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“Tamara de Lempicka” de Laura Claridge

Mujer enigmática, dotada de una técnica extraordinaria que combinaba la belleza del Renacimiento con la sensualidad modernista a la hora de trabajar sobre el lienzo. Con una concepción de la vida y de las relaciones que le dio buenos frutos en el terreno personal, pero que la mantuvo alejada de los círculos oficiales del arte a los que se asomó en la década de los 20 y que no volverían a considerarla, aunque levemente, hasta los años 70.

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No debemos tomar como cierto mucho de lo que esta mujer dijo de sí misma en vida, partiendo incluso de su nacimiento. Ella dijo que fue en Varsovia, pero aunque su familia era polaca, todo apunta a que realmente llegó al mundo el 16 de mayo de 1898 en Moscú. Pasó las dos primeras décadas de su biografía en los círculos de la alta sociedad del Imperio Ruso gracias a la acomodada posición social de su familia. La revolución bolchevique la obligó a trasladarse a París, pero de alguna manera, en su mente y en sus posteriores residencias en Nueva York, Beverly Hills, Houston y Cuernavaca, así como en sus viajes por Europa y EE.UU., siempre intentó reproducir aquel estilo de vida elitista y hedonista.

En la capital francesa, sus aptitudes para la pintura eclosionaron y sus lienzos poco a poco se fueron haciendo un hueco en los salones oficiales y en algunas de las galerías a orillas del Sena. La originalidad de su propuesta -evocadora con sus pinceladas de las superficies y las luces del Quattrocento italiano- con su fastuoso tratamiento del color, sus compactas composiciones con fondos arquitectónicos y sus escultóricos volúmenes destacaron por su buena conjugación de la belleza clásica y la modernidad, pero sin romper con el pasado como promovían las vanguardias.

Así fue como se convirtió en uno de los nombres de la Escuela de París de los años 20, del modernismo y del art decó, pero sin llegar a compartir expresamente principios ni propuestas con ningún otro creador. No pretendía ser rupturista, sino ser valorada artísticamente y ganarse la vida con ello lo suficientemente bien como para llevar un alto tren de vida. Lo primero le falló en el momento en que se trasladó en 1939 a EE.UU. para evitar vivir bajo el yugo del fascismo, aunque nunca dejó de investigar ni de intentar superarse en lo pictórico. En lo segundo nunca tuvo problemas, tanto por lo que consiguió por sí misma como por los dos hombres con los que se casó. Con el apuesto Tadeusz Łempicki tuvo a su única hija, Kizette (con quien ya adulta, siempre tuvo una conflictiva relación), después, con el barón Raoul Kuffner vivió un matrimonio concebido más como compañerismo que como historia de amor.

En lo personal Tamara fue una mujer siempre pendiente de la imagen que proyectaba -y por eso cuidó con esmero todo lo estético, la decoración de sus residencias, su vestimenta…- pero al tiempo impulsiva a la hora de relacionarse, sin pudor en lo concerniente a lo sexual, con un comportamiento caprichoso en infinidad de ocasiones y con un ánimo depresivo que, de manera intermitente, la acompañó hasta que murió el 16 de marzo de 1980 en tierras mexicanas.

Para la posteridad quedan más de 500 obras como Adán y Eva o Madre superiora, así como multitud de retratos, bodegones, dibujos y apuntes en los que también jugó con la abstracción o la espátula como manera de aplicar los pigmentos que ella misma se fabricaba. Lempicka fue en vida una figura difícil de definir, que no encajaba en las categorías que establecieron los que escribían sobre la marcha la Historia del Arte, pero a la que -en buena medida gracias a su influencia sobre la moda y el diseño- con el tiempo se le está reconociendo la valía, originalidad y saber hacer que siempre tuvo.

Tamara de Lempicka, Laura Claridge, 1999, Circe Ediciones.

«Julio Romero de Torres» de Fuensanta García de la Torre

Su peculiar estilo –al margen de las vanguardias de las primeras décadas del siglo XX y de la pintura oficial- le forjó un reconocimiento popular en vida que hizo que buena parte de la crítica y del mundo académico no le considerara como merece ni entonces ni posteriormente. Sin embargo, la calidad técnica de sus obras, la capacidad para unir lo profano y lo sagrado y el impacto visual de sus imágenes hace que su producción y su nombre vuelvan a ser desde hace años un referente artístico de la España de su tiempo.

