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La vida sin museos

No sería lo mismo. Ignoraríamos nuestro pasado. Perderíamos el lugar de encuentro y reflexión que son, y la plataforma que nos ofrecen para intuir o suponer el futuro. Da igual si son públicos o privados, si están en grandes ciudades o en localidades remotas, si dedicados a artes plásticas, ciencias o actividades económicas. Los museos recogen, relatan y reflejan la complejidad de la existencia, la acción y el conocimiento del ser humano.  

No tengo claro si fue así, pero mi memoria me dice que el primer museo que visité fue El Prado. De aquel día recuerdo a Velázquez esculpido en su exterior y a sus meninas en su interior. Desde entonces lo he visitado por múltiples motivos, por el impacto que me producen su fragua y su cristo crucificado, por cómo se me encoge el corazón ante las pinturas negras de Goya y se me agita la respiración ante las carnalidades de Rubens. También por los azules de Patinir, los rojos de Rafael, los frescos románicos de Maderuelo y la narratividad del historicismo del s. XIX. De ese siglo son los paisajes americanos que busco cuando voy al Museo Thyssen, donde también cuelga una hermosa vista de Pissarro de las calles húmedas de París. Una imagen impresionista que me deja sin aliento, como la de los viandantes en un puente de Ámsterdam firmada por George Hendrik Breitner y preservada por el Rijksmuseum.

Pero también hay instituciones modestas que merecen ser reconocidas por su extraordinaria labor. Como el Museo de la Minería de la Industria y de Asturias, un lugar en el que conocer uno de los pilares de la identidad colectiva del Principado, la actividad que situó a esta región en el mapa y el motor de muchos otros progresos y desarrollos que llegaron al albor de su estela. O el Museo de la Paz de Gernika, cimentado sobre el horror del bombardeo del 26 de abril de 1937 y con un discurso que, sin olvidar la violencia de los verdugos, recuerda que los protagonistas de las guerras, los conflictos y el terrorismo son las víctimas, quienes sufren y temen, los que son violentados física y psicológicamente, los que son asesinados.

Están también los museos vecinos, a los que te acercas porque sabes que siempre tienen algo interesante que contarte. Es el caso del Museo de Salamanca, donde ver a Unamuno retratado por Juan Echevarría (óleo depósito del Museo Reina Sofía), o el DA2 (Domus Artium 2002), espacio moderno en el que recientemente he disfrutado con el mundo western de Gala Knörr y el saber hacer espacial de Mitsuo Miura. Y están aquellos a los que vuelvo mentalmente para recordar que existen otras formas de ver el mundo, como la museografía con que The Cloisters exponen la edad media europea en Nueva York, o el Museo del Canal de Panamá, donde constatar que una infraestructura puede ser también la columna vertebral de un país.

¿Sería la Semana Santa lo mismo si no contáramos con obras maestras como El descendimiento de Caravaggio que se expone en los Museos Vaticanos? ¿Nos gustaría Londres tanto si no tuviera entre su acervo cultural la miscelánea del Victoria & Albert? ¿Se puede conseguir una simbiosis mayor entre esculturas y espacio, entre emocionalidad y racionalidad, que la lograda por el acero curvado de La materia del tiempo de Richard Serra y las paredes del Museo Guggenheim de Bilbao? Y si miramos al futuro, ¿completará algún día su colección el Museo de la Acrópolis de Atenas? ¿Qué diremos sobre el país y la sociedad que fuimos y somos tras visitar el Museo de las Colecciones Reales? ¿Qué críticas recibirá tras su próxima inauguración?

Hoy, 18 de mayo, se celebra el Día Internacional de los Museos 2023 bajo el lema “Museos, sostenibilidad y bienestar“.

A propósito de las “Invitadas” del Museo del Prado

Después de dos horas de visita disfrutando con esta exposición sobre cómo el mundo de la pintura fue de 1833 a 1931 un espejo de las maneras del heteropatriarcado de la sociedad de entonces, y el escaso hueco que las mujeres pudieron hacerse en él, seguí reflexionando sobre cuánto de lo que había visto y leído sigue vigente en nuestra actualidad.

Falenas, Carlos Verger, 1920 (fragmento).

