Cuando comenzó la función a las 20:30 este era el número de butacas ocupadas en el Teatro Marquina. Hora y media después todos salíamos con la sensación de no haberle encontrado sentido alguno al texto escenificado ni vida a la interpretación de sus actores.
Tirar de clichés como el de “cualquier tiempo pasado fue mejor” tiene mucho riesgo, puede ser acudir a una malgama de lugares comunes que ya hemos visto, leído y escuchado en multitud de soportes y ocasiones. He ahí el cinematográfico “Cuenta conmigo” de Rob Reiner (1986) o las series autobiográficas de tantos escritores (me vienen a la memoria las de Terenci Moix) si nos remitimos al género literario. Súmesele el tópico de la crisis de los 40 y el reto para conseguir enganchar a la platea se pone aún más difícil si se intenta desde un enfoque dramático, quizás para estos fines la comedia es más benévola. Todo un desafío al que decidió enfrentarse Lautaro Perotti cuando se puso manos a la obra en la escritura de este título que también dirige.
Veinte años después, dos amigos vuelven a la localidad rural en la que se convirtieron en adultos para enterrar a la madre de uno de ellos. Allí se encuentran con el tercero de la pandilla que decidió no dejar el pueblo, y con la mujer que sigue regentando el burdel en el que se iniciaron en el sexo. Todo apunta a que nos vamos a encontrar situaciones en la que se enfrentarán el presente y el pasado, las ilusiones de entonces con las realidades de ahora, las utopías y el sexo divertido con la formalidad y las dificultades de una vida presuntamente asentada. Pero van pasando los minutos y lo que escuchamos en escena no baja al patio de butacas, lo que se dice carece de vida. Quizás funcionó cuando tan solo eran palabras sobre el papel, pero a la hora de dar cuerpo, mente y voz a sus personajes, la tinta se emborrona y lo escrito no funciona.
Hay un vago eco del Arthur Miller de “El precio” y “Todos eran mis hijos” en el intento del drama, de peticiones de rendir cuentas, de ser sincero con uno mismo y expiar pecados, culpas, distancias y dependencias. Pero no es creíble, no solo desde la fila cinco o la diez, parece que no lo es ni en el escenario. Y no es que el elenco actoral (Pablo Rivero, Andrés Gertrúdix o Unax Ugalde) no sea bueno o no tuviera un día afortunado, sino que a lo ya indicado sobre el material con el que han de trabajar, hay que sumar el registro único de todos ellos y una dirección escénica invisible.
Momentos de intimidad en los que se proyecta la voz hasta el otro lado del escenario en lugar de acariciar con ella el corazón de quien te está abrazando. El personaje que intenta aportar humor para aligerar el drama y no es más que el inoportuno gracioso sin arte para la risa ni beneficio para la trama. Monólogos con intención poética que resultan vacuos. Escenas de lluvia en que los actores no se ponen completamente bajo los paraguas con que simulan protegerse, u otras en las que se supone que caen chuzos de punta y los que no los llevan no aparentan notar el efecto del agua. Frío, mucho frío el que provoca “Siempre me resistí a que terminara el verano”.
«Siempre me resistí a que terminara el verano», en el Teatro Marquina (Madrid).