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La Trilogía del Baztán, entretenida intriga de Dolores Redondo

En el corazón de uno de los valles más hermosos de Navarra se encuentra una fuerza misteriosa que, además de asesinar a niñas y mujeres, parece tener en su punto de mira a la inspectora Salazar. Su investigación policial, sus vivencias personales y su historia familiar conforman un triángulo cuyos tres lados albergan también una intriga correctamente planteada, una exposición pedagógica sobre mitología euskaldún y un intento de saga literaria que sin llegar a brillar, resulta una lectura amena y entretenida.

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No hace falta recurrir a autores escandinavos ni al americano Dan Brown para sumergirnos en argumentarios sobre comportamientos perversos de la mente humana, introducirnos en los métodos de investigación de los cuerpos y fuerzas de seguridad de distintos países y darnos unos cuantos apuntes prácticos sobre anatomía forense. También hay productos literarios en español que nos prometen buenas dosis de suspense, acción y acontecimientos cuya lógica escapa a nuestra razón pero que podemos llegar a comprender si conocemos todas las piezas que durante largo tiempo se han cocinado para unirse hasta darles forma y resultado en forma de cadáveres.

Dolores Redondo es un ejemplo patrio de ello, se ha documentado acerca de todos estos asuntos y los ha dispuesto en una línea temporal en la que van confluyendo en el presente de Amaia Salazar,  inspectora jefe de homicidios de la Policía Foral de Navarra. Una mujer que no solo es una capaz e inteligente profesional, sino también alguien con una biografía y un sistema familiar que tiene mucho que ver con aquello a lo que ha de hacer frente en su siempre arriesgada profesión.

A medida que profundizamos en las herramientas que esta joven, valiente y decidida mujer utiliza en su trabajo, se nos presenta otra visión de la realidad, aquella que sigue las reglas no escritas de las creencias espirituales. Esas que no son solo una cuestión antropológica, sino que tienen que ver también con la adoración de lo sagrado mediante prácticas religiosas no convencionales. Unas cuestiones –las policiales y las lógicas- y otras -las espirituales e irracionales- que se irán acercando más y más a medida que se resuelven los distintos homicidios que se suceden en el valle del Baztán o guardan una extraña relación con él. Así es como el cierre de cada caso, de la identificación de cada asesino, será también el principio de la siguiente investigación y, por tanto, el motivo del siguiente tomo de esta trilogía en un lugar en el que la naturaleza –bosques frondosos y de difícil acceso, cuevas en lugares remotos, ríos caudalosos- y la climatología -días de lluvia sin parar, nevadas que bloquean carreteras, frío invernal que parece no tener fin- juegan un papel fundamental.

Una serie que se inicia con un thriller más convencional y con gran peso argumental de la mitología vasca, El guardián invisible, que entra en el terreno de lo oscuro y más difícil de definir con Legado en los huesos y alcanza lo esotérico y lo demoníaco en Ofrenda en la tormenta. Tres volúmenes que pueden considerarse independientemente, pero que realmente conforman una unidad. No solo hay una línea narrativa que los enlaza, sino que presenta también una evolución en la biografía de los personajes comunes a los tres y una sucesión cronológica entre los acontecimientos de distinta índole –las relaciones de pareja, los acontecimientos familiares que se van conociendo, los vínculos entre víctimas y sospechosos de cada sumario con los anteriores- que se dan en ellos.

La primera entrega resulta fresca y fluida, engancha con su misterio y la presentación –siempre con un punto velado, de algo que se oculta inquietantemente- de sus protagonistas, incluyendo de manera muy natural acontecimientos que sin tener sentido aparente, resultan creíbles. En la segunda, Legado en los huesos, todo –lo personal y lo profesional, lo dinástico y lo social- resulta muy esquemático, parece responder más a un plan para contar algo que parece previamente trazado, dando la sensación de que la escritura es más un ejercicio con el que dar forma a algo cuya ruta y destino ya está decidido. Así es como la última parte de la trilogía parece más que una entrega en sí, la prolongación de una segunda parte que solo se cerró en apariencia y que aquí se lleva, esta vez ya sí, a su verdadero final.

Podría ser que Amaia Salazar diera más de sí de en el futuro, hay base para ello. Pero está claro que tendría que ser con otra línea argumental y exponiendo otras facetas de su vida personal y profesional  que aquí apenas hemos conocido. Habrá que esperar y ver qué decide sobre ello Dolores Redondo.

