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«He nacido para verte sonreír»

El vínculo entre una madre y un hijo es eterno, constante, profundo, íntimo. No hay silencios, impedimentos o retos que puedan con él. Siempre estará ahí, tal y como lo expresa Isabel Ordaz, eterno, vigente e incorruptible, y como se lo devuelve Nacho Sánchez, etéreo e invisible, pero haciendo que con su sola presencia, con su cuerpo, lo llene todo. Pablo Messiez resulta una vez más, gracias a su delicadeza y empatía, un maestro creando y transmitiendo emociones.

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Santiago Loza disecciona con gran pulcritud y sencillez el sentido, el espíritu y la vivencia de la maternidad imaginando el último día juntos de una madre y un hijo. Después de los nueve meses en que él se estuvo formando dentro de ella, de los muchos años en que han compartido tiempo y techo, ahora ha llegado el momento de poner distancia. Normalmente los descendientes se marchan porque se independizan, pero en el escenario de la Abadía no es eso lo que va a ocurrir. Aquí, y en cuanto el padre llegue a casa, el hijo será trasladado a un centro médico en el que quedará ingresado para ser cuidado y atendido conforme a lo que demanda su estado mental.

Esperando a que llegue la hora de partir, ella es la que, tal y como ha sido siempre, habla, piensa y decide por los dos. La que nos cuenta cómo es el día a día de esta familia, causando sonrisas con las anécdotas del personal de servicio que les atiende, dándonos a conocer los valores por los que se rige su hogar y la prolongada historia que hay tras esta jornada, toda una vida en común que se inició el día en que se casó décadas atrás. Él no tiene discurso porque no le surge, porque no sabe elaborarlo, pero lo que sí sabe hacer es estar. Su cuerpo es el medio a través del cual se comunica, unas veces con su mera presencia, otras con su movimiento, las miradas de sus ojos y los sonidos de su garganta.

Isabel Ordaz construye una mujer que es también madre y esposa, un ser comprometido con lo que le ha dado la vida, con ironía y aparente buen humor, pero en cuyo cuerpo se dejan ver ya las señales del cansancio y el sacrificio que conlleva un hijo que nunca llegó a convertirse en un adulto, que nunca ha dejado de ser un niño de corta edad. Al comenzar la función parece que Nacho Sánchez va a ser el elemento necesario para el trabajo de Isabel. Sin embargo, su mudez no le convierte en parte de la escenografía ni le resta protagonismo, no es más que un hándicap que el que fuera una de las revelaciones de La piedra oscura convierte en una de las fortalezas de su interpretación. El trabajo corporal que Sánchez realiza es algo mágico, pura virtuosidad, cómo sin articular palabras se puede decir tanto.

Detrás de todo ello una atmósfera que se va formando poco a poco, sin premuras ni prisas, pero también sin pausa. Al mismo ritmo con que el texto profundiza en el presente y el pasado, la individualidad de cada personaje, la dualidad que conforman y la familia de la que son parte, la dirección de Messiez hace que se cree una comunión que va más allá de la de los actores con sus papeles para pasar a ser la de lo que sucede en escena –mostrándose, ofreciéndose y entregándose- con un público que sale de la sala afectado y conmovido no por lo que ha visto, sino por lo que ha sentido.

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He nacido para verte sonreír, en el Teatro de la Abadía (Madrid).

 

In perfect unison

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Mientras en nuestro país se extienden hasta el infinito la tontería y la estupidez con la excusa del ébola, yo me debato en el absurdo de ordenar un recuerdo que no sé si es pasado, presente o atemporal. Las televisiones y las radios dedicaron sus primeros minutos hace semanas a algo que nos parecía lejano, una enfermedad que comenzaba a cobrarse víctimas a miles de kilómetros. Y a apenas unos cuantos de mi casa, en mi trayecto diario hacia el trabajo, yo coincidía contigo por primera vez en un vagón de metro. Compartí con los espectadores más hipocondríacos la misma sensación, ellos llevados por su obsesión, y yo por la realidad de mis sentidos. Me mirabas, eso fue lo primero de lo que me di cuenta, antes de saber que existías o de cómo eras físicamente, tú me observabas. Sin usar palabras, no sé cuál era el interrogante que me planteabas pero no pude evitar tener otra respuesta que un sí. No era capaz de aguantarte la mirada, y la sensación física, aun alterándome, resultaba placentera. Era casi incómodo que no fuera algo sexual, me habías tocado algo más allá, más dentro, quizás con una sola mirada habías conseguido llegar hasta esa parte de mí que solo yo elijo quien puede ver, mi intimidad.