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Julio Romero de Torres (1864-1930) hizo mucho más que pintar a la mujer española que señala la copla. La ensalzó como protagonista en multitud de ocasiones de unos lienzos con los que sacudió los límites de aquellos que querían seguir el dictado de la moral conservadora. Obras con las que también demostró que la historia de la pintura permitía seguir innovando sin necesidad de romper con los grandes nombres que habían configurado su evolución desde hacía siglos.

Ligado al arte desde bien niño, su padre era pintor y conservador del Museo de BB.AA. de Córdoba, su día a día estuvo siempre enmarcado en coordenadas artísticas. Rápidamente se inició en la práctica del dibujo y de ahí pasó al óleo, el temple y la aguada sobre papel, tabla, lienzo o mural. Siguiendo inicialmente las tendencias de su tiempo, el modernismo y la luz de Sorolla, pero poco a poco fue creando su propio lenguaje combinando la estética del simbolismo y las composiciones de nombres como Leonardo da Vinci, Tiziano, Valdés Leal o Goya, combinadas con elementos culturales de su tierra natal (el imaginario religioso, la narrativa y el sentimiento del flamenco o el urbanismo y la historia de su ciudad).

Fue reconocido y valorado por sus convecinos, siendo muchos de ellos los primeros que le hicieron encargos, ya fueran carteles para sus ferias, murales para las paredes de sus lugares de encuentro o retratos para sus residencias privadas. Una producción que junto a los títulos que presentó a distintas Exposiciones Nacionales -premiadas unas veces, rechazadas otras por la naturalidad con que mostraba cuestiones como la prostitución- le catapultaron hacia una gran fama y alta demanda desde lugares como Buenos Aires o Santiago de Chile.

Tal y como explica Fuensanta García de la Torre, Julio contó con la valoración y amistad de muchos de sus coetáneos –pintores, escritores, intelectuales…- , como Valle Inclán, Unamuno o Rusiñol, además de personajes de la alta sociedad o del mundo del espectáculo a los que recibía en su estudio de la calle Pelayo en Madrid. Un acompañamiento de su persona, figura y creación que, sin embargo, desapareció en gran medida tras su fallecimiento en mayo de 1930. Un alejamiento que se intensificó, aún más en los círculos intelectuales, por la apropiación que el régimen franquista hizo de su iconografía, ligándola a una visión regionalista de lo que suponía ser andaluz y, por extensión, español.

La que fuera entre 1981 y 2012 directora del Museo en el que se crió Romero de Torres  completa su ensayo sobre la producción y evolución del estilo del pintor con dos interesantes capítulos. Uno sobre las relaciones de influencia que tuvo con sus contemporáneos y otro en el que repasa cómo su imaginario ha seguido vivo hasta nuestros días, gracias sobre todo a la interpretación que de su obra, estilo e iconografía ha hecho, y sigue haciendo, la publicidad en sus múltiples formatos y soportes.

Julio Romero de Torres, Fuensanta García de la Torre, 2008, Arco Libros.

Casablanca, entre el mito y la realidad

La ciudad más grande de Marruecos, la capital financiera, la de la modernidad junto a la tradición, la de la fantasía cinematográfica, así es Casablanca por su historia real y de ficción, su emplazamiento geográfico, su urbanismo mixto y su arquitectura mestiza.

La mezquita de Hassan II. La arquitectura siempre ha tenido un primer objetivo práctico, crear edificios para una funcionalidad concreta, y un segundo para determinadas ocasiones, el dejar una impronta que genere en sus espectadores y visitantes no solo recuerdo, sino admiración ante la obra y respeto por sus titulares. Ese es el objetivo que cumple desde su inauguración en 1993 la mezquita de Hassan II, concebida para coincidir con el 60 cumpleaños del anterior rey del país, monarca mecenas a la par que gobernante de modos absolutistas durante su reinado (1961-1999).

Una encomienda de 600 millones de dólares de presupuesto al arquitecto francés Michel Pinseau para acoger a 25.000 personas y hasta a otras 80.000 en la imponente esplanada que forma parte de su recinto. Un interior sobrecogedor, de alturas celestiales y luces mágicas, en el que a pesar de las dimensiones el visitante se siente especial, en contacto directo con lo espiritual. Además de la sala de culto orientada a La Meca, la mezquita cuenta también para sus fieles con una suntuosa sala de ablación, hamman, baños turcos, madraza, salas de conferencias,…

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Un edificio no solo para los musulmanes, sino también para los turistas por ser el único templo del país que pueden visitar los nos seguidores de Mahoma en los horarios (y precios) así fijados. Una joya arquitectónica erigida sobre el océano por inspiración de un versículo del Corán: “El trono de Alá se hallaba sobre el agua”. El resultado, una impresión visual imposible de olvidar por su estética, su plástica y su simbolismo espiritual y político.

