¿A quién debe salvar un médico? ¿Al primero que llame a su puerta, a quien le tenga más aprecio o a quien aporte al progreso de nuestra sociedad? ¿Dónde termina la práctica médica contrastada y comienza la experimentación con sus pacientes? Estos son las cuestiones éticas que en 1906 planteaba esta obra excelentemente dialogada, aunque dando prioridad a la exposición deontológica sobre su desarrollo dramático.
La convivencia laboral entre Redpenny, el asistente del Doctor Ridgeon, y Emmy, su sirvienta, hace que El dilema del doctor parezca que vaya a ser una comedia costumbrista. Pero aunque nunca deja de lado los sarcasmos, la acidez y la ironía propia de la flema británica, Bernard Shaw va más allá para plantear cuestiones muy serias sobre los límites, posibilidades y dilemas de la medicina.
Todo comienza cuando a nuestro protagonista le nombran Sir y pasan por su consulta distintos colegas para felicitarle, dando pie a que se hable tanto de su labor investigadora (con aplicación al sistema inmunológico), como de los pacientes a los que puede haber ayudado (miembros de la realeza) y de las prácticas más novedosas (el uso de anestesia para realizar operaciones). El contrapunto a este ambiente científico lo provoca Jennifer, una mujer que se presenta en la consulta de Sir Ridgeon pidiendo que trate a su marido, Louis. Algo que rechaza hacer por tener su agenda completa hasta que descubre que es un artista especialmente brillante, ofreciendo entonces a la pareja acudir a un encuentro con sus colegas médicos.
Momento social que se utiliza para poner sobre el tablero de juego su propósito de confrontar las posibilidades curativas de la medicina con lo restringido de su alcance. Por un lado, las garantías por contrastar y consolidar de su métodos y medios, y los pocos profesionales conocedores de las mismas, así como que solo tuvieran acceso a ellos los pacientes que pudieran pagar las tarifas establecidas. Añádase por último el dilema de si desde un punto de vista moral hay personas más merecedoras que otras de atención y tratamiento y si los propios médicos pueden elegir a quién tratar o no.
Cuestión esta que Bernard Shaw utilizar para establecer una conexión emocional entre lectores/espectadores con la acción, al descubrir que el tuberculoso y joven artista deja, aparentemente, mucho que desear en términos de honestidad. Su manejo de los asuntos materiales, la libertad con que vive el sentimiento del amor y la consciencia sin tapujos con que habla sobre el don artístico que posee, junto a la mediación de su bella y resuelta mujer, dan a The doctor’s dilemma la tensión que necesita para compensar el excesivo peso que tienen en su trama los asuntos racionales.
Cabe pensar a favor del autor de la posterior Pygmalion (1912) que en la época en que escribió esta obra, estos temas debían ser protagonistas de un arduo y acalorado debate tanto en las altas instancias del pensamiento como en las páginas de la prensa (de cuyas pocas habilidades comprensoras y menores capacidades redactoras se burla abiertamente).
El dilema del doctor, George Bernard Shaw, 1906, Penguin Books.