El mundo de las bellas artes no es la única parcela creativa en la que los hombres han hecho de todo por anular a las mujeres. Desde negarles la formación o la participación en exposiciones, no considerar su valía ni la excelencia de sus trabajos, o cuando la autoría de las obras no estaba clara, dar por hecho que esta correspondía a uno de ellos. Algo así, y aunque sea aplicado a la literatura, a coordenadas anglosajonas y a un marco temporal más amplio, es lo que contaba Joana Russ en 1984 en su ensayo Cómo acabar con la escritura de las mujeres.

Como personajes se las ha caricaturizado (valga como ejemplo Juana I de Castilla en lo político) y si nos fijamos en universos como el de la mitología, hemos justificado con nuestro lenguaje épico y heroico el comportamiento y la actitud del hombre. He ahí el mito de Dafne, a quien no le quedó otra que convertirse en un árbol de laurel para evitar que Apolo ¿se apropiara? de su cuerpo. Frente a la visión condescendiente que hemos leído y escuchado una y mil veces, considérese cómo cambia este episodio al ser narrado desde un punto de vista como el de Irene Vallejo.

La reina doña Juana la Loca recluida en Tordesillas con su hija, la infanta doña Catalina, Francisco Pradilla y Ortiz, 1906

Cuando se trata la prostitución se pone el foco en ellas, culpándolas y castigándolas con el desprecio social mientras que ellos, incluso en estas situaciones, suelen aparecer como caballeros galantes. Muchos años después seguimos con prejuicios similares. Incluir la sexualidad en los currículos educativos es casi un tabú, por no habla de poner el foco en el papel proxeneta que los denominados clientes y empresarios del gremio tienen en la oscuridad, violencia y alegalidad de esta actividad. Sin olvidar que quienes más conocen de este asunto, ellas, no son escuchadas como debieran (tal y como denunciaba Prostitución, reciente montaje teatral).

La bestia humana, Antonio Fillol, 1897.

Rostros de niñas, pero cuerpos desnudos con actitud insinuante. Esclavas con un pecho al aire. Tentadoras con curvas sinuosas. ¿A qué nos suena? A cantidad de imágenes fijas y audiovisuales, publicidad y cine, donde el canon impone que ellas tienen que ser belleza, sexo y sugerencia interpretando roles, desplegando actitudes y adoptando poses ficticias. ¿Sucede lo mismo en el caso masculino? ¿Hay consolidado, en ese caso, un referente literario como la Lolita de Nabokov, un estilo fotográfico tan marcado como el de las marcas de lujo o grupos de personajes como las impuras demoníacas que ofrecían a San Antonio lujuria, poder y riqueza?

Inocencia, Pedro Sáenz, 1899.

Otro tanto sucede con los arquetipos de la apariencia. Por un lado, la mujer castiza, encarnación de la identidad, la tradición, los principios y las buenas costumbres de la nación, con asuntos propios al margen de los económicos y políticos que eran «cosas de hombres». Por otro, las maniquíes de lujo, las abanderadas de las nuevas estéticas y los comportamientos lúdicos asociados a estas. Unas y otras con sus correspondientes vestuarios, complementos y miradas al espectador. ¿No es así como siguen catalogando hoy muchos medios de comunicación a las que ejercen cargos políticos, empresariales o de cualquier otra clase?

Una manola, Ignacio Zuloaga, 1913 y María Hahn, Raimundo de Madrazo, 1901

En cuanto a la censura que sufrieron algunas obras por considerarse moralmente irrespetuosas o explícitamente groseras. ¿Guarda esto similitud con el bloqueo de las redes sociales a las publicaciones que incluyen reproducciones de desnudos artísticos? ¿O con los tapados momentáneos a que son sometidos determinadas representaciones en su lugar de origen para no herir la sensibilidad de visitantes adinerados y poderosos de otras culturas?

La jaula, José María López Mezquita, 1912-14

Como anecdotario, el fondo negro de La Mona Lisa copiada por Emilia Mena en 1847 (Patrimonio Nacional) nos retrotrae al tiempo anterior a que esta supuesta hermana menor de La Gioconda recuperara su paisaje en la restauración que se le realizó entre 2011 y 2012. La composición de las figuras de Adán y Eva con el fondo arbolado en El primer beso de Salvador Viniegra (1891) me recordó a la novia lorquiana cual Pietà, con Leonardo en sus brazos, de la película de Paula Ortiz (2015).

