El día que recibió el Premio Nobel de Literatura, este autor turco dedicó su intervención a contar cómo su padre le transmitió la vivencia de la escritura y el poder de la literatura, haciendo de él el autor que, tras treinta años de carrera y siete títulos publicados, recibía este preciado galardón en 2006. Un discurso que esta publicación complementa con otros dos de ese mismo año en que explica su relación con el proceso de creación y de lectura.

Cuando era niño y soñaba con ser pintor, Orhan vio multitud de veces a su padre escribiendo en casa, tantas como las que ojeó los cuadernos manuscritos con que volvía en su equipaje de sus viajes a París. Una maleta que le entregó muchos años después, llena de papeles, de todo lo que había escrito –tanto con ánimo creativo como simplemente expresivo- a lo largo de su vida, dándole la libertad, el poder y el mandato de que decidiera qué hacer con ella y lo que guardaba.
De esta manera, ese objeto adquiría un carácter de herencia y testimonio vital que tras la parálisis inicial que le produjo, le impulsó a realizar un viaje interior en el que después de repasar la figura de su padre, su papel como progenitor y la relación entre ambos, llegó a una conclusión tan sorprendente como sosegante. Darse cuenta y aceptar que su destino como escritor había sido posible gracias a lo que su mayor había construido previamente y que él había prolongado haciéndolo suyo.
Esto le hizo también darse cuenta de cómo su educación había estado marcada por la oposición, transmitida por su progenitor, entre el legado otomano, considerado como un pasado anticuado, y la adopción de estándares occidentales, vistos como lo moderno, durante la formación de la república de Turquía. Una tensión que –según se deduce de sus palabras- no le generó desequilibrio alguno y que le permitió adentrarse en la forma narrativa occidental por excelencia, la novela. Medio con el que ha dado voz a los personajes –con sus circunstancias, vivencias y valores- que habitan la ciudad en que nació y que protagonizan buena parte de su obra, Estambul, y que desde allí viajan a lo largo y ancho del país o se trasladan a otras partes del mundo.
Un ejercicio de consciencia, resultado también de la constancia con que ha practicado la escritura, su pasión y dedicación, y su manera de ser en la vida. Un trabajo que el autor de El museo de la inocencia practica desde hace más de cuatro décadas en estricta soledad, encerrado en una habitación durante diez horas diarias. En el que tiene en mente tanto a los autores a los que admira, Montaigne o Dostoievski, como a los lectores que se adentran en sus historias y con los que siente conformar una comunidad, independientemente de dónde estén. Que le permite dar forma expresiva a ese mundo aparentemente invisible pero que está ahí fuera y que percibe a través de las emociones y sensaciones que le genera, materializando así realidades que de otra manera no llegaríamos a conocer, perdiendo la ocasión de enriquecernos con lo que nos hacen reflexionar sobre nosotros mismos a partir de ellas.
La maleta de mi padre, Orhan Pamuk, 2007, Literatura Random House.