Eso fue ya la primera vez, cosas que pasan me dije. En la segunda ocasión pocos días después, otra vez lo mismo, sentí enrojecer y cómo mis piernas se clavaban al suelo, no podía moverme. A la tercera hondeé en mí para descubrir el punto en el que estabas influyendo, viajé en mis referentes internos hasta los chacras hindúes y aterricé en el número uno, ese que simboliza la tierra y donde residen el instinto y la supervivencia, la sensación de seguridad. Ese día bajé del vagón tras los quince minutos de trayecto conjunto a apenas un metro de distancia de ti decidido a que en la siguiente ocasión hablaríamos. Y parecía que no íbamos a ser capaces, yo te miraba cuando tú no lo hacías, tú a mí cuando yo retiraba los ojos, hasta que en este cuarto encuentro surgieron dos sonrisas espontáneas y probablemente a la par se nos escapó un “hola”. Comenzamos a hablar y cuando llegamos al final del trayecto del cercanías nos intercambiamos los números de teléfono.

Te envié dos mensajes en los siguientes días a los que me contestaste enseguida, de haber un tercer contacto decidí que tendría que ser iniciado por ti. Y cuando había decidido pensar que no se iba a dar tal ocasión, sonó el móvil: “¿Te espero en el metro al salir del trabajo?” Media hora después dos medias sonrisas viajaban por el subsuelo de Madrid hacia el centro de la ciudad. Buscamos una terraza y allí no sentamos a charlar alternando cañas, para ti, y copas de rioja, para mí. De los lugares a los que hemos viajado al último libro leído, del deporte que practicamos al qué nos dedicamos profesionalmente y qué habíamos estudiado, así poco a poco los centímetros que nos separaban en la mesa parecían reducirse a medida que pasaban los minutos, formando incluso un par de horas y quizás solo un palmo de tus ojos a los míos. Yo disfrutaba y tus ojos también, y yo lo hacía aún más viendo que tú disfrutabas, y doy por hecho que tu disfrute se acrecentaba con el mío. Estaba claro que en el terreno de las palabras, en el de decirnos y escucharnos, había una clara y evidente conexión.

Dejamos atrás a la camarera que nos cobró y comenzamos a pasear por calles con nombre de naciones sudamericanas. Tu hombro se pegaba al mío cada vez que me decías algo en lo que ya daba igual el qué, lo que me llegaba era el ánimo de la sonrisa, del buscarme. Y sabía que iba a pasar, pero no me importaba esperar, el goce del nervio, del momento y la tensión previa sabían a dulce excitación, a ese momento cuando eras niño y te disponías a abrir cuidadosamente la gran caja envuelta en papeles de colores y un gran lazo que encontrabas al despertar el día de tu cumpleaños. Deseaba que ocurriera, te miraba a los ojos y lo pedía, y te decía que sí, igual que tú me lo estabas diciendo a mí, y la única interrogante en el estrecho espacio entre los dos era quién daría el paso, si tú o yo. Lo siguiente que ocurrió fue que te estaba besando. No sé cómo fueron los últimos segundos previos, pero supongo que resultaron ser una coreografía en absoluta coordinación, un número de dos in perfect unison.

Después…, qué más da qué pasara después. Unos momentos se prolongan y otros no, algunas historias ni siquiera se inician, pero las sensaciones, las emociones del camino recorrido hasta llegar a ese beso, esas sí que perduran. Una vez sentidas y vividas, te las llevas contigo y el siguiente beso, sea contigo, o contigo…, o contigo…, será más, mucho más.

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(Fotografías tomadas en Madrid, 10 de septiembre, y Viena, 6 de agosto de 2014).

“Vivir en el alma” de Joan Garriga

VivirEnElAlma

La vida es mucho más que cada uno de nosotros. Ninguna persona puede controlarla ni decidir su destino, podemos determinar las maneras en que la podemos vivir, pero el fondo, el devenir, va mucho más allá. Si fuera algo que cada individuo puede dirigir, ¿cómo sería la vida entonces siendo tantos lo millones de personas que habitamos la tierra? Nosotros no dirigimos a la vida, sino que es ella la que nos dirige a nosotros.

