Más que las andanzas de Gabriel Barrios, cómo es su vida en Lima, su trabajo en la tele y sus peripecias nocturnas, lo apasionante de esta novela es cómo lo cuenta su autor. Combinando acertadamente el relato profuso de lo que ven sus ojos con el dictado acelerado de su cerebro alterado por el consumo de estupefacientes. Una prosa casi salvaje, manejada sin frenos y dando como resultado una novela tan arriesgada como valiente en su planteamiento y resolución.
Jaime Baily se incrusta en la piel, los ojos y la mente de su personaje y deja de ser autor para convertirse en transcriptor de lo que aquel ve, habla, escucha, piensa y siente. No aplica filtro, juicio ni prejuicio, y nos traslada con fidelidad absoluta sus vivencias de joven pudiente, hijo de buena familia y presentador de televisión de éxito, a caballo entre el ocio, la fiesta y el disfrute. Hasta que una noche conoce en el bar al que suele acudir, El Cielo, a un músico, un muchacho que se le sitúa entre ceja y ceja, en el pecho y entre las piernas, como una obsesión total. Un deseo físico, un pálpito genital y un latido en el corazón que le harán comportarse con menos vergüenza aún de la que nunca tuvo.
Sólo hay dos asuntos que impiden que sus correrías no se conviertan en un tobogán de caída libre, el peso de la fama y que su homosexualidad no es aún algo público y normalizado. Circunstancia que no vive como un gran pesar, más bien como un elemento más de su hartura por las limitaciones que supone el contexto de una sociedad tan pacata, pueril y poco formada como la peruana; residir en una capital sin atractivo urbano, artístico o social y ser ciudadano de un país sumido en la corrupción y el terrorismo (el Perú de mediados de la década de los 90).
Por eso es que en su día a día lo que prima son los impulsos,
expresados como caprichos, vehiculados a golpe de visceralidad y materializados
por sus posibilidades materiales y su procaz comportamiento. Una manera de sentir,
pensar y actuar a la que Jaime Baily le pone una voz cargada de la sexualidad que
exuda Gabrielito en todo momento, y de la sugerencia, sensualidad y entrega que
le provoca cuanto le atrae (principalmente hombres, pero también mujeres). Una fabulación
filtrada por los efectos físicos, psíquicos y psiquiátricos de cuanto consume
de manera continua (lo mismo es alcohol que marihuana o cocaína) y con una
forma literaria de lo más expresiva, sin letras mayúsculas, con tipografía
cursiva para los diálogos y regular para lo que es narración.
Pero más allá de su protagonista, La noche es virgen ofrece también un retrato ácido y sarcástico de la clase alta de su país, obsesionada a la manera norteamericana por las marcas, anulada intelectualmente por la vacuidad de los contenidos y mensajes de sus medios de comunicación, anárquica en el cumplimiento de las normas que favorezcan la convivencia comunitaria, xenófoba con los pueblos indígenas, materialmente clasista, intolerante con todo aquello que no cumpla lo marcado por los principios del heteropatriarcado e hipócritamente católica.
Fresco, ingenioso, ágil en su estilo. Comprometido, sagaz y visionario en su enfoque. Síntesis de muchos otros con los que se relacionó. Representativo de su momento, dio identidad y una marca visual a los años 80 que sigue resultando hoy igual de original, dinámica e inspiradora que entonces. La muestra que le dedica la Tate en su sede de Liverpool así lo demuestra.
La década de los 80 fue una mierda, el SIDA se llevó a mucha gente por delante y dejó en el aire un halo de culpa del que todavía no nos hemos desprendido. Pero también trajo una serie de nombres que revolucionaron la creación artística de la capital mundial del arte, Nueva York. La hicieron desprenderse de algunos de sus elitismos y complejos de clase, haciéndola más cercana tanto por los temas que trataban y los medios que utilizaban como por los lugares donde exponían o creaban. Junto a otros como David Wojnarowicz (1954-1992, al que estos días le dedica una gran exposición el Museo Reina Sofía) o Jean Michel Basquiat (1960-1988), quizás el nombre más popular de aquellos años sea el de Keith Haring.
