La fuerza de su luz y la autenticidad de sus protagonistas hace que ante su visión tiemble el suelo y se pare el tiempo.
Agosto de 2006. Roma. Caminando por la pinacoteca de los Museos Vaticanos. Impresionado por todo lo que llevaba visto, pero al llegar a esta pieza se paró el tiempo. No llegaron a brotar, pero dentro de mí surgieron las lágrimas, el dolor. Busqué un asiento y ahí me quedé durante muchos minutos mirando, observando, viviendo dentro de esa escena pintada 400 años atrás.
Deslumbrado por Jesucristo, por ese cuerpo extenuado por la tortura inhumana, pero aun así hermoso, bello, fuerte, solemnemente protagonista. Tan místico como humano, tan divino como carnal, tan inalcanzable como cercano gracias a la genial iluminación de Caravaggio. Sentía y deseaba a la par. Tocarle, recogerle, abrazarle, ayudarle a sanar, a volver a la vida. Veía la carne y el cuerpo definido antes que a ese que dicen el salvador, el hijo de Dios. Caí totalmente embaucado en la monumental ilusión del más grande del barroco.
¡Cómo era posible que de la muerte pudiera surgir tanta luz! Ese cuerpo inerte envuelto en una deslumbrante túnica blanca haciendo aún más negra la espesura en la que lloran su sufrimiento la Virgen, María Magdalena y María Cleofás. Entre él y ellas esos dos hombres firmes y serios, San Juan y Nicodemo, pragmáticos y serviciales cumplidores de su papel como porteadores. El sufrimiento humano conviviendo con el equilibrio visual dando como resultado una infinita belleza. He ahí la alegoría de la paz, de la tranquilidad de espíritu.
En el verano de 2011 el cuadro viajó hasta Madrid y estuvo expuesto de manera temporal en el Museo del Prado. Rápido y veloz acudí a verlo, y sucedió lo mismo. Resulté nueva y profundamente impresionado. Así cada una de las varias veces que me coloqué frente a él. A pesar del silencio, a pesar de los demás visitantes con los que compartía la vivencia, el corazón sobrecogido. Algo me dice que así es como fue pintado este descendimiento, como un torrente sin fin de energía, fuerza y rabia, que a Caravaggio le fluía a partes iguales desde el estómago y desde el centro del pecho.
Ese agosto Roma volvió a ser el destino elegido para aprovechar las vacaciones como lugar en el que viajar al pasado. Buscando los referentes que nos han construido y hecho ser quienes somos acudí nuevamente a la Ciudad del Vaticano. Lo sabía, pero quería comprobarlo. Aunque no estaba físicamente allí y la cartela decía “en préstamo para exhibición temporal”, aquella sala de la pinacoteca de los Museos Vaticanos me volvió a transmitir la misma sensación que la primera vez. Auténtico, pleno y máximo placer estético el que volví a sentir con solo rememorar esta obra de Caravaggio.
Tarde o temprano volveré a Roma. Dialogar con “El descendimiento de la cruz” será uno de los motivos para ello.