El primer beso, Salvador Viniegra, 1891.

Para finalizar, y ahora que el Museo del Prado ha contado cómo durante el período 1833-1931 las mujeres no tuvieron la oportunidad de participar en la definición y ejemplificación del canon artístico, ¿corregirá su propia versión de este? Sería difícil de comprender que este discurso no fuera integrado en el más amplio de su permanente. No se trata de enmendarlo, sino de ampliarlo. ¿Debiera implicar también una revisión de los textos de su enciclopedia y de las cartelas explicativas que podemos leer actualmente en sus salas tal y como han hecho otras instituciones como el Rijksmuseum? ¿O sucederá como con las alusivas al testimonio LGTB que lucieron en 2017 la treintena de pinturas, dibujos y esculturas que formaron el recorrido La mirada del otro y que desaparecieron tras el fin del WorldPride Madrid? Curiosa coincidencia que Rosa Bonheur sirva de enlace entre aquella y esta muestra.

El cid, Rosa Bonheur, 1879.

La exposición (131 obras distribuidas en 17 secciones), comisariada por Carlos G. Navarro, queda cerrada con estas palabras de Emilia Pardo Bazán (Memorias de un solterón, 1896) que me parecen de lo más acertadas: “Solo aspiro a gozar de la libertad… no para abusar de ella en cuestiones de amorucos…, sino para interpretarme, para ver de lo que soy capaz, para completar, en lo posible, mi educación, para atesorar experiencia, para…, en fin, para ser algún tiempo y ¡quién sabe hasta cuando!… alguien, una persona, un ser humano en el pleno goce de sí mismo”. El derecho a la libertad como paso previo a la igualdad de oportunidades.

Invitadas. Fragmentos sobre mujeres, ideología y artes plásticas en España (1833-1931), Museo del Prado, hasta el 14 de marzo de 2021.

«Rembrandt y el retrato en Amsterdam, 1590-1670», el ciudadano como protagonista

Cuatro siglos atrás el orgullo personal, el prestigio profesional y la posición social quedaban consolidados cuando se transmitían desde un lienzo o una tabla. Esta exposición nos lleva hasta una de las ciudades más ricas, poderosas y dinámicas del siglo XVII. Una urbe en la que el arte de la pintura destacó plasmando los rostros, tanto en el ámbito privado como laboral, de sus vecinos más reconocidos.

Ochenta años de historia -económica, social y artística- a través de 35 artistas y ochenta pinturas, más de veinte de ellas del genio neerlandés, autor también de los 16 grabados y la plancha de la última sala de la muestra. Piezas con las que disfrutar de la contenida expresividad de sus miradas, la delicada reproducción de los muchos detalles de sus vestimentas, la concepción por parejas de algunos de ellos, la agrupación de miembros de una misma familia o de un gremio en otros, los entornos de trabajo en los que posan o simulan estar actuando conforme a su cargo o profesión (artesanal, intelectual…), los escudos y blasones con que a modo de sello acreditan su linaje…

Habituados a que en aquella época las bellas artes se centraran a ensalzar a nobles y monarcas, demostraran su capacidad imaginativa en escenas mitológicas y pusieran su potencial pedagógico al servicio de la religión, la pareja de retratos de 1594 del Museo Thyssen de Cornelis Ketel (1548-1616) que abren esta exposición, sorprenden. Se quedan grabados en la retina por su composición simétrica y la parquedad tonal entre el negro y el gris de las prendas que lucen y el fondo que rodea a sus protagonistas. Apenas unos detalles rosáceos para dar vida a sus rostros y manos, y el marrón del mobiliario sobre el que está sentada la mujer. La capacidad económica que les permitiría semejante encargo queda escondida tras la sobriedad calvinista con que se muestran, dos imágenes reservadas para la probable exclusividad del hogar en las que la única diferencia está en que mientras ella sostiene un libro, él agarra un pañuelo.

