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“¿Qué estás mirando? 150 años de arte en un abrir y cerrar de ojos” de Will Gompertz

Desde el Impresionismo, Gauguin y Cézanne hasta el streetart de Bansky y el activismo político de Ai Weiwei pasando por todos los movimientos artísticos del último siglo y medio. Un entretenido e instructivo viaje por las motivaciones, retos y logros de cada período a través de lo expresado en sus manifiestos, lienzos, esculturas o instalaciones por figuras hoy ya indiscutidas y otras aún pendientes de ser reconocidas por algunos segmentos del público (artístico, académico o generalista).   

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Rara es la subasta en la que no se pagan decenas de millones por las obras de los autores impresionistas,  artistas a cuyas exposiciones acudimos en masa en cualquier lugar del mundo. Pero en su día tuvieron que buscarse un local para conseguir que sus óleos fueran vistos por el público ya que todas las instancias oficiales del París de la década de 1870 les negaban tal posibilidad por no seguir la pauta del estricto academicismo imperante. Los pocos que fuera de su círculo más íntimo vieron sus lienzos, consideraron a Van Gogh un loco inútil que malgastaba el óleo que aplicaba sobre sus telas. Poco tiempo después, la furia expresiva que manifestaban esas pinceladas se convirtió e uno de los motivos por los que el holandés ha sido desde entonces una de las figuras más destacadas e importantes de la historia de la pintura.

Son solo dos ejemplos con los que Will Gompertz  nos muestra cómo lo que hoy consideramos pasos consolidados de la evolución del arte, fueron en su momento ignorados, discutidos o despreciados. Una tónica que se ha seguido repitiendo cada vez que un artista proponía algo diferente, ya fuera innovando en cuanto a aspectos técnicos (integrando en las obras elementos de la vida cotidiana a la manera del arte conceptual), inspiracionales (tomando como propios los principios de la ciencia de la física como hacía el futurismo, o indagando en la antropología, he ahí el cubismo), intencionalidad (no solo estética, sino también política, valga como ejemplo el posmodernismo) o punto de vista (buscando otras caras de la realidad y no únicamente la de su lado más bello y socialmente amable, tal y como se propuso el expresionismo alemán).

Siglo y medio intenso, prolífico y enriquecedor, lleno de nombres –Picasso, Duchamp, Brancusi, Kandinsky, Pollock, De Kooning, Warhol, Lichtenstein,…- que admiramos, valoramos y respetamos hasta que llegamos a un hoy en que el arte no es una historia pasada, sino que es también un relato que sigue evolucionando y se está escribiendo en tiempo real.  Llegados a este punto, el que fuera director de la Tate Gallery se aventura a responder en qué momento de la historia del arte estamos. Con el mismo enfoque directo, divulgativo y relacional con que nos ha llevado hasta este último capítulo de ¿Qué estás mirando?, y sin las petulancias que muchas veces encontramos en escritos sobre este mundo, Gompert explica cómo hemos ido más allá del posmodernismo hasta situarnos en un punto en que muchas veces tenemos la sensación de que todo vale.

La combinación de capitalismo sin límites y ruido mediático en que vivimos ensucia y maquilla el presente a partes iguales haciéndonos creer que la creación e investigación artística se mueve hoy en día en base a las cotizaciones que consigue en las subastas y por su capacidad para generar titulares. Aspectos que tienen algo de cierto, pero que también son utilizadas por los autores actuales para llegar un poco más allá, ofrecer lo nunca conseguido antes e impactarnos tanto visual como intelectualmente. He ahí el transgresor Damien Hirst (el de los animales en formol), el certero Sheperd Fairey (universal su cartel de Barack Obama) o el siempre descarado Jeff Koons (aunque también despierte sonrisas amables con su Puppy a las puertas del Guggenheim de Bilbao). El arte sigue vivo y actuando como un perfecto espejo de quiénes y cómo somos y quizás por eso no nos gusta la imagen de paradoja, manipulación y sensacionalismo que nos devuelve.

«Bitch, she’s Madonna»

Marie Louise Veronica Ciccone es la reina del pop desde que lanzara su primer álbum en 1983. Un referente mundial no solo de este género musical, sino de una industria a la que ha hecho evolucionar con su empeño, trabajo y ambición y a la que ha utilizado como altavoz tanto para expresarse creativamente como para defender social y políticamente aquellas causas y principios en los que cree.

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Además de una cantante de gran éxito, Madonna es, o ha sido a lo largo de su ya larga carrera, actriz, bailarina, compositora, productora, empresaria,… y muchas cosas más en las que ha puesto siempre todo su empeño para conseguir el aplauso de su público a la par que ofrecer o transmitir algo de sí misma. Esto es lo que nos cuentan de manera perfectamente coordinada los distintos capítulos de este ensayo (bravo Dos Bigotes por vuestra primera incursión en este género) que analizan al personaje del que muchos somos fans, en todas aquellas facetas en las que ha sido protagonista.

