El Dios del inframundo en la mitología romana y el peligroso elemento radioactivo se unen para crear una atmósfera inquietante, abstracta y misteriosa en la que la tranquilidad de un matrimonio granjero en mitad de la nada estadounidense se ve turbada por la aparición de un desconocido y un viejo amigo.
Se podría considerar que The God of Hell está ambientada en coordenadas semejantes a las de las películas de los años sesenta, aquellas en que los fenómenos y visitas paranormales eran utilizados como metáforas del comunismo. Otra es dejarse llevar por su ánimo de sacudirnos y desestabilizarnos, de no permitirnos agarrar a ningún referente o coordenada que nos ofrezca un ápice de seguridad o de control sobre la situación en la que nos vemos inmersos. Por último, y por algunos detalles que no procede revelar, me planteo hasta qué punto Sam Shepard se inspiró en las torturas y abusos que agentes de la CIA y policías militares ejercieron en 2003 sobre los reclusos de la prisión militar de Abu Ghraib (Irak).
Caben más posibilidades, pero lo que está claro es que Shepard deja la ambientación de la puesta en escena a elección del director que se encargue de su montaje (estrenado originalmente en 2004 en Nueva York y en 2005 en Londres). Su escritura se centra en lo esencial. Los personajes anfitriones apenas están bocetados, solo se nos da a conocer su vínculo matrimonial y su rutina vital basada en el cuidado de los animales de su granja. De los otros dos se facilita menos información aún. Uno huye de algo que no acierta a definir y recala en este lugar sin vecinos en Wisconsin, cerca de la invisible frontera con Minnesota, por su antiguo vínculo con el esposo. El otro personifica ese agujero negro conceptual, vivencial y experimental que el ganador del Premio Pulitzer en 1979 por Buried Child no define ni describe, mostrándonos tan solo algunas de sus impactantes manifestaciones.
Aunque breves y secos, la asertividad y sencillez de sus diálogos hace que estén cargados de significado. Resultan muy explicativos del costumbrismo en el que se desenvuelven Emma y Frank, tornan en turbadores cuando aparece Haynes y se convierten en psicológicamente amedrentadores cuando Welch provoca con su actitud, preguntas y comportamiento con tintes patrióticos que nadie se sienta seguro. Su primera aparición genera una incomodidad de la que ya no se libera la representación, derivando progresivamente en un desasosiego físico y hasta un terror psicológico que Shepard traslada al espectador/lector apelando a su hipotálamo.
Así es como nos introduce doblemente en la historia. Invocando el pacto tácito de credibilidad que se establece en toda ficción y haciéndonosla vivir a través de las emociones más primarias, aquellas que se adueñan de nosotros sin ser siquiera conscientes de qué las despertó ni cómo fue que nos llevaron a ese estado. Una alerta que eriza el vello, tensa la postura corporal y acelera el pulso y la respiración generando un doble conflicto, el de luchar contra la indefinición de lo que está pasando y el mantener el control sobre nosotros mismos.
365 días después estamos de nuevo en el día del libro, homenajeando a este bendito invento y soporte con el que nos evadimos, conocemos y reflexionamos. Hoy recordamos los títulos que nos marcaron, listamos mentalmente los que tenemos ganas de leer y repasamos los que hemos hecho nuestros en los últimos meses. Estos fueron los míos.
Concluí el 23 de abril de 2020 con unas páginas de la última novela de Patricia Highsmith, Small g: un idilio de verano. No he estado nunca en Zúrich, pero desde entonces imagino que es una ciudad tan correcta y formal en su escaparatismo, como anodina, bizarra y peculiar a partes iguales tras las puertas cerradas de muchos de sus hogares. Le siguió mi tercer Harold Pinter, The Homecoming. Nada como una reunión familiar para que un dramaturgo buceé en lo más visceral y violento del ser humano. Volví a Haruki Murakami con De qué hablo cuando hablo de correr, ensayo que satisfizo mi curiosidad sobre cómo combina el japonés sus hábitos personales con la disciplina del proceso creativo.