«Que Dios nos perdone»

Madrid es la ciudad en la que entre el sofoco veraniego, las hordas de turistas y un país hastiado por la crisis, un asesino está haciendo de las suyas sirviéndose en buena medida de la falta de medios policiales. Con una estética árida, un guión preciso y unos protagonistas muy sobrios, pero certeramente interpretados por Antonio de la Torre y Roberto Álamo, esta película es una buena muestra del potencial que tiene el cine de nuestro país.

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En las primeras secuencias se nos presenta a los dos protagonistas, ambos en el mismo local, pero cada uno a lo suyo. Uno chulo, prepotente y soberbio, fardando ante dos compañeros; el otro callado, solitario y, por voluntad propia, en segundo plano, entre escuchando y ensimismado. A continuación visitan el escenario del crimen de una mujer mayor. Lo que parece ser cumplir sin más el procedimiento policial, se convierte gracias a la capacidad analítica y el ojo avizor para los detalles que aúnan entre los dos, en el inicio de una investigación para dar con el asesino.

Dos agentes con unas vidas que se sostienen a golpe de rutina y monotonía tanto en lo laboral como en lo personal, tragando, más que aceptando, la losa invisible que son la falta de medios policiales y la incomunicación con que se desenvuelven en sus hogares. Cuestiones que no necesitan de grandes momentos para hacérsenos evidentes, Rodrigo Sorogoyen nos las muestra como son, sigilosas y silentes: casas sin decoración, cenas de dos que apenas se dirigen la palabra, mesas con montañas de expedientes sin archivar, coches patrulla sin aire acondicionado,…, esa parte de España ignorada por los medios de comunicación y que en agosto de 2011 solo prestaban atención al espectáculo de masas que supuso en aquellos días la visita del Papa Benedicto XVI.

Así es como un asesino puede hacer de las suyas libremente y estos dos policías no tienen otro recurso más que su empeño para hacerle frente. Una decisión y auto convencimiento por conseguir lo propuesto que es tan convincente como el soberbio trabajo de Antonio de la Torre y Roberto Álamo. Dos interpretaciones sólidas, arrebatadoramente asertivas, sin fisura alguna, parcas en palabras pero llenas de un lenguaje no verbal que resulta, paradójicamente, de lo más expresivo. La brutal rotundidad de Álamo desborda la pantalla, mientras que de la Torre le da una contención igual de inquietante, una doble tensión que se une a la de saber que no saber quién es el criminal ni cómo llegar a él cuando se tiene la certeza de que actuará impunemente en cualquier momento.

En esa línea de impaciencia e intriga con un mar de fondo de desidia y abandono en el que se sienten tanto los servidores de lo público como los que son simples ciudadanos –fantástico elenco de secundarios encargados de ponerles caras, cuerpo, fuerza y alma- da como resultado una muy lograda atmósfera que resulta mucho más familiar y cercana de lo que podríamos esperar. Una sensación de que lo que nos han contado es algo más que una ficción, que tras esta historia hay una pátina de verdad que se pega a la piel para confundirse con la realidad al salir a la calle tras el fin de la proyección.

“Trescientos veintiuno, trescientos veintidós” de Ana Diosdado

A través de dos hombres y dos mujeres, la autora de «Anillos de oro» y «Los ochenta son nuestros» planteaba en 1991 algunos de los cambios que estaba experimentando la España de entonces. De un lado el matrimonio, que dejaba de ser un acontecimiento con el que adquirir un estatus social, y del otro la política, en la que los casos de corrupción planteaban la falta de ética que se presupone a los gestores de lo público.

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El escenario simula ser dos habitaciones contiguas de un hotel (la 321 y la 322) en una ciudad que no se llega a mencionar. En ellas se suceden diferentes momentos de una noche hasta el alba de dos parejas que, en ningún instante, aun conviviendo sobre las tablas, van a interactuar entre sí. Un recurso hábil para hacer crecer de manera paralela dos historias que a pesar de sus diferencias, comparten tanto aspectos formales –ritmo in crescendo, un uso ingenioso y eficaz del espacio escénico- como una intención reflexiva en sus diálogos. La más joven, unos veinteañeros, se disponen a pasar su noche de bodas tras haber llegado al sacramento matrimonial más como acto reivindicativo que como trámite social para poder convivir. Los que ya pasan los cuarenta, dos desconocidos que se encuentran por primera vez, reflejan el peso de las convenciones –en el matrimonio y en la vida pública de la política- y las vías alternativas para ser capaz de sobrellevarlas (el engaño, el chantaje o el materialismo).