Nacido en 1958, su infancia estuvo marcada como la de muchos niños de su época por lo visual. Por el el boom de lo que hoy denominamos branding y merchandising, la disparidad de mensajes, formatos y estilos de la publicidad gráfica y la universalización de la televisión, medio a través del cual asistió a la llegada del hombre a la luna, descubrió que Martin Luther King había sido asesinado o vio a miles de compatriotas en las calles reclamando el final de la participación americana en la guerra de Vietnam.
De Reading a Nueva
York
Mediada la década de los 70 Keith comenzó a formarse artísticamente en su Reading (estado de Pensilvania) natal, pero rápidamente vio que lo que él pretendía hacer no encajaba dentro de las cuadrículas de lo comercial para las que le estaban preparando. Así que marchó a Nueva York y con referentes como los de la libertad formal de Jean Dubuffet o la asociación de ideas de William Burroughs fue encontrando la manera tanto de darle forma a su imaginario visual como de trasladarlo a la realidad personal y social que estaba viviendo.
NYC era una ciudad marcada por la violencia, el racismo y la desigualdad, pero también sede de una red de galerías y jóvenes artistas deseosos de prolongar el terremoto conceptual, comercial y social que, tras el informalismo, había supuesto el pop art. Un ambiente en el que el trazo, composición y colorido sencillo de Haring, su reconocible iconografía (perros ladrando, naves espaciales, televisiones, ordenadores y personas en movimiento) y su concepción performativa del proceso de creación, su inspiración a partir de lo que veía en los medios de comunicación y vivía en la calle, su interacción con las nuevas corrientes musicales (hip hop y disco) y su intención de hacer de su trabajo un elemento de diálogo con sus espectadores e integrado con el lugar donde se expusiera o creara (huyendo de toda sacralización o mitificación) le pusieron en el punto de salida de la carrera que hoy conocemos.
Una de sus primeras señas de identidad fueron, sin duda alguna, además de sus collages expuestos por las calles, sus intervenciones con tiza a modo de grafitis en las estaciones de metro. Práctica perseguida inicialmente por la policía y tiempo después abandonada por Haring por ser extraídas por los más sagaces para lucrarse con ellas. Otra fue utilizar a los simplificados personajes de sus creaciones como altavoces de sus manifestaciones políticas en forma de pinturas (después reproducidas como carteles) en contra del silencio estadounidense ante el Apartheid sudafricano o de la nuclearización y la guerra fría entre EE.UU. y Rusia (en 1986 llegaría a realizar un grafiti de 300 metros sobre el muro de Berlín).
Club 57
Resultados visuales tras lo que se encontraba un hombre que comenzó los 80 organizando tanto sus primeras exposiciones como las de otros, así como fiestas de lo más moderno en el Club 57. Una cercanía y un ambiente festivo que extendió a su carrera como artista. Cuando pudo permitirse tener un estudio, eligió un local a pie de calle, donde se le pudiera ver trabajar y dialogar con él. Y para su segunda muestra en una galería (diciembre de 1983) propuso un montaje diferente, únicamente con luces de neón y música (DJ incluido), para que al entrar en la Tony Shafrazi Gallery sus pinturas fluorescentes te epataran y trasladaran al momento álgido de un sábado noche.
Pop Shop
Siguiendo la estela de Andy Warhol, permitió que sus imágenes se plasmaran en todo tipo de soportes, llegando incluso a abrir una tienda, Pop Shop (Lafayette St., 292), para comercializarlos. Era 1986 y Haring había dejado de ser un nombre destacado de la contracultura para pasar a serlo de la cultura popular. Un artista que colaboraba con los más grandes, diseñando vestidos para Vivienne Westwood o para su amiga Madonna (íntimos desde que ambos eran unos desconocidos recién llegados a la Gran Manzana) o pintando el cuerpo de la también cantante y modelo hiper cotizada Grace Jones para una sesión fotográfica de la revista Interview.