Amin Maalouf me dio a conocer su visión sobre cómo se ha configurado la globalidad en la que vivimos, así como el potencial que tenemos y aquello que debemos corregir a nivel político y social enEl naufragio de las civilizaciones. Después llegaron dos de las primeras obras de Arthur Miller, The Golden Years y The Man Who Had All The Luck, escritas a principios de la década de 1940. En la primera utilizaba la conquista española del imperio azteca como analogía de lo que estaba haciendo el régimen nazi en Europa, en un momento en que este resultaba atractivo para muchos norteamericanos. La segunda versaba sobre un asunto más moral, ¿hasta dónde somos responsables de nuestra buena o mala suerte?
Le conocía ya como fotógrafo, y con Mis padres indagué en la neurótica vida de Hervé Guibert. Con Asalto a Oz, la antología de relatos de la nueva narrativa queer editada por Dos Bigotes, disfruté nuevamente con Gema Nieto, Pablo Herrán de Viu y Óscar Espírita. Cambié de tercio totalmente con Cultura, culturas y Constitución, un ensayo de Jesús Prieto de Pedro con el que comprendí un poco más qué papel ocupa ésta en la cúspide de nuestro ordenamiento jurídico. The Milk Train Doesn´t Stop Here Anymore fue mi dosis anual de Tennessee Williams. No está entre sus grandes textos, pero se agradece que intentara seguir innovando tras sus genialidades anteriores.
Helen Oyeyemi llegó con buenas referencias, pero El señor Fox me resultó tedioso. Afortunadamente Federico García Lorca hizo que cambiara de humor con Doña Rosita la soltera. Con La madre de Frankenstein, al igual que con los anteriores Episodios de una guerra interminable, caí rendido a los pies de Almudena Grandes. Que antes que buen cineasta, Woody Allen es buen escritor, me quedó claro con su autobiografía, A propósito de nada. Bendita tú eres, la primera novela de Carlos Barea, fue una agradable sorpresa, esperando su segunda. Y de la maestra y laboriosa mano teatral de George Bernard Shaw ahondé en la vida, pensamiento y juicio de Santa Juana (de Arco).
Una palabra tuya me hizo fiel a Elvira Lindo. Más vale tarde que nunca. La sacudida llegó con Voces de Chernóbil de Svetlana Alexiévich, literatura y periodismo con mayúsculas, creo que no lo olvidaré nunca. Tras verlo representado varias veces, me introduje en la versión original de Macbeth, en la escrita por William Shakespeare. Bendita maravilla, qué ganas de retornar a Escocia y sentir el aliento de la culpa. Siempre reivindicaré a Stephen King como uno de los autores que me enganchó a la literatura, pero no será por ficciones como Insomnia, alargada hasta la extenuación. Tres hermanas fue tan placentero como los anteriores textos de Antón Chéjov que han pasado por mis manos, pena que no me pase lo mismo con la mayoría de los montajes escénicos que parten de sus creaciones.
Me sentí de nuevo en Venecia con Iñaki Echarte Vidarte y Ninguna ciudad es eterna. Gracias a él llegó a mis manos Un hombre de verdad, ensayo en el que Thomas Page McBee reflexiona sobre qué implica ser hombre, cómo se ejerce la masculinidad y el modo en que es percibida en nuestro modelo de sociedad. The Inheritance, de Matthew López, fue quizás mi descubrimiento teatral de estos últimos meses, qué personajes tan bien construidos, qué tramas tan genialmente desarrolladas y qué manera tan precisa de describir y relatar quiénes y cómo somos. Posteriormente sucumbí al mundo telúrico de las pequeñas mujeres rojas de Marta Sanz, y prolongué su universo con Black, black, black. Con Tío Vania reconfirmé que Chéjov me encanta.