El cuarto de siglo transcurrido desde que este texto fuera escrito no se nota en lo más mínimo en el conflicto del hombre que considerando su voto en venta, no sabe a quién otorgárselo, cuestión que, pasado el revuelo del escándalo, no le va a causar ningún tipo de problema posterior. De por medio flotan asuntos delictivos como las drogas y la prostitución, valores como la reputación y la dignidad, y entidades como los medios de comunicación y la policía, además de las relaciones a largo plazo (la pareja y los hijos).

Donde sí hace mella el tiempo transcurrido es sobre la historia de los más jóvenes. Plantearnos hoy en día un debate sobre el valor de llegar virgen al matrimonio, el tener un historial de promiscuidad antes del compromiso o hacer una lectura homosexual de la intimidad entre dos hombres, resultan cuestiones superadas para muchas personas y ámbitos de nuestra sociedad. Eso no quita para encontrarnos hoy públicos de pelos cardados, abrigos de pieles y costumbres de rancio abolengo donde se consideren estos asuntos tan formalmente importantes como en esas décadas de cuya sombra y peso nos estábamos desprendiendo en los 90, tal y como Ana Diosdado plantea en este libreto.

Sea cual sea el caso, lo que sí queda claro es la habilidad de la autora para escribir diálogos en los que entrelaza el espíritu de un tiempo con la creación de unos caracteres dotados de su propia personalidad. Hay momentos de comedia ligera, cercanos al enredo aparentemente fácil, pero que se superan no solo con un uso preciso del lenguaje, sino con una gran capacidad para resolver cuestiones para las que no hay siempre palabras (“Esto no es una relación, es un encuentro fortuito, irrepetible… Un espacio de tiempo fuera del tiempo…”) o para expresar la realidad tal cual es de manera clara y sencilla (“Las noticias sensacionalistas ya sólo duran un par de semanas o tres. Luego las aguas vuelven a su cauce, y lo único que importa es el poder adquisitivo con que se cuenta”).

“El inspector que ordeñaba vacas” de Luis J. Esteban Lezáun

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Una novela de policías escrita por un policía. ¿Un policía escritor?  Sí, Luis J. Esteban Lezáun  es un policía en activo que ha escrito esta ficción sobre su mundo profesional. Un relato laboral, las investigaciones en primera persona del inspector Ignacio Azcona, alternado con el recorrido paralelo por su vida personal durante el tiempo en que estas se prolongan. Como punto común entre ambas facetas de su vida, sus valores, los de un defensor de la justicia y el orden público. Principios personales y profesionales a la par, una persona íntegra que se desenvuelve de la misma manera en todas las facetas de su vida a lo largo de una trama policiaca (confidentes, prostitución de menores, drogas, autoridades implicadas,…) que funciona muy bien en todo su recorrido.

Sin embargo, el héroe no siempre es fuerte y tiene sus flaquezas. Puntos débiles que ha de resolver y para los que le surge la ayuda de un grupo de secundarios ligados al mundo de la psicología desde puntos de vista supuestamente actualizados (neurociencia, espiritualidad,…). Y aquí es donde como el estado de ánimo del protagonista, la novela resulta frágil. Es interesante lo que se nos cuenta y sirven para explicarnos la evolución interior del inspector Azcona, pero parece que estamos leyendo extractos de discursos sobre las materias comentadas -¿o de un libro de autoayuda?- y no diálogos entre personajes.

Los momentos débiles bajan el ritmo de la novela, pero no son freno para querer avanzar en la misión del inspector Azcona. Protagonista muy bien construido al que apetece conocer y saber si tendremos más andanzas literarias suyas (¿podría llegar a ser como el guardia civil Bevilacqua de Lorenzo Silva o el también inspector de policía Kurt Wallender de Henning Mankell?). Sea o no así, estará bien enterarse cuando Luis J. Esteban Lezáun publique su segunda novela para conocer cómo evoluciona como escritor.

(imagen tomada de amazon.es)