Partiendo de este planteamiento,  ¿cómo hemos de vivir la vida, tanto en general como la personal, la propia e individual? En “Vivir en el alma” Joan Garriga lo plantea a través de una serie de cuestiones que sirven para realizar una serie de sencillas pero profundas reflexiones al respecto.

Amar lo que es: ¿vivimos en el presente?

“Sí, claro”, será la respuesta de la mayoría. ¿Seguro? ¿En el aquí y ahora? ¿Es carpe diem algo más que una expresión en latín? Reflexionemos sobre el tiempo que situamos nuestra mente y nuestra actividad cerebral y energías en el pasado y en el futuro, y no en el aquí y ahora. Dándole vueltas a lo que pasó, a lo que se dijo y a lo que hubiéramos deseado que ocurriera, a la actuación que esperábamos de aquella persona,… Y viviendo mentalmente en un futuro sin puntos de conexión con el presente, o depositando en un tiempo por ocurrir esperanzas y expectativas con las que creemos que vamos a compensar las insatisfacciones y vacíos del presente del que huimos. ¿Dónde queda el presente? ¿El hoy? ¿El ahora? ¿Las situaciones, las personas, las posibilidades que realmente tenemos al alcance? Esas que están de verdad a un paso de poder ser conseguidas, experimentadas, sentidas,…, pero solo si previamente las miramos, consideramos, valoramos y nos abrimos a ellas.

Amar lo que somos: ¿nos aceptamos tal como somos?

Reformulo la pregunta en singular para que no quede duda alguna de su sentido e intención, ¿me acepto a mí mismo tal y como soy? ¿Te aceptas a ti mismo tal y como eres? En todos los sentidos, con las virtudes y defectos de mi personalidad y forma de ser, con las limitaciones y potencialidades de mis habilidades, con mi apariencia física, con las personas con las que me relaciono emocionalmente –la familia biológica y aquella con la que establezco lazos a lo largo de mi camino vital-,… Aceptar no es sinónimo de resignación, sino reconocer su existencia y nuestra relación, unidos como estamos a todo ello, que somos o es parte de nosotros, y como tal, asumirlo y darle su lugar, no negarlo. Ello nos ayudará a auto conocernos mejor, a no establecernos límites y en consecuencia ganar posibilidades de vivir, con elecciones más sabias y reflexivas, y por ende una vida más completa, satisfactoria y plena.

Amar a los que son: ¿aceptamos el mundo en el que vivimos tal y como es?

¿Cuántas veces a solas nos decimos que nosotros decidimos, que construimos el mundo en el que queremos vivir? ¿De verdad es así? ¿No será quizás al revés? ¿Que vivimos las posibilidades que el mundo nos ofrece en un momento de un camino que comenzó hace mucho tiempo atrás y que tiene aún un recorrido por hacer? ¿Qué creamos cada uno de nosotros? La respuesta aunque tajante quizás sea real: nada. Nada de lo que creamos es partiendo de la nada, sino de todo lo ya existente, hacemos evolucionar a partir de lo que nos hemos encontrado en el momento en que hemos surgido a la vida, del legado de los que estuvieron antes que nosotros. Una herencia que compartimos con otros muchos, desde con el que vive al otro lado de la calle en nuestro barrio, en una ciudad a cientos de kilómetros o en el otro lado del mundo. Compartida en igualdad de derecho de experimentarla, de maneras de convertirla en estilos de vida, de posibilidades de desarrollarla. Una igualdad que solo es tal siendo respetada, observada y vivida desde el diálogo, la convivencia y la aceptación de la diferencia de formas practicadas por los otros donde quiera que estén ya que tras ellas está un único y común fondo, la vida que nos acoge a todos, la que formamos entre todos en el momento presente pero que ya existía antes y lo seguirá haciendo cuando nosotros ya no estemos aquí.

Reflexiones para hacernos ver que cada uno de nosotros somos una pequeña parte de un mundo y de un conjunto que es mucho más que la suma de todos. Un algo, un todo, que es la vida y que es quien nos gobierna y nos guía, y no al revés como muchas veces nos creemos.

(imagen tomada de amazon.es)