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«La casa de Bernarda Alba», la ópera

Federico, que sepas que estos días se puede ver en Madrid una versión musical de tu obra. Tú nunca llegaste a verla representada, pero el montaje engancha de principio a fin, no hay nada de lo que tu texto transmite que no se vea en escena –excelente escenografía e iluminación- y se sienta en el estómago –inmejorable elenco y fantástica partitura-.

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Las horas pasan y el recuerdo sigue vivo. Todo un reto para quien decidiera darle forma de canto a las palabras como cuchillos de tu tragedia, quizás por aquello que contabas en tus entrevistas de que tu propósito era ir más allá del drama y hacer actual el espíritu del teatro clásico. Aquel en el que el coro le daba a sus intervenciones un aire de trascendencia que convertía lo aparentemente anecdótico en una lección universal sobre el comportamiento humano.

El silencio ambiental que impone tu texto, en el que cada intervención tiene una mezcla de solemnidad, transparencia y verdad que lo llena y lo domina todo, ha sido aquí sustituido por una composición musical que capta perfectamente esa miscelánea de desasosiego e inevitabilidad de lo que lo que no puede ser posible pero no tiene más opción. Un algo invisible, pero muy presente a la vez, que cumple una serie de leyes no escritas que a pesar de su injusticia dan orden, equilibrio y jerarquía a ese pequeño mundo que no necesita puertas ni paredes para hacer sentir sus candados y sus muros a los atrapados en él .

Una compleja sinfonía musical firmada por Miquel Ortega que te agarra, te tensa, te sacude y te lanza sin aviso ni cuidado alguno entre las distintas corrientes de aire seco de las voces de Bernarda Alba, de las de sus cinco hijas (Adela, Amelia, Angustias, Magdalena y Martirio), su madre y su criada Poncia. Complementándolas, una escenografía de paredes encaladas y luz fría que hace muy patente esa casa, esa cárcel, ese lugar finito en el que la verdugo impone con su absolutismo el encierro a sus hijas tras la muerte de su padre, una cueva que con la aparición de la lozanía, la masculinidad, la hombría y el simbolismo de Pepe el Romano se convierte en un avispero en el que todas ellas están dispuestas a destruir cuanto sea necesario con tal de sobrevivir emocionalmente.

Elementos que se funden en un libreto en el que Julio Ramos adapta operísticamente de manera muy lograda y respetuosa lo que tú escribiste y unas voces e interpretaciones que hacen muy patente la lucha entre el poder, el deseo, la voluntad, la obediencia, las apariencias, las contradicciones y la carne que se vive en ese grupo de mujeres. Lo que todas ellas juntas logran nos hace ver que sus exigencias, demandas, argumentos, anhelos y peticiones no tienen fecha, no eran exclusivas de la Andalucía rural de cuando escribiste el texto, eran similares a las de muchos otros lugares en tiempo anterior y se siguen dando en nuestro hoy actual en otras tantas coordenadas del mundo.

Y aunque todo el elenco está perfecto, siendo el resultado final mucho más que la suma de sus individualidades, cabe destacar por sus papeles a Nancy Fabiola como la estricta Bernarda Alba y a Carmen Romeu como la joven, viva y resuelta Adela, así como por las notas de humor que ponen Julieta Serrano, como esa madre y abuela que parece escapada del inframundo, y Luis Cansino, como la deslenguada Poncia que sabe tanto como dice y cuenta tanto como piensa.

No te puedes imaginar la honda impresión que causa ver un patio de butacas sin una plaza libre en el que todo el mundo está conectado con lo que sucede sobre el escenario y cómo rompe a aplaudir en cuanto desciende el telón al final de la representación.

Larga vida a tu obra Federico y larga vida a esta versión de La casa de Bernarda Alba.

La casa de Bernarda Alba, en el Teatro de la Zarzuela (Madrid).

“Vueltas al tiempo” de Arthur Miller

No son estas una memoria al uso. No es un relato cronológico cargado de fechas, lugares y nombres. Es más bien una reflexión sobre los principios que guiaron a Arthur Miller en cada momento y faceta de su vida en una dicotomía continua entre el pensamiento y la acción, los valores teóricos y la realidad práctica, sus circunstancias y deseos y el intento de imposición del entorno. Décadas de un escritor que son también las de un ciudadano político, empeñado en comprender cómo funciona el mundo.

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Arthur Miller tenía ya 73 años cuando publicó esta autobiografía en 1988. Para medio mundo era el fantástico dramaturgo que había escrito textos tan impactantes como Las brujas de Salem, El precio o Después de la caída. Para los amantes del cotilleo cinematográfico, uno de los ex maridos de Marilyn Monroe. Y para los estudiosos de la reciente historia americana uno de los muchos acusados de comunismo por el obsesivo senador McCarthy a principios de la década de los 50. Todos ellos encontrarán respuestas en este volumen que es también una demostración de la profunda, detallada e introspectiva prosa que tenía este autor cuando optaba por escribir narrando en lugar de dialogando.

