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«El laberinto mágico», excelente ejercicio de memoria

Impactante de principio a fin. Un texto que repasa perfectamente las mil caras que tuvo nuestra guerra civil desde el lado de los violentados y finalmente perdedores. Un compenetrado elenco actoral que da vida a esos compatriotas que se sentían nación y acabaron siendo miles de víctimas anónimas enterradas nadie sabe dónde. Un soberbio uso de un casi vacío espacio escénico que se convierte en todos los lugares en los que desarrolló la contienda, desde el frente y los despachos policiales a los dormitorios, los museos y los teatros.

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Se encienden las luces y el escenario adquiere la crudeza de aquellos grabados de Goya que no se sabe bien si pertenecen a la serie de la Tauromaquia o a la de los Desastres de la Guerra. Asistimos a una corrida de toros donde la bestia jaleada y sometida hasta la muerte no es otro animal que uno de los actores en la que es una de las claves de esta función, el soberbio trabajo corporal. En apenas unos segundos se crea una atmósfera que lo llena todo de luz y ruido, aparentemente anárquica y salvaje, pero profundamente etnográfica y vivencial para los allí presentes.

Al principio de la guerra civil, en el bando republicano todos se unieron para lanzarse a la defensa de sus ideales. Contagiados de la ilusión de los más jóvenes, se trasladaron hasta el frente convencidos de que la justicia de sus principios y la bondad de las buenas intenciones lo podrían todo. Pero rápido verían que las ensalzadas conversaciones entre convecinos sin experiencia existencial no tendrían nada que ver con la lucha cuerpo a cuerpo, a cientos de kilómetros de sus hogares, contra soldados de un levantamiento militar que eran mucho más fuertes al contar con el apoyo de los aplastantes recursos prestados por italianos y alemanes. Fue así como España dejó de ser un mapa para convertirse en el laberinto mágico que Max Aub describió en sus novelas, un estado donde las coordenadas geográficas pasaron a ser bombardeos, fusilamientos, hambre, traiciones, tortura y rutas de huida y evacuación.

Todos esos lugares y momentos a lo largo de tres años son los que José Ramón Fernández sintetiza con maestra fluidez  y Ernesto Caballero dirige sin dejarnos un segundo de respiro. Un perfecto collage en el que se tiene que evacuar el Museo del Prado, los teatros son utilizados como refugios frente a los aviones enemigos, los interrogatorios policiales resultan el paso previo a la desaparición y contar con un pasaporte la única posibilidad de, quizás, seguir con vida. Cuadros diferentes que se suceden con quince actores encarnando en multitud de registros y diversidad de acciones en Madrid, Valladolid, Alicante, Valencia o Barcelona a personas auténticas y reales, con nombres y apellidos a las que la historia no recuerda.

El laberinto mágico es un excelente trabajo creativo y un ejercicio de memoria. Un recuerdo de esa España que de tanto dividirse y no escucharse acabó torturándose a sí misma, forzó tanto la máquina de la confrontación que la lucha iniciada no se sabe cuándo, acabó convirtiéndose en un conflicto bélico que impuso tras su fin un silencio aún no resuelto. Una ausencia, un no conocer qué pasó exactamente que nos impide saber si hemos dejado ya de luchar, unos contra otros, en lo que no queda claro si fue esquizofrenia, paranoia, bipolaridad o sigue siendo un bucle continuo.

El laberinto mágico, en el Teatro Valle-Inclán (Madrid).

Olivia, Eugenio y Concha Velasco

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Que una obra cuente en su plantel de actores con Concha Velasco  es un gancho para acercarse al teatro. Tenerla como cabeza de cartel atrae tanto al público como a la crítica, la de Valladolid es un valor seguro de la escena. En el momento actual se junta la expectación por ver a la actriz actuando  de nuevo tras los sobresaltos médicos que la obligaron a interrumpir la gira de “Hécuba”, el desgarrador texto clásico con una impresionante interpretación  por su parte que actuó en Mérida en agosto de 2013 y con el que estuvo en el Teatro Español a principios de este 2014.

En “Olivia y Eugenio” quien quiera hacerlo podrá ver un paralelismo entre el personaje y la actriz. Olivia es una mujer mayo. Concha cumplirá 75 años el próximo día 29. Olivia se enfrenta al dictamen médico de la enfermedad. Concha acaba de superar un linfoma. Olivia pasó por un matrimonio más agrio que dulce. De la vida marital de Concha la prensa rosa nos ha mantenido siempre informados. Oliva luchó por mantenerse a sí misma levantando de la nada una galería de arte. A Concha su pasión por el teatro la ha llevado a la ruina económica y anímica más de una vez, con mucho humor lo contó en 2012 en “Yo lo que quiero es bailar”. Para Olivia su pasión es su hijo. Concha ha dejado claro muchas veces que su prioridad, aún más allá de la interpretación, es su familia.

Cuando comienza la función Concha se disuelve, desaparece, y solo está Olivia. Desde el momento en que se encienden las luces hasta que comienzan los aplausos hora y media después solo hay un personaje al que Concha le cede su cuerpo y lo recrea a través de sus suspiros, de sus movimientos, de los cambios de tono de su habla, que la llevan de la sonrisa a las lágrimas, a momentos ácidos y a pequeñas gotas de humor negro, e iluminando a la platea completa con sus miradas cargadas de amor y devoción por su hijo. Concha es grande, muy grande, convierte el escenario en un corazón gigante que late a la par que ella da riego sanguíneo al de Olivia.

Concha es también generosa, toda su energía va destinada a que las tablas sean un espacio compartido con los demás actores y no el lugar en el que hacerles sombra con su maestría. Con su propia actuación les hace a ellos también protagonistas, se hace secundaria cuando ellos hablan. La vi hacer esto mismo años atrás en “La vida por delante” con el joven Víctor Sevilla, y ahora aquí de nuevo con Hugo Aritzmendiz, el actor que comparte con su personaje el tener síndrome de Down (se alterna con Rodrigo Raimondi en la interpretación de Eugenio). ¿Hay un truco para ello? La única respuesta a la que llego es la de su actitud, sus ganas, su ilusión de hacernos sentir a los que estamos pegados en la butaca.

Tan fantástica resulta Concha que se nos puede olvidar que detrás hay un director que es quien ha establecido las pautas con las que el texto toma vida, y ese responsable es en este caso José Antonio Plaza. Entre ambos dan al texto de Herbert Morote la vida que parece faltarle en algunos momentos por su linealidad. Sin embargo, no hay nada que Concha no consiga transformar en matices y detalles que se transforman en sensaciones plenas e intensas para los que seamos testigos de su arte. Motivo este por el que merece la pena, y mucho, acercarse al Teatro Bellas Artes de Madrid antes del 25 de enero para conocer a “Olivia y Eugenio”.