VIH/SIDA
Para entonces, la epidemia del VIH y la condena a muerte del SIDA eran algo más que conocido por casi todo el mundo, provocando el estigma de los afectados por la apatía de las autoridades estadounidenses (y de muchos más lugares) y dando pie a un activismo que logró grandes resultados. Viendo que muchas personas de su entorno se veían afectadas y morían por este nuevo virus y enfermedad, Keith asumió que era cuestión de tiempo que él también pasara a ser uno de ellos, motivo por el que puso su creatividad al servicio de la causa. Ya fuera reflejando el miedo y la rabia que le producía lo que se estaba viviendo (Set of ten drawings, 1988) como apoyando, bajo el lema Silence = Death en colaboración con ACT UP, tanto la lucha contra la serofobia como la visibilidad de la homosexualidad y la información sobre prácticas sexuales seguras. Y aunquen no forma parte de esta exposición, no puedo dejar de hacer mención al mural Together we can stop AIDS que pintó en Barcelona el 27 de febrero de 1989 y que el MACBA recuperó en 2014.
Tal y como predijo, en el verano de 1988 descubrió que tenía el VIH y el 16 de febrero de 1990 el SIDA marcó el punto y final de su vida y carrera artística. Él murió, pero como demuestra esta exposición, sus creaciones siguen impactándonos.
Kate Haring, en Tate Liverpool, del 14 de junio al 10 de noviembre de 2019.
A partir del documental con el mismo título que sobre seis mujeres transexuales Antonio Giménez-Rico dirigiera en 1983, Valeria nos cuenta cómo era percibida la transexualidad en España en los años de la transición. También, y valiéndose de sus protagonistas, relata las escasas posibilidades que este colectivo tenía de ganarse la vida y cómo esto afectaba tanto a su bienestar presente como a sus posibilidades de futuro.
El término diversidad ha existido desde siempre en nuestro diccionario. Acompañado del adjetivo sexual solo recientemente en nuestra sociedad. Un concepto inimaginable hace cuarenta años cuando solo se consideraba la heterosexualidad normativa en la que el hombre era el sujeto activo y dominante y la mujer alguien sumisa y sin voz ni voto.
Una herencia de la imposición ultracatólica de la dictadura franquista que había tomado forma en leyes como la de peligrosidad social y rehabilitación social aprobada en 1970 (que sustituía a la anterior de vagos y maleantes vigente desde 1933) y que no se derogaría completamente hasta 1989. Cualquier expresión de la identidad y la orientación sexual considerada desordenada y anómala no solo no era respetada, sino que se perseguía, se penaba y condenaba legal y socialmente.
Pero a medida que se materializó la apertura que trajeron consigo la transición y la consolidación democrática en España, se fueron haciendo visibles otras maneras de vivir y manifestar la sexualidad. Aunque durante mucho tiempo solo se permitió en las coordenadas sórdidas de la prostitución y en las lúdicas de la diversión nocturna unida al morbo del desnudo integral de las mujeres transexuales no operadas. Una cosificación de su cuerpo y simplificación de su realidad que se convertía en caricatura con sorna y burla -ignorante unas veces, malintencionada otras- en la mayoría de los títulos que tanto en el cine como en la televisión comenzaron a dar cabida a personajes transexuales.
En todo momento, y con un relato bien estructurado y conciso en su redacción, Vegas expone de manera clara la compleja red de consecuencias que este tratamiento casi universal provocaba en estas personas. Eran ignoradas legal y judicialmente (hasta 2007 no fue posible que su DNI reflejara el género sexual que sienten como propio), lo que hacía imposible su acceso al mercado laboral y las convertía en un colectivo marginado y altamente vulnerable (proxenetismo, drogas,…). Los prejuicios en forma de rechazo familiar y social, hostigamiento policial y desinformación periodística (ligando la transexualidad a la homosexualidad y simplificándola bajo el término de travestismo, tal y como deja claro el buceo en la hemeroteca que ha realizado Valeria) fueron la tónica durante muchos años.
