos comportamientos, nos habremos superado a nosotros mismos). En el apocalipsis, en la tragedia, en la oscuridad, siempre hay motivos para la confianza y la esperanza en el género humano, en nosotros mismos. …Hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio…

Pero en “La peste” como en la vida nada es lineal, ni causa-consecuencia, sino que todo lo bueno es también potencialmente no bueno, y el esfuerzo por mejorarnos debe estar siempre presente. La estabilidad como tal no existe, o hacemos por ir a más, a conocer más y conseguir más, o dejaremos de comprender y perderemos la conexión con el mundo en que vivimos y no sabremos cómo hacer frente a los desafíos de cada día, tanto los que ya tenemos como los que hayan de venir. Es entonces, cuando del desconocimiento surge la desconexión y de ahí el enfrentamiento, y volvemos al punto inicial de ponernos en riesgo. …El mal que existe en el mundo proviene casi siempre de la ignorancia, y la buena voluntad sin clarividencia puede ocasionar tanto desastre como la maldad…

“Vivir en el alma” de Joan Garriga

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La vida es mucho más que cada uno de nosotros. Ninguna persona puede controlarla ni decidir su destino, podemos determinar las maneras en que la podemos vivir, pero el fondo, el devenir, va mucho más allá. Si fuera algo que cada individuo puede dirigir, ¿cómo sería la vida entonces siendo tantos lo millones de personas que habitamos la tierra? Nosotros no dirigimos a la vida, sino que es ella la que nos dirige a nosotros.

Partiendo de este planteamiento,  ¿cómo hemos de vivir la vida, tanto en general como la personal, la propia e individual? En “Vivir en el alma” Joan Garriga lo plantea a través de una serie de cuestiones que sirven para realizar una serie de sencillas pero profundas reflexiones al respecto.

Amar lo que es: ¿vivimos en el presente?

“Sí, claro”, será la respuesta de la mayoría. ¿Seguro? ¿En el aquí y ahora? ¿Es carpe diem algo más que una expresión en latín? Reflexionemos sobre el tiempo que situamos nuestra mente y nuestra actividad cerebral y energías en el pasado y en el futuro, y no en el aquí y ahora. Dándole vueltas a lo que pasó, a lo que se dijo y a lo que hubiéramos deseado que ocurriera, a la actuación que esperábamos de aquella persona,… Y viviendo mentalmente en un futuro sin puntos de conexión con el presente, o depositando en un tiempo por ocurrir esperanzas y expectativas con las que creemos que vamos a compensar las insatisfacciones y vacíos del presente del que huimos. ¿Dónde queda el presente? ¿El hoy? ¿El ahora? ¿Las situaciones, las personas, las posibilidades que realmente tenemos al alcance? Esas que están de verdad a un paso de poder ser conseguidas, experimentadas, sentidas,…, pero solo si previamente las miramos, consideramos, valoramos y nos abrimos a ellas.

Amar lo que somos: ¿nos aceptamos tal como somos?

Reformulo la pregunta en singular para que no quede duda alguna de su sentido e intención, ¿me acepto a mí mismo tal y como soy? ¿Te aceptas a ti mismo tal y como eres? En todos los sentidos, con las virtudes y defectos de mi personalidad y forma de ser, con las limitaciones y potencialidades de mis habilidades, con mi apariencia física, con las personas con las que me relaciono emocionalmente –la familia biológica y aquella con la que establezco lazos a lo largo de mi camino vital-,… Aceptar no es sinónimo de resignación, sino reconocer su existencia y nuestra relación, unidos como estamos a todo ello, que somos o es parte de nosotros, y como tal, asumirlo y darle su lugar, no negarlo. Ello nos ayudará a auto conocernos mejor, a no establecernos límites y en consecuencia ganar posibilidades de vivir, con elecciones más sabias y reflexivas, y por ende una vida más completa, satisfactoria y plena.

Amar a los que son: ¿aceptamos el mundo en el que vivimos tal y como es?

¿Cuántas veces a solas nos decimos que nosotros decidimos, que construimos el mundo en el que queremos vivir? ¿De verdad es así? ¿No será quizás al revés? ¿Que vivimos las posibilidades que el mundo nos ofrece en un momento de un camino que comenzó hace mucho tiempo atrás y que tiene aún un recorrido por hacer? ¿Qué creamos cada uno de nosotros? La respuesta aunque tajante quizás sea real: nada. Nada de lo que creamos es partiendo de la nada, sino de todo lo ya existente, hacemos evolucionar a partir de lo que nos hemos encontrado en el momento en que hemos surgido a la vida, del legado de los que estuvieron antes que nosotros. Una herencia que compartimos con otros muchos, desde con el que vive al otro lado de la calle en nuestro barrio, en una ciudad a cientos de kilómetros o en el otro lado del mundo. Compartida en igualdad de derecho de experimentarla, de maneras de convertirla en estilos de vida, de posibilidades de desarrollarla. Una igualdad que solo es tal siendo respetada, observada y vivida desde el diálogo, la convivencia y la aceptación de la diferencia de formas practicadas por los otros donde quiera que estén ya que tras ellas está un único y común fondo, la vida que nos acoge a todos, la que formamos entre todos en el momento presente pero que ya existía antes y lo seguirá haciendo cuando nosotros ya no estemos aquí.

Reflexiones para hacernos ver que cada uno de nosotros somos una pequeña parte de un mundo y de un conjunto que es mucho más que la suma de todos. Un algo, un todo, que es la vida y que es quien nos gobierna y nos guía, y no al revés como muchas veces nos creemos.

(imagen tomada de amazon.es)

“¿Dónde están las monedas?” de Joan Garriga Bacardí

Dónde estan las monedas

Mirar hacia atrás, a tu pasado y a tus orígenes, de manera agradecida. ¿Por qué? Porque el presente de cada persona es el resultado de su pasado, de las personas que le dieron inicio –sus padres- y los acontecimientos que moldearon su recorrido de vida. Y el momento actual es el que eres, con tus virtudes y fortalezas –también con sus debilidades-, con las potencialidades para construir el futuro que tienes por delante.

No aceptar el pasado –a tus padres y a los sucesos vividos- lleva a tener lagunas, huecos, vacíos, que lastran y que impiden un presente completo. Cuando esto ocurre, el presente se convierte en un pasado continuo, en un tiempo de nadie atemporal y sin localización, en el que no se edifica futuro y se niega el pasado vivido.

¿Qué supone aceptar el pasado? No renegar de él, no pedir que hubiera sido lo que no fue, en definitiva, aceptarlo tal cual fue. Esto no implica decir sí o sí que fue bueno, no, no es eso, sino no pretender cambiarlo y perderse en elucubraciones de lo que pudo o tuvo que haber sido. Somos quienes somos porque el pasado fue como fue, si el pasado hubiera sido otro –no necesariamente mejor- cada uno de nosotros seríamos diferentes –y no necesariamente mejores ni más felices-, alguien sin relación con la persona, actitudes y valores que somos hoy.

De manera breve y con un lenguaje sencillo, primero con un cuento y después con una reflexión a modo de ensayo, el psicólogo Joan Garriga nos ofrece su visión sobre cómo ser una persona completa viviendo el momento presente, integrando y uniendo desde el aquí y ahora el pasado con el futuro. ¿De acuerdo o no de acuerdo? ¿Fácil o difícil? Reflexión a la que incita esta lectura.