Sergio del Molino cumplió las expectativas con las que inicié La España vacía. Acto seguido una apuesta segura, Alberto Conejero. Los días de la nieve es un monólogo delicado y humilde, imposible no enamorarse de Josefina Manresa y de su recuerdo de Miguel Hernández. Otro autor al que le tenía ganas, Abdelá Taia. El que es digno de ser amado hará que tarde o temprano vuelva a él. Henrik Ibsen supo mostrar cómo la corrupción, la injusticia y la avaricia personal pueden poner en riesgo Los pilares de la sociedad. Me gustó mucho la combinación de soledad, incomunicación e insatisfacción de la protagonista de Un amor, de Sara Mesa. Y con los recuerdos de su nieta Marina, reafirmé que Picasso dejaba mucho que desear a nivel humano.
Regresé al teatro de Peter Shaffer con The royal hunt of the sun, lo concluí con agrado, aunque he de reconocer que me costó cogerle el punto. Manuel Vicent estuvo divertido y costumbrista en ese medio camino entre la crónica y la ficción que fue Ava en la noche. Junto al Teatro Monumental de Madrid una placa recuerda que allí se inició el motín de Esquilache que Antonio Buero Vallejo teatralizó en Un soñador para un pueblo. El volumen de Austral Ediciones en que lo leí incluía En la ardiente oscuridad, un gol por la escuadra a la censura, el miedo y el inmovilismo de la España de 1950. Constaté con Mi idolatrado hijo Sisí que Miguel Delibes era un maestro, cosa que ya sabía, y me culpé por haber estado tanto tiempo sin leerle.
La sociedad de la transparencia, o nuestro hoy analizado con precisión por Byung-Chul Han. Masqué cada uno de los párrafos de El amante de Marguerite Duras y prometo sumergirme más pronto que tarde en Andrew Bovell. Cuando deje de llover resultó ser una de esas constelaciones familiares teatrales con las que tanto disfruto. Colson Whitehead escribe muy bien, pero Los chicos de la Nickel me resultó demasiado racional y cerebral, un tanto tramposo. Acabé Smart. Internet(s): la investigación pensando que había sido un ensayo curioso, pero el tiempo transcurrido me ha hecho ver que las hipótesis, argumentos y conclusiones de Frédéric Martel me calaron. Y si el guión de Las amistades peligrosas fue genial, no lo iba a ser menos el texto teatral previo de Christopher Hampton, adaptación de la famosa novela francesa del s.XVIII.
Terenci Moix que estás en los cielos, seguro que El arpista ciego está junto a ti. Lope de Vega, Castro Lago y Arthur Schopenhauer, gracias por hacerme más llevaderos los días de confinamiento covidiano con vuestros Peribáñez y el comendador de Ocaña, cobardes y El arte de ser feliz. Con Lo prohibido volví a la villa, a Pérez Galdós y al Madrid de Don Benito. Luego salté en el tiempo al de La taberna fantástica de Alfonso Sastre. Y de ahí al intrigante triángulo que la capital formaba con Sevilla y Nueva York en Nunca sabrás quién fui de Salvador Navarro. El Canto castrato de César Aira se me atragantó y con la Eterna España de Marco Cicala conocí los porqués de algunos episodios de la Historia de nuestro país.
Lo confieso, inicié How to become a writer de Lorrie Moore esperando que se me pegara algo de su título por ciencia infusa. Espero ver algún día representado The God of Hell de Sam Shepard. Shirley Jackson hizo que me fuera gustando Siempre hemos vivido en el castillo a medida que iba avanzando en su lectura. Master Class, Terrence McNally, otro autor teatral que nunca defrauda. Desmonté algunas falsas creencias con El mundo no es como crees de El órden mundial y con Glengarry Glen Ross satisfice mis ansiosas ganas de tener nuevamente a David Mamet en mis manos. Y en la hondura, la paz y la introspección del Hotel Silencio de la islandesa de Auður Ava Ólafsdóttir termino este año de lecturas que no es más que un punto y seguido de todo lo que literariamente está por venir, vivir y disfrutar desde hoy.
Escenarios en los que se desvelan pasados familiares insospechados, páginas que relatan la España de los inicios de los 80 y el Nueva York de los 90, clásicos de la literatura universal, textos inteligentes y apasionados en los que el alma humana muestra su rabia y sus anhelos, sus pesares y sus alegrías.