Pero en septiembre de 1983 se proyectó en el Festival de Cine de San Sebastián Vestidas de azul, un documental que por primera vez mostraba a diferentes mujeres transexuales tal y como eran, sin enjuiciarlas ni ridiculizarlas. Un logro resultado del planteamiento respetuoso de Antonio Giménez-Rico y su acierto a la hora de realizar el casting, de dirigir a las mujeres seleccionadas para que se manifestaran libre y espontáneamente, y de contar a través de cada una de ellas algunas de los muchos retos que se encontraban en su día a día.
Un punto de inflexión en unas vidas difíciles, que tal y como muestran las bien planteadas entrevistas con que se cierra este análisis social y cinematográfico de la mujer transexual en los años de la transición española siguieron siéndolo después, pero que iniciaron un camino hacia la normalización y la visibilidad en el que se ha avanzado mucho aunque aún quede otro tanto por conseguir.
Como si se tratara de una versión literaria del televisivo “Cachitos”, pero escrito a modo de cuatro reportajes para una revista en 1969 y convertidos meses después en este ensayo. Una obra atrevida en la que se disecciona con realismo, pero también con buenas dosis de ironía y sarcasmo, la evolución sociológica de la España de las tres décadas anteriores a través de los artistas, las canciones, las películas y los hábitos más populares en cada momento.
Los años 40 fueron duros, grises, ocres, marrones, mate, sin luz ni colores vivos. Fríos y desapacibles, extremos en invierno y de un calor rotundo y agotador durante el verano. Había poco que comer, para vestir apenas lo justo, la represión y el miedo se transformaron en un silencio que alcanzó hasta la dimensión del pensamiento. Y aún así, a pesar de las faltas y las penurias, de las extremas necesidades, el discurso del entretenimiento decía que España era lo mejor del mundo entero, que habíamos vuelto a los tiempos del Imperio, al Siglo de Oro, siendo envidiados por pueblos y naciones de todos los continentes. Vivíamos exaltando la riqueza productiva de nuestra agricultura y la superioridad racial de nuestra identidad. Algo que quedaba claramente manifestado en las letras de las zarzuelas y en las canciones del género de la copla, en el argumento de películas en las que el hombre era el garante de la familia y la mujer la obediente responsable de su logística bajo la siempre presente sombra de una iglesia que marcaba hasta el ritmo de la respiración.
Los 50 implicaron la llegada de los americanos por la puerta grande. El régimen firmó con ellos el acuerdo por el que se asentaban militarmente en nuestro territorio, trayendo consigo tanto el american way of life publicitario y cinematográfico como el comenzar a relacionarnos con más cercanía con las naciones extranjeras. No queríamos su política, pero sí la apariencia que destilaban de familia feliz, de consumidores de productos con nombres sugerentes y envoltorios atractivos. Con colores como los de las películas en technicolor que llenaban las pantallas de extras simulando vivir en tiempos históricos pretéritos o recordando las guerras y batallas de la década anterior en que con esfuerzo, inteligencia y sacrificio se consiguió salvaguardar la paz y el equilibrio mundial.
Mientras tanto, en tierras patrias, ya se comía de caliente a diario y la difusión de la radio generaba una épica nacional más cercana al presente. Voces como la de Matías Prats hacían de cada partido un acontecimiento único y los estadios se llenaban todas las jornadas para ver a los que ganaban Copas de Europa.
Así fue como los 60 fueron avanzando con el azul de los cielos salpicado por construcciones en las que uno se sentía moderno y veía como crecían ciudades como Madrid, Barcelona o Bilbao o nos preparábamos para acoger en grandes hoteles a extranjeros que acudían con poca ropa a conocer las playas y el sol mediterráneo. Para entonces ya habíamos comenzado a desarrollar un espíritu crítico y hasta la capacidad de reírnos de nosotros mismos. Algunos jóvenes masculinos se dejaban el pelo largo y las féminas se acortaban las faldas, las familias adineradas se reunían en torno a la televisión y las menos pudientes lo hacían escuchando los seriales radiofónicos.