Otro tanto, aunque por factores muy diferentes, ocurre con el Banquete de la guardia civil del capitán Geurt Dircksz van Beuningen y el teniente Peter Martens Hoefijser que Jan Tengnagel (1584-1631) realizara en 1613 y que hoy conserva el Rijksmuseum. Un grupo de diecisiete profesionales de la defensa, la protección y la seguridad, responsables de un aspecto vital en una ciudad de más de 60.000 habitantes y con una intensa actividad comercial. Un conjunto a caballo entre la acumulación de retratos individuales y recursos compositivos para que parezcan estar interactuando. Luciendo armas y armaduras ricamente labradas y un portaestandarte igualmente bordado, así como tejidos que por su brillo denotan suntuosidad. Por el bodegón que vemos sobre la mesa, comen más como forma de disfrutar que para cubrir una necesidad energética, lo que transmite rango, poder y capacidad.

En este contexto, Rembrandt (1606-1669) llegó a Amsterdam, desde Leyden, en 1631, con una sólida reputación que le generó multitud de comisiones. Respetó las convenciones del retrato que practicaban sus contemporáneos, pero despojó a sus modelos del hieratismo con que posaban para dotarles de una viveza que les hacía más humanos y presentes. Tal y como revelan sus miradas, como si más que sintetizarlos en una imagen fija, se hubiera introducido en su intimidad y captado la autenticidad de su ser y estar, haciéndonos imaginar, incluso, qué podrían estar pensando, sintiendo en ese preciso momento.

Retrato del poeta Jan Hermanszoon Krul (1633, Museumslandschaft Hessen Kassel), Busto de un anciano en traje de fantasía (1635, The Royal Collection) y Retrato de un hombre en un escritorio (1631, Museo Nacional del Hermitage).

En los años sucesivos el género dejó atrás la austeridad y sobriedad de finales del XVI y principios del XVII, enriqueciendo sus representaciones con gestualidad y escenografía. Ya no se mostraba únicamente existencia y estatus, sino también actitud personal y propuesta retórica en escenas (con mayor gama cromática y tonal, volumen, perspectiva y profundidad) en las que se incluían los elementos que identificaban el entorno en el que sus protagonistas -tanto individualmente como en conjunto- se dejaban ver o, incluso, en torno a los cuales giraba su actividad profesional. La acumulación de personas de un par de décadas atrás, distantes de sus espectadores, pasa a ser una colectividad interactuando, que nos mira al sentir que la estamos observando o que, directamente, nos invita a entrar en sus coordenadas para conocer quiénes son y a qué se dedican.

Regentes del Kloverniersdoelen (Bartholomeus van der Helst, 1655, Amsterdam Museum) y La lección de anatomía del doctor Frederik Ruysch (Adriaen Backer, 1670, Amsterdam Museum).

Mientras tanto, el de Leiden dedicó menos tiempo a los retratos para trabajar en otro tipo de temáticas que dieron resultados maestros como El festín de Baltasar (1635, National Gallery), Susana y los viejos (1636, Mauristhuis) o La ronda de noche (1642, Rijksmuseum). Aun así, Rembrandt no dejó nunca este género (he ahí, como ejemplo, su Autorretrato con gorra y dos cadenas, 1642, Museo Thyssen), pero cuando lo volvió a practicar con asiduidad en la década de los 1650, su enfoque cambió. Su pincelada se hace más libre (inevitable acordarse del posterior Degas) y los fondos se difuminan hasta dejarlos en ese instante en que más que un lugar real casi se convierten en una mancha de color, como en Mujer con capa de piel (1652, National Gallery), hasta el punto de casi no saber dónde comienza esta y acaba la figura humana (Hombre anciano como San Pablo, 1659, National Gallery).

Como indicaba al principio, la exposición acaba con una selección de grabados que sirven para constatar que Rembrandt era igual de genio tanto en esta técnica como en la del óleo. Su habilidad con el punzón sobre la plancha de cobre era igual que con el pincel sobre el lienzo o la tabla, con apenas unos trazos extraía la figura que el soporte guardaba dentro de sí. Después, con más o menos dedicación, le daba los detalles, subrayados y precisiones que necesitara para mostrar la personalidad y actitud que revelaría la tinta sobre el papel tras salir del torno.

Rembrandt y el retrato en Ámsterdam, 1590-1670, Museo Thyssen, hasta el 30 de agosto.