Miller rememora su niñez como si fuera una secuencia cinematográfica encuadrada desde el suelo, el plano subjetivo desde el que se percibe lo que sucede a tu alrededor cuando apenas llegas a la cintura de tus progenitores. Una familia judía, emigrante del Este Europeo que tras el crack del 29 recordaría el pasado como un tiempo de holgura económica perdida y oportunidades empresariales –haber invertido en la 20th Century Fox- no aprovechadas. Los desesperantes años 30 marcaron el carácter de un joven que quedó impactado por la dificultad de encontrar un puesto de trabajo, lo que una vez conseguido, y tras muchos meses de ahorro, le permitió acceder a la educación universitaria. Años de pesimismo y de debacle social que EE.UU. pareció olvidar con la sobredosis de exacerbado patriotismo que supuso su liderazgo del bando aliado en la II Guerra Mundial.

Tras el conflicto comenzó la gran crisis ideológica. El capitalismo occidental había hecho, hasta entonces, del comunismo soviético su aliado, pero en ese momento comienza a ser visto como el nuevo enemigo y convertido, por obra y magia de la manipulación, en la gran amenaza, no solo bélica y política, sino también social. Por su parte, la URSS traicionaba a los que, como Miller, habían creído en ella y en su supuesto sistema de equidad para todos sus ciudadanos. Así fue como la locura conservadora del McCarthismo se ensañó especialmente con personalidades como la de este autor, empeñado en denunciar las desigualdades, pero al tiempo, viéndose defraudado por aquellos referentes que le habían valido para conformar su pensamiento.

El creador de La muerte de un viajante contaba para entonces con el favor del público que frecuentaba los circuitos teatrales que hoy llamaríamos off, pero no así el de la gran crítica –esa que seguía lo que marcaba el New York Times– y de los empresarios, que casi siempre pusieron frenos a sus obras por temor a que no fueran comerciales. Una falta de sensibilidad y miras culturales que parecía ser dueña de Broadway ya en la primera mitad del siglo XX, y al que Miller acusa de ser raíz de uno de los muchos males del infantil, simple y pacato pensamiento de buena parte de los norteamericanos.

Muchos de estos le descubrieron cuando él quedó prendado de Marilyn Monroe y comenzó a entender que la vida y el matrimonio tenían que ser más un carpe diem que un contrato indisoluble hasta el fin de la vida terrenal. Sin embargo, el vínculo que comenzó como un alivio de las inquietudes de cada uno no se sostuvo con el tiempo. La supuesta medicina que se proporcionaban recíprocamente resultó ser un placebo que, una vez descubierto, hizo que el uno para el otro no fueran más que fuente de desequilibrio e insatisfacción, y en consecuencia, también, de dolor. Una relación que dejó muchas páginas en la prensa amarilla, más fotos aún delante y detrás de los focos y un guión y una película, Vidas rebeldes, que demuestra que la capacidad creativa de Miller llegó también al séptimo arte.

Después llegaría su matrimonio con la fotógrafa Inge Morath y el sosiego interior que da la madurez. Con ella indagaría a través de sucesivos viajes en la huella que los conflictos bélicos habían dejado en Europa y como aquellas duras lecciones eran olvidadas poco tiempo después, tal y como quedaba demostrado con las sucesivas guerras, como Corea y Vietnam, en que se involucraba EE.UU. Esta es la etapa de su vida en que dedicó aún más energía a su convencimiento de que la creación literaria es un mecanismo para plantearnos qué modelo de convivencia estamos elaborando para relacionarnos, tanto con los que comparten una manera de ver la vida similar a nosotros, como con los que lo hacen de manera diferente. Desde su cargo como Presidente de la asociación mundial de escritores, PEN International, ejerció en la segunda mitad de la década de los 60 de vínculo entre autores de diversos lugares del mundo (desde Latinoamérica a la órbita soviética) para ayudar a tender puentes para la convivencia entre la libertad, tanto personal como de expresión, y las dos ideologías tan aparentemente opuestas en que se dividía Occidente.

Quizás fue esta la máxima que siempre persiguió Arthur Miller y que plasmó de distintas maneras en las obras que escribió tanto para ser representadas en un escenario como ante un micrófono radiofónico, además de alguna novela. Textos y montajes con los que, como en Vueltas al tiempo, a través de situaciones aparentemente pequeñas –la convivencia familiar o el enfrentamiento entre lo deseado y lo conseguido- nos traslada a conflictos, realidades y aspiraciones que no entienden de lugares ni de tiempos y tras los que está el deseo humano y universal de verse libre de cadenas y de imposiciones.