Esta crónica de Vázquez Montalbán es una sucesión y combinación de miles de instantáneas –desconocidas muchas de ellas para los que no habíamos nacido aún entonces- con las que recorrer con simpatía un tiempo que hoy nos parece anecdótico. Pero en su momento, y de ahí el valor de este texto publicado originalmente en 1971, este fue el camino por la vía del entretenimiento y la popularidad con el que el régimen dictatorial del franquismo apalancó buena parte de su supervivencia, forjando a la par la cultura y la identidad popular de una nación con escasa libertad para buscar o crearse sus propios referentes.
La combinación de Julia Roberts y George Clooney despierta curiosidad, y saber que tras ellos está Jodie Foster, genera expectativas. La historia tiene un ritmo adecuado, los actores están perfectamente en su sitio, los diálogos son correctos, no hay nada de falsa épica en el desarrollo de este secuestro televisivo. Pero la suma de estas piezas tan bien diseñadas no termina de encajar y el resultado se queda en la categoría de algo que podría haber sido pero que no es.
Jodie Foster se ha acercado a la dirección cinematográfica en contadas ocasiones hasta ahora, la última de ellas cinco años atrás (El castor) tras un paréntesis de más de quince desde su anterior proyecto tras la cámara (A casa por vacaciones). Un tomárselo con calma que parece haber adoptado también en su carrera como actriz tras una dilatada carrera de más de tres décadas desde que Scorsese la descubriera en Taxi Driver.
Con lo aprendido en rodajes como los que le valieron dos Oscar –Acusados y El silencio de los corderos– Foster se inició en su día en la dirección, una faceta que seguro considera mucho más creativa que las propuestas interpretativas que le llegan de un tiempo a esta parte.
Money Monster es el programa de televisión sobre finanzas y consejos de inversión en bolsa que presenta un histriónico George Clooney encarnando a una estrella de la pequeña pantalla sin más principios que los de su telegenia. La directora es una sobria, correcta y equilibrada Julia Roberts que cuando comienza el secuestro en directo del que es víctima tanto la emisión como todo el equipo, se revela como una persona con gran e innata capacidad de liderazgo y control. La acción se desarrolla de manera contenida, con los sobresaltos que le corresponde a cualquier situación violentamente inesperada, pero sin añadir artificio alguno con el que incrementar innecesariamente el ruido o la angustia de lo que está sucediendo.
A su debido tiempo conocemos las motivaciones del hombre que tiene en sus manos las posibilidades de hacer que todo salte por los aires, pero tarda en llegar aquello a lo que la trama quiere llevarnos después. Quizás sea intencionado para hacernos apreciar el vacío informativo y el silencio ilógico en el que nos hemos de mover en todo el mundo los millones de usuarios de a pie del sistema financiero, pero cinematográficamente ese tiempo nos hace sentirnos suspendidos en la nada, sin saber exactamente por qué ni para qué. Posteriormente y una vez que nos hace partícipes de cuál era esa realidad que no veíamos, la combinación de secuestro con investigación, el debate moral sobre el conflicto entre lo ético y lo legal y periodistas buscando la información necesaria para contar su noticia, no termina de cuajar y todo ocurre en la pantalla porque así es como transcurre, pero no para no contarnos algo en concreto.
Los encuadres son perfectos, el montaje el adecuado, la expresividad de Clooney y la sobriedad de Roberts son las que marca el guión. Está claro que Foster tiene sensibilidad, que sabe los elementos que necesita y como ordenarlos, graduarlos y combinarlos, pero tanto cuidado porque todo resulte correcto hace que se le cuelen en la puesta en escena algunos vacíos y detalles innecesarios que hacen que Money Monster no tenga el brillo que podría haber tenido.
Mágico y realista a la par, tan ilusionante como veraz, no se lee, se vive, se siente.