La mujer que con 13 discos de estudio publicados, y un legado de decenas de canciones y videoclips excepcionales, más copias ha vendido en todo el mundo en la historia de la música; show woman con 10 exitosas giras realizadas por cantidad de países ante millones de personas; portavoz sin medias tintas de causas como la visibilidad de la diversidad sexual o la lucha contra el sida; referente para el feminismo; empresaria de éxito; productora, directora y actriz de cine. Logros indudables que muchas veces siguen quedando escondidos tras el ruido –en ocasiones interesadamente machista- de las etiquetas de escándalo y provocación con que su figura y carrera han sido criticadas, cuando no denostadas, sin descanso.

Pero como demuestra el múltiple enfoque de La reina del Pop en la cultura contemporánea, la brillante innovación que ha definido los éxitos artísticos de sus proyectos, el debate social generado en muchos momentos a lo largo de estas tres décadas y el buen efecto que la pátina del tiempo está dando a muchos de sus trabajos, deja claro que tras todo ello ha estado siempre una constante, exigente y perfeccionista profesional con una gran intuición y una excepcional visión creativa y comercial; una trabajadora que nunca descansa y que ha sabido acompañarse de otros creadores de talento excepcional para conseguir –o si no, quedarse cerca- los mejores resultados posibles; además de una persona siempre fiel a sí misma.

Si algo queda claro es que Madonna ha manejado con gran acierto desde que llegó a Nueva York en 1978 las claves del negocio en el que se propuso hacer carrera. Es por ello uno de los máximos exponentes e impulsora de la brutal transformación que el negocio de la música ha experimentado desde entonces.

Un sector que ha pasado de dedicarse a promocionar solistas o grupos para vender álbumes, a construir iconos que ofrecen espectáculos en vivo que beben de la ópera, el teatro, el cabaret o el circo, que se relacionan con su público convirtiéndose en protagonistas de un universo audiovisual que impacta tanto o más que el de las estrellas cinematográficas, obtienen ingresos por vías múltiples (merchandising, diseño de ropa, escribiendo libros, publicitando marcas,…) y utilizan su imagen pública para dar voz a aquellas causas con las que se identifican.

Con todo este bagaje, está claro que Madonna tiene mucho que decir sobre cómo será el futuro de la música y de la industria del espectáculo, así como del papel que ambas habrán de desempeñar en nuestra sociedad.

«El balcón» de Jean Genet

La balaustrada de esta representación es el lugar desde el que los elegidos miran con aires de superioridad a sus súbditos. Es también la ventana que cierran para, de vuelta en el interior, dar rienda suelta a sus más bajos instintos. Un burdel donde muestran su parte animal y las personas que son consigo mismos dialogan esquizofrénicamente con los personajes que son para los demás. Jean Genet vomita con inteligencia la absurdez del ser humano, haciendo de ella el arma, el escenario y la consecuencia de su megalomanía.

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Un coronel que gobierna soldados, un obispo que conduce almas, un juez que condena a los culpables. Formados para vencer, para desterrar al mal, para hacer justicia. Líderes que se quedan al otro lado del espejo, reflejos muy lejanos de ese hombre que exige rendición a la mujer que se encierra con él, a la que le viste, ante la que se arrastra suplicando que le permita ejercer su papel. Una casa de latrocinio que es un oasis de relax, una isla amurallada a salvo de la rebelión extramuros, en la que lo que ocurre quizás no sea real, aunque sí verdad, ni las personas que transitan por ella sean auténticas, aunque sí los personajes que encarnan.

El sexo y el desnudo físico es el marketing eficaz, la medusa que atrae con su promesa de placer y sensualidad, una puerta de entrada a algo más oscuro y recóndito, sin lógica ni razón, resbaladizo y camaleónico, salvaje y escurridizo, que se asoma altivo y solemne al balcón que da a la calle para después arrastrarse sinuosamente por el suelo cuando nadie es testigo de él. En este lugar las personas, las mentes y los cuerpos juegan a ser quienes desean ser, pero sin estar dispuestos a renunciar a lo que son fuera de allí. Dos papeles muy alejados, dos caras que nunca se ven, pero unidas en una sucia simbiosis de dependencia, incongruencia e hipocresía.

Ese es el género humano que Jean Genet había conocido y experimentado en los 46 años de vida que tenía cuando estrenó El balcón.  Tiempo en que vio cómo dos guerras mundiales habían matado millones de personas, las familias se traicionaban, los vecinos se vendían y jóvenes como él habían comido lo conseguido en la calle, yendo de cama en cama, de abuso en abuso y de delito en delito. Una experiencia que está tras la supervivencia, la inteligencia, la habilidad y la ausencia de una norma o moral establecida que puede sentirse en todas y cada una de las escenas de esta obra.

Un texto provocador no solo por mostrar mujeres con los pechos descubiertos u hombres vestidos de cuero manejando un látigo para humillar, sino transgresor por hacer de estos elementos recursos necesarios en su propuesta teatral. Muestras de lo profundamente deseado, pero nunca reconocido ni expresado verbalmente y que Genet utiliza de esa manera, integrándolos en lo visual del escenario, en lo gestual de sus actores, pero sin llegar a darles palabras. De esa manera carga su texto y su representación de una tensión tan inteligente como inevitable, que no hace sino aumentar, reforzar y verse apoyada por unos diálogos sagazmente mordaces que revelan a un ser humano hambriento de poder, egoísta, manipulador y banal.

El balcón, Jean Genet, 1957, Alianza Editorial.