«Buried child» de Sam Shepard. Tras la foto idílica de muchas familias se esconde un pasado de zonas oscuras y un presente lleno de silencios. Así sucede entre los residentes de esta casa en un lugar indeterminado del interior americano en la que Shepard disecciona sus ilógicos y anacrónicos comportamientos para acceder a un brutal y oculto secreto que asfixia cualquier posibilidad de dignidad y relación afectiva entre todos ellos.
«Tan solo el fin del mundo» de Jean-Luc Lagarce. Muchas voces unidas en un único discurso. Una genialidad que amalgama lo que se dijo, lo que se recuerda, lo que se pensó, se escuchó y se interpretó. Todo a la vez, como una cacofonía sordamente ruidosa, pero con un eco que retumba y te atraviesa sin dejarte escapatoria. Un texto brutal, una bofetada en la cara, un estrangulamiento en la boca del estómago, un campo de lucha en el que no hay más salida que el hacerle frente.
«Otelo» de William Shakespeare. Cuando alguien triunfa y es reconocido, también despierta la envidia de los que están dispuestos a lo que sea con tal de llegar a ese puesto de liderazgo que consideran les corresponde a ellos. La estrategia es atacar al odiado en su flanco más débil, en este caso, en el de su inseguridad en el terreno del amor. Todo ello en el marco de una historia que viaja de Venecia a Chipre y nos habla, entre otros aspectos, sobre cómo se gestionaba el poder político, el sentido de las campañas bélicas y los roles de hombres y mujeres a principios del siglo XVII en la Serenísima República.
«Bajarse al moro» de José Luis Alonso de Santos. Han pasado más de 30 años desde su estreno y aunque han cambiado muchas cosas, este texto sigue siendo tan gracioso y tan profundamente realista como el primer día en que se puso en escena. Su perfecta estructura y la frescura de sus diálogos crean una atmósfera que va más allá de sus páginas y del escenario de su representación. Una obra que nos deja ver también qué temas eran los que preocupaban a una España que intentaba ser moderna tanto en su manera de pensar como en su modo de actuar.
«Other people» de Christopher Shinn. Lo que nos hace personas es el contacto y el establecimiento de lazos afectivos con aquellos que el destino pone en nuestro camino. Pero cuando esos vínculos no surgen o se deshacen una y otra vez, nuestro sitio en el mundo y nuestra percepción de nosotros mismos se tambalea. Mark, Petra y Stephen son todo lo que podemos ser –amigos, amantes, profesionales- y lo que ocurre cuando no lo somos –soledad, adicciones,…-.
“The search for signs of intelligent life in the universe” de Jane Wagner. Un monólogo redondo que cuadra en una única historia varios personajes tan lejanos en su carácter como dispares en su comportamiento. Un texto inteligente, divertido y corrosivo, con mucha comedia, pero también con una ácida crítica social. Un gran reto para la actriz encargada de llevarlo a escena, algo que Lily Tomlin solventó con gran éxito de crítica y público en su estreno en 1985.
“Anna Christie” de Eugene O’Neill. El dramaturgo ganó su segundo premio Pulitzer gracias a una obra en la que mostraba buena parte de sus fantasmas. Los símiles son tan evidentes que este fantástico texto no ha de ser leído solo como la gran ficción que contiene, sino también como una descarnada exposición de su biografía personal y familiar. Las relaciones emocionales entre hombres y mujeres y padres e hijos con el telón de fondo del papel del mar como medio de ganarse la vida en una propuesta en la que no hay espacio ni tiempo para el sosiego.
“La rosa tatuada” de Tennessee Williams. Trágica y dramática pero también cómica y divertida. Serafina delle Rose es un huracán que lo invade todo a golpe de carácter, valores católicos y tradición siciliana. Una intensidad que solo se doblega ante el poder de una aparición masculina que reúna presencia física con voluntad amorosa. Uno de los grandes textos de su autor y una oportunidad única para cualquier actriz encargada de protagonizarlo.