Leo desde hace tiempo a Alex con frecuencia, sea por entretenimiento de manera casi diaria a través de twitter o de vez en cuando, buscando un momento de evasión de la rutina, en su blog “Sombras de neón”. En el recuerdo tengo también la alegre sorpresa que fue descubrir el recopilatorio de posts de su bitácora digital anterior, “La noche nos alumbrará”. Meses atrás ya dejó leer para todo aquel que lo quisiera el primer capítulo de la que desde el pasado 13 de enero es la ficción “El mar llegaba hasta aquí”. Tras finalizarlo le hice llegar vía mensaje mi impresión: “ganas de más”.
Ahora que ya es una novela lanzada al mundo y cobrando vida al margen de su autor, pasando a ser moldeada por las impresiones de sus lectores, diré que aquellas páginas iniciales son la puerta de entrada a un universo mágico y realista a la par. Siguiendo el símil de su título, bucear en esta creación literaria es ilusión para el espíritu y realismo para la piel de los que se decidan a sumergirse en sus aguas. “El mar llegaba hasta aquí” no se lee, trasciende el código de las palabras y sus estrictos significados y va más allá, se vive, se siente.
En su manera de relatar Alex va más allá de concatenar hechos y reflexiones, sino que entra dentro de de las motivaciones y las causas de sus personajes, dotando a sus narraciones y diálogos de una gran sensibilidad. Aunque sus protagonistas puedan actuar por lo que les dicte su cabeza o los convencionalismos, Pler plasma con gran delicadeza las emociones que fluyen por su interior, tanto aquellas que llegan a expresar como las que no son capaces de dejar fluir. Así es como Leo, Adán, Javi o Verónica se hacen grandes, completos, humanos, haciendo que la identificación o la proyección con ellos de sus lectores surja de manera casi instantánea.
Ante su narración en primera persona es inevitable preguntarse cuánto de autobiográfico hay a lo largo de sus trescientas páginas. Mi apuesta es que mucho, quizás no todo vivido por Alex, pero sí a su alrededor, experiencias que le habrán llegado a través de sus propias vivencias o del relato de otros cercanos a él. El conjunto que forman es de un gran realismo, sin crudezas ni excesos ni gratuidades, la vida tal cual ha sido o podido ser hasta ahora para aquellos que hoy nos consideramos jóvenes aunque la niñez quede ya lejos, aunque aún miremos hacia ella más veces que hacia el futuro por venir. Y para darle continente a ese contenido vital no faltan referencias literarias (Tom Spanbauer, David Foster Wallace, Stephen King, Michael Crichton,…), musicales (Whitney Houston, Madonna, Céline Dion, Alanis Morissette, Rihanna, Fangoria,…) o cinematográficas (El mago de Oz, Lost in translation, Smoke, Mi vida sin mí, Azul oscuro casi negro,…), además de cómics, programas de tv y redes sociales que componen un completo marco generacional.
El vértice en el que confluyen autenticidad, sensibilidad y verismo es en la fluidez y espontaneidad con que van evolucionando los acontecimientos que con el sexo, el amor y la amistad junto a las ganas de crecer y descubrir como telón de fondo se desarrollan en el triángulo Barcelona-Granada-Madrid. De ahí la historia salta a Japón y con esa distancia geográfica su ficción adopta nuevas coordenadas no solo geográficas sino evolutivas. Se dejan las coordenadas espacio-temporales como cuadro de escena para adoptar modos orientales, como los de Haruki Murakami cuando confronta en sus novelas el mundo en el que estamos físicamente con otro paralelo y aparentemente irreal en el que nos sentimos vivir de manera más plena, completa y auténtica. Se pasa de lo lineal a un caleidoscopio de emociones, un salto que supone una inicial bajada de ritmo que despierta dudas sobre hacia dónde quiere llevarnos Alex Pler, pero resituados en las nuevas coordenadas narrativas en que nos coloca está clara que su intención es llevarnos hacia la alegría, el positivismo, el tener fe y empeño. Su intención es que disfrutemos con su lectura de igual manera que hemos de hacerlo con la vida, tanto cuando miramos hacia atrás como cuando miramos hacia delante desde el hoy en el que estamos.