Rick’s Café. Antes que ciudad, Casablanca es una película para muchos, con Humphrey Bogart e Ingrid Bergman en blanco y negro y frases como “tócala otra vez, Sam” o “siempre nos quedará París”. Un relato cinematográfico cartón piedra fabricado en Hollywood y que solo tomó de la realidad el papel que la ciudad marroquí desempeñó para las potencias aliadas durante la II Guerra Mundial.

De la supuesta Casablanca apenas se vieron un par de calles de la medina y el hangar y la pista del aeropuerto en aquel film que ganó el Oscar a la mejor película de 1943. Pero si hay un lugar que en el imaginario colectivo quedó para siempre asociado a esta ciudad gracias a esta producción de la Warner Bros fue el del Rick’s Café. Cuenta la leyenda que muchos lo buscaban al visitarla y como no lo encontraban alguien tuvo la brillante idea de recrearlo. Así fue como se inauguró en 2004 un lugar similar al de la película en una de las salidas de la medina hacia el océano.

En la pantalla cinematográfica todo parece más grande, pero este Rick’s Café cuenta como aquel con sus paredes encaladas, su patio de arcos de herradura, su barra de bar y el mítico piano en el que todos los turistas posan emulando a Sam a punto de iniciar “As time goes by”.  Súmese a ello contar con una buena carta para comer o beber según la hora del día, elaborada y servida en ambos casos con extraordinaria calidad.

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La medina. Al igual que la de Fez o la de Marrakech, impresiona por su plano indescifrable, lo intrincado de sus calles, la imposibilidad de saber qué se encontrará al doblar cualquiera de sus recodos -si más puestos comerciales para turistas o para sus propios habitantes, o zonas fantasmalmente residenciales- o lo inexplicable de que el camino por el que se avanzó no se corresponda con la que se está siguiendo al intentar volver. En segundo lugar, la medina de Casablanca sorprende por su reducido tamaño, por muy perdido en el laberinto que te puedas sentir, si sigues recto es cuestión de minutos que llegues a una de sus puertas de salida.

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Hasta que la ciudad comenzó a crecer con el inicio del protectorado francés, así de reducida fue Casablanca durante siglos. Desde el mar tan solo se veían unas casas de su zona más alta, “casa branca” que decían los marinos portugueses que pasaban frente a ella (y que la controlaron durante casi dos siglos hasta el famoso terremoto de Lisboa de 1755), dando pie así a la denominación de una urbe habitada hoy por más de cinco millones de habitantes.

La arquitectura modernista. En el siglo XIX los franceses ya se interesaron por Marruecos y por sus recursos mineros, lo que dio pie a que comenzaran a explotar algunos de sus yacimientos. Iniciado el XX bombardearon Casablanca acusando a los nativos de atacar a sus conciudadanos y a sus intereses en la ciudad (a cuyo puerto pretendían hacer llegar una línea ferroviaria pasando por un cementerio musulmán). La fuerza europea se impuso y obligó a un acuerdo a tres bandas por el que se inició el protectorado español y francés de Marruecos. En su zona los galos hicieron de Casablanca su centro económico y financiero –de Rabat la capital política– y pusieron en marcha su desarrollo urbano.

Surgieron así las grandes avenidas que articulan el centro de la ciudad desde la Plaza de las Naciones Unidas, y las construcciones art nouveau que las llenan, especialmente en el que hoy es el boulevard Mohammed V dando cabida a comercios, cafés y restaurantes y ecos de los tiempos de esplendor pasado conservando aún hoy uno de sus antiguos cines. El que fuera rey del país una vez recobrara la independencia en 1956 da nombre también a la plaza en la que se sitúan algunos de los edificios oficiales de arquitectura modernista con decoración morisca más brillantes de aquellos tiempos como la oficina de Correos, el Palacio de Justicia o la antigua Prefectura de Policía. Muy cerca de allí queda la antigua Catedral del Sagrado Corazón, una auténtica joya art déco desacralizada tras el fin del protectorado francés.

