Archivo de la etiqueta: Quattrocento

“Hombre dibujando” (Guillermo Pérez Villalta, 2002)

“El arte como laberinto” define la trayectoria y el pensamiento de este tarifeño, sintetiza la propuesta museográfica de su actual retrospectiva en Alcalá 31 y describe lo que se puede ver, deducir y fantasear a partir de esta imagen creada dos décadas atrás. Un autorretrato en el que tienen cabida tanto su percepción de sí mismo como sus obsesiones estéticas y sus referentes artísticos.

Mondrian. La plasticidad, lirismo y belleza de este temple sobre lienzo de 142 x 142 cm (hoy en la colección del Centro Andaluz de Arte Contemporáneo) son resultado de su combinación de formas y colores. Súmese a ello un giro de cuarenta y cinco grados con el que complica la perspectiva de las líneas y los muros que dividen y separan los aposentos de este interior interpretable como vivienda, estudio o ambos a la vez. Composición que nos obliga a a poner en marcha los mecanismos de la razón para -a pesar del equilibrio y la lógica del espacio representado- descifrar cómo acercarse a él, el hombre dibujando.  

David Hockney. En el ángulo inferior derecha otro hombre le observa concentrado. Quizás le interpela ante su silencio o mira atónito cómo le da la espalda porque ya no tienen nada que decirse. Un amante, un compañero de vida, un socio, un amigo en segundo plano, pero presente, ejerciendo de contrapeso, de vínculo con todo aquello que a él le cuesta, le repele y le acobarda, complementándole en lo que fue un proyecto de futuro compartido, hoy ya extinto. Y aunque persisten el vínculo y la conexión, ya no hay comunicación ni diálogo.

Prerrafaelismo. La precisión de sus perfiles es tan minuciosa que reclaman acercarnos para comprobar qué especie son la flores que se vislumbran en el exterior, si el diseño de sus pantalones es una prolongación del de las paredes coincidentes con sus líneas verticales, o si nuestra impresión es resultado de una velada, erótica y sensual transparencia. Sugerencias envueltas en una luz mediterránea con intenciones humanistas, generadora de una atmósfera que eleva nuestra experiencia con sus aires de misticismo y epifanía.

Quattrocento. La profundidad no es plena, está a caballo entre la bidimensionalidad del dibujo y la ilusión de la tridimensionalidad proyectada. Intención embrujada con efectos hipnóticos a la manera del op art -el estampado textil y los suelos que se prolongan en los alzados-, las paradojas visuales de M. C. Escher –todo emana y converge en su auto representación- o la sofisticación del laberinto del minotauro. ¿Es posible llegar a él? ¿Y alejarse? Se supone un mundo más allá de la tela, pero cuesta concebir el fin de ese espacio interior, vivencial y emocional que representa y simboliza incluyéndose en él.

Clasicismo. La búsqueda del orden formal como algo casi obsesivo y la geometría como medio para conseguirlo, he ahí el cartabón sobre la mesa como instrumento y metáfora. Las líneas curvas ensalzan la rotundidad de los volúmenes de los cuerpos, tanto del que se ve como del que se intuye. Y el estucado de muros y suelos nos traslada ante los frescos con que se decoraban las villas romanas, aunque el hedonismo y deleite sensorial con que se vivía en aquellas choque con el estoicismo y pulcritud que se respira en esta escena.

Guillermo Pérez Villalta. El arte como laberinto, Sala Alcalá 31 (Madrid), hasta el 25 de abril de 2021.

“Tamara de Lempicka” de Laura Claridge

Mujer enigmática, dotada de una técnica extraordinaria que combinaba la belleza del Renacimiento con la sensualidad modernista a la hora de trabajar sobre el lienzo. Con una concepción de la vida y de las relaciones que le dio buenos frutos en el terreno personal, pero que la mantuvo alejada de los círculos oficiales del arte a los que se asomó en la década de los 20 y que no volverían a considerarla, aunque levemente, hasta los años 70.

TamaraDeLempicka.jpg

No debemos tomar como cierto mucho de lo que esta mujer dijo de sí misma en vida, partiendo incluso de su nacimiento. Ella dijo que fue en Varsovia, pero aunque su familia era polaca, todo apunta a que realmente llegó al mundo el 16 de mayo de 1898 en Moscú. Pasó las dos primeras décadas de su biografía en los círculos de la alta sociedad del Imperio Ruso gracias a la acomodada posición social de su familia. La revolución bolchevique la obligó a trasladarse a París, pero de alguna manera, en su mente y en sus posteriores residencias en Nueva York, Beverly Hills, Houston y Cuernavaca, así como en sus viajes por Europa y EE.UU., siempre intentó reproducir aquel estilo de vida elitista y hedonista.

En la capital francesa, sus aptitudes para la pintura eclosionaron y sus lienzos poco a poco se fueron haciendo un hueco en los salones oficiales y en algunas de las galerías a orillas del Sena. La originalidad de su propuesta -evocadora con sus pinceladas de las superficies y las luces del Quattrocento italiano- con su fastuoso tratamiento del color, sus compactas composiciones con fondos arquitectónicos y sus escultóricos volúmenes destacaron por su buena conjugación de la belleza clásica y la modernidad, pero sin romper con el pasado como promovían las vanguardias.

Así fue como se convirtió en uno de los nombres de la Escuela de París de los años 20, del modernismo y del art decó, pero sin llegar a compartir expresamente principios ni propuestas con ningún otro creador. No pretendía ser rupturista, sino ser valorada artísticamente y ganarse la vida con ello lo suficientemente bien como para llevar un alto tren de vida. Lo primero le falló en el momento en que se trasladó en 1939 a EE.UU. para evitar vivir bajo el yugo del fascismo, aunque nunca dejó de investigar ni de intentar superarse en lo pictórico. En lo segundo nunca tuvo problemas, tanto por lo que consiguió por sí misma como por los dos hombres con los que se casó. Con el apuesto Tadeusz Łempicki tuvo a su única hija, Kizette (con quien ya adulta, siempre tuvo una conflictiva relación), después, con el barón Raoul Kuffner vivió un matrimonio concebido más como compañerismo que como historia de amor.

En lo personal Tamara fue una mujer siempre pendiente de la imagen que proyectaba -y por eso cuidó con esmero todo lo estético, la decoración de sus residencias, su vestimenta…- pero al tiempo impulsiva a la hora de relacionarse, sin pudor en lo concerniente a lo sexual, con un comportamiento caprichoso en infinidad de ocasiones y con un ánimo depresivo que, de manera intermitente, la acompañó hasta que murió el 16 de marzo de 1980 en tierras mexicanas.

Para la posteridad quedan más de 500 obras como Adán y Eva o Madre superiora, así como multitud de retratos, bodegones, dibujos y apuntes en los que también jugó con la abstracción o la espátula como manera de aplicar los pigmentos que ella misma se fabricaba. Lempicka fue en vida una figura difícil de definir, que no encajaba en las categorías que establecieron los que escribían sobre la marcha la Historia del Arte, pero a la que -en buena medida gracias a su influencia sobre la moda y el diseño- con el tiempo se le está reconociendo la valía, originalidad y saber hacer que siempre tuvo.

Tamara de Lempicka, Laura Claridge, 1999, Circe Ediciones.