“The normal heart” de Larry Kramer. Un brutal ejercicio literario en forma teatral, un relato sociológico sobre los primeros años de la epidemia del VIH y el SIDA, una declaración política contra la discriminación asesina de las administraciones públicas estadounidenses sobre el colectivo homosexual. Una obra maestra del género dramático, un texto dotado de una fuerza extraordinaria que sigue sacudiendo la conciencia de sus espectadores y lectores a pesar de las más de tres décadas transcurridas desde su estreno en 1985.
“Un marido ideal” de Oscar Wilde. Da igual que seas hombre que mujer, maduro o joven, soltero o casado, comprometido o irresponsable, siempre y cuando formes parte de los altos círculos sociales, tanto de manera natural como por accidente, Wilde tendrá un momento de verdad, acidez y corrosivo humor para ti. Una manera de hacer moderno, fresco, cercano y divertido un vodevil que gira en torno a dos temas universales, el amor y el poder.
Tras la foto idílica de muchas familias se esconde un pasado de zonas oscuras y un presente lleno de silencios. Así sucede entre los residentes de esta casa en un lugar indeterminado del interior americano en la que Sam Shepard disecciona sus ilógicos y anacrónicos comportamientos para acceder a un brutal y oculto secreto que asfixia cualquier posibilidad de dignidad y relación afectiva entre todos ellos.
En la planta superior de la casa en la que viven Dodge y Halie se puede ver una fotografía enmarcada en la que aparecen un hombre, tres niños y una mujer con un bebé en brazos. Ansel es uno de esos tres jóvenes, falleció poco después de casarse. En el inicio de la función, y ante un padre y marido enfermo y alcohólico, su madre cuenta que va a reunirse con el sacerdote de su parroquia esperando que erijan una estatua en homenaje a su bondad como persona y sus habilidades como baloncestista. Era su hijo favorito, su orgullo, su esperanza, y no como Bradley, alguien rudo a quien un accidente en el campo dejó sin una pierna, o como Tilden, un inestable, incapaz de valerse por sí mismo, que huyó de Nuevo México para volver al refugio de sus progenitores. Un turbio sistema relacional que salta por los aires con la llegada inesperada, tras años sin tener relación con ninguno de ellos, de Vincent, el hijo de Tilden, acompañado de su novia, Shelly.
Comienza entonces una cuenta atrás iniciada por las preguntas del benjamín y las absurdas respuestas que recibe de aquellos a los que se encuentra. Una burbuja inflamable de negaciones, agresividad y desprecio que Sam Sheperd va graduando correctamente, dejando que ahogue tanto la atmósfera de la acción sobre el escenario como la conciencia de sus espectadores. Un proceso que viven en primera persona Tilden y Shelly, aturdidos primero, llenos de ansiedad después, casi asfixiados a continuación. ¿Es posible salir de una situación sin principio ni viso de final, que no entiende de tiempos y que solo contempla el espacio que tiene frente a los ojos?
Una claustrofobia de doble dirección. No hay más mundo que esta granja, en mitad de la nada del estado de Illinois, y los campos de cultivo que la rodean. No hay más posibilidades de vivir que las estrictamente biológicas. Un mapa emocional articulado a la perfección por Shepard en el que no existen los afectos ni los sentimientos, no hay relación ni reconocimiento alguno, casi ni físico. El único vehículo de conexión entre todos ellos son las imperfecciones, los defectos y las taras. Unos las tienen y otros sufren las consecuencias. Los que han cometido los pecados cargan en su conciencia con el lastre de lo hecho, pero la penitencia resulta ser expiada siempre por el más inocente, el más débil.
De la misma manera que los personajes no tienen piedad entre sí, el autor tampoco la tiene con aquellos dispuestos a acercarse a su historia. En Buried child no hay un segundo de tregua ni un gesto amable, nadie está libre de ser atacado o herido, y lo peor de todo, Shepard lleva la acción hasta hacernos sentir que ninguno de nosotros está libre de convertirse en un perpetrador de semejantes daños y crueldades.