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Plaza de las Naciones Unidas. Es el punto en el que todo confluye de día y de noche, la ciudad antigua y la moderna, donde el bullicio de las conversaciones y los vendedores ambulantes se mezcla en un sinfín con el ruido y las bocinas del tráfico de coches, motos y autobuses colapsando sus entradas y salidas. Aquí se cruzan mujeres vestidas con chilaba con jóvenes en vaqueros ajustados, trajes de sastrería con las últimas falsificaciones de las marcas de moda, hombres de negocios con estudiantes y buscavidas, vendedores ambulantes con visitantes foráneos. Sentarse en la terraza de cualquiera de sus cafés y degustar un té a la menta viendo la vida pasar es una experiencia que nadie debe perderse en un lugar así.

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El mercado central. Aunque el puerto de Casablanca sea fundamentalmente industrial, también lo es pesquero, y en los puestos del mercado central (boulevard Mohammed V) se pueden descubrir cuáles son las especies de pescado y marisco que se pueden consumir en cada momento del año. Tras el deleite visual, se puede dar placer al sentido del gusto en cualquiera de los restaurantes de sillas de plástico y hule tosco situados en el patio central del mercado. Además, el lugar sirve también para disfrutar de los colores de los puestos de frutas y verduras o de los olores de los de flores y productos cosméticos como el aceite de argán, el prometedor reparador de la piel.

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El boulevard de la cornisa. En su centro urbano Casablanca vive de espaldas al océano. Este queda oculto tras las vías del tren, el puerto –en el que hoy se pueden ver atracados de cuando en cuando cruceros de miles de camarotes- y los apartamentos de lujo que se están levantando entre este y la mezquita de Hassan II. Pero más allá del faro que desde esta se divisa comienzan las construcciones unifamiliares y los clubs con derecho de admisión junto al agua salada. Entre unas y otros un largo paseo marítimo preparado para pasear o tomar algo disfrutando del intenso azul del océano y del cielo atlántico durante las horas de luz y la fiesta y la diversión entre lo más selecto del ambiente local durante la noche.

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Estas son algunas de las ofertas que Casablanca tiene para hacer disfrutar a aquellos que estén de paso en ella y no únicamente por negocios. Quien sabe, quizás conocerla pueda dar pie a parafrasear a Rick Blaine y decir aquello de “creo que este es el principio de una gran amistad.”

“JAPONISMO. La fascinación por el arte japonés”: el país nipón como referente artístico

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Un viaje histórico –y expositivo hasta el próximo 16 de febrero en CaixaForum Madrid– que avanza viendo  cómo los elementos propios del arte japonés (el uso de la línea y el color, la composición o sus temas) fueron asimilados como inspiración para su evolución por los artistas españoles desde mediados del siglo XIX.

Entonces el arte europeo buscaba lenguajes y referencias con las que escapar al academicismo imperante, y encontraron en la reapertura de Japón a las relaciones internacionales un lenguaje visual novedoso, a la par que con larga tradición e historia, que les resultó altamente evocador.

De manera didáctica y como si fuera un paseo espontáneo, el montaje de CaixaForum muestra cómo lo que fue una inicial toma de contacto pasó a ser objeto de estudio y coleccionismo, posterior diálogo y asimilación hasta llegar a la simbiosis que se consolida en cotidianeidad.

El montaje comienza remontándose al origen de las relaciones entre España y Japón y a las primeras impresiones que sobre la cultura local nos escribieron los jesuitas que llegaron al país en 1549: “… Es la escritura imperfecta porque le faltan letras para algunas palabras nuestras, de manera que no las pueden pronunciar como ellas piden…”. Por su parte, los japoneses enviaron a España delegaciones diplomáticas que llegaron a ser recibidas por el monarca Felipe II.

Sin embargo, estos intercambios no llegaron a apenas un siglo, el Imperio del Sol Naciente cerró sus puertas iniciado el s. XVII y habría que esperar hasta mediado el siglo XIX para que se estableciera la continuidad que llega hasta nuestros días.

Una vez contextualizados históricamente, el “Japonismo” de CaixaForum comienza como recorrido histórico-artístico que entretiene, gusta e (in)forma a su visitante de su discurrir desde mediados del siglo XIX hasta su plena integración en nuestra lenguaje artístico-visual en apenas 80 años.

En el París del inicio de la exposición, Giuseppe de Nittis o Claude Monet pintan en lienzos en forma de abanico, y Toulouse Lautrec y George Auriol hacen de la línea y la reproducción múltiple de sus litografías la marca de inicio del arte del cartelismo. La línea como elemento que dinamiza y articula el espacio quizás tuvo su inspiración en las reproducciones del icónico ukiyo-e (grabado por xilografía) “Olas de Kanagawa” de Katsushika Hokusai. Alfred Stevens pintaba a una parisina japonesa jugando con la asimetría de una modelo de espaldas y sus partes no vistas mostradas como reflejo en el espejo. Por su parte, las artes decorativas alcanzaban una nueva dimensión incluyendo delicadas reproducciones de elementos de la naturaleza o efectos de policromía en sus porcelanas, cobres dorados, greses esmaltados o vidrios soplados.

El potencial innovador del arte que llegaba desde Japón llamó la atención de los pintores españoles que se habían trasladado a París. Mariano Fortuny, además de un gran coleccionista de arte japonés, fue quizás el más destacado de todos ellos y el que con mayor soltura técnica y temática integró la novedad en su creatividad. Personajes con kimonos, biombos que distribuyen espacios, escenografías teatrales, elementos florales que llenan de color la escena. Sus contemporáneos y también amigos Martín Rico y José Villegas son otros dos claros exponentes del japonismo. Así lo reflejan los dos lienzos con que están en la muestra, sus “Vista de París desde el Tocadero” y “Juegos orientales”, ambos de 1880. Y otro coleccionista y pintor más, Santiago Rusiñol, presente en la primera faceta con un biombo del siglo XVIII y en la segunda con la obra “Interior del Cau Ferrat” en la que representa dicha pieza como parte del mobiliario de su residencia de verano.

El japonismo se fue extendiendo allí a donde los artistas aplicaban su creatividad: mobiliario, diseños para decoraciones textiles de interiores o proyectos de vidrieras, portadas de libros, tapices en seda e hilos de oro… Junto a ellos, los ukiyo-e de Utagawa Hiroshige o Toyokuni Hokusai, nombres quizás difíciles de recordar, pero autores de imágenes llenas de lirismo o de expresiva teatralidad.

Desde el principio, la ciudad de Barcelona fue la cuna en España del japonismo. Un ambiente receptivo que aumentaría con la celebración en la ciudad de la Exposición Universal en 1888 (y la presencia de un pabellón del país oriental) y con el desarrollo del modernismo integrándolo plenamente en su lenguaje.

El modernismo supuso la plena eclosión del japonismo, haciéndolo llegar al mundo del espectáculo (carteles, decorados y escenografías de óperas, circo, o cine –geniales las pequeñas piezas de Segundo de Chomón-) y al de la cotidianeidad de la mano de la publicidad. Ramón Casas o Pablo Picasso se dejaron llevar por su uso de la línea, el color y la composición en los menús que diseñaron para el mítico restaurante Quatre Gats. Isidro Nonell, Darío de Regoyos, Anglada Camarasa o Joaquim Mir también fueron otros de los artistas que podemos ver en la muestra como modernistas con elementos japoneses.

Apenas 70-80 años y el japonismo ya se había integrado plenamente en la creatividad artística, ayudando a que la cultura japonesa se normalizara como uno más de sus referentes. He ahí los tejidos estampados de producción industrial o la moda de Balenciaga, o la poesía de Juan Ramón Jiménez y Antonio Machado inspirada por los haikus. Tan cotidiano se hace como el diseño para un biombo de Dalí o el ukiyo-e que Joan Miró encola en 1917 en su retrato de Enric Cristofol con el que se cierra el montaje de la exposición.

Parece que el deseo del señor feudal Date Masamume expresado en una carta (26/Octubre/1613) al embajador Hasekura Tsunenaga ante su visita a la ciudad de Sevilla se ha cumplido: “… mande averiguar si es posible navegarse derechamente desde el Japón a esta ciudad, por qué derrotas y en que puertos se puede llegar…, para q siendo posible, nuestros navíos naveguen esa carrera todos los anos, y nuestro deseo más bien se cumpla y nuestra amistad este más firme y comunicable…”

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(Alexandre de Riquer. Crisantemos, 1899. Colección particular.)

Site de “JAPONISMO. La fascinación por el arte japonés” en la web de Fundación La Caixa

(imágenes tomadas de la